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Huellas N.05, Mayo 1995

PALABRA ENTRE NOSOTROS

El «sí» de Pedro como ímpetu de cada día

Apuntes tomados de una conversación con adultos de Milán
27 de septiembre de 1995


Luigi Giussani. «En aquel tiempo dijo Jesús: “Te bendigo. Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a quien se cree sabio, a los inteligentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien”» (cfr.Mt 11,25).
Invoquemos al Espíritu Santo para que nos haga sencillos en el camino que recorremos siguiendo a Cristo y hacia Cristo.
Desciende Santo Espíritu

Giuseppe Zola. El capítulo quinto de la Escuela de Comunidad en el que estamos trabajando nos ha enseñado que los frutos del árbol constituido por la auténtica vida cristiana se expresan en las cuatro palabras del Credo: unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. Si nuestra mirada es pobre de espíritu, nuestra compañía -es decir, el pueblo que somos gracias a la educación recibida, al seguir y obedecer al carisma que se nos ha dado en la Santa Madre Iglesia- nos hace ver cada día que estas palabras no son lejanas y abstractas, sino que constituyen una experiencia posible: posible a pesar de nuestra debilidad y nuestra presunción.
Siguiendo el movimiento, verdaderamente es posible vivir así, como nos han demostrado en estos últimos tiempos dos grandes amigos que el Señor ya ha llamado misteriosamente a su destino eterno. Aun con temor y temblor, pero pensando en ellos, podemos pronunciar la palabra santidad.
Lorenzo, de Milán, ha concluido su tarea terrenal el pasado 5 de agosto, tras una larga y dolorosa enfermedad vivida con plena conciencia y total obediencia a la voluntad del Padre y a las indicaciones de sus compañeros de camino (familiares y Fraternidad). Después de su muerte, se supo que en febrero de 1986, durante una visita al Santo Sepulcro en Jerusalén, pensó y se dirigió al Señor de este modo: «La cruz que yo llevo ahora es ligera y fácil de llevar. Tu cruz era verdadera y pesada. ¡Quisiera ayudarte, Señor, a llevar tu verdadera cruz!». Tres meses después los médicos le diagnosticaron una grave enfermedad, dándole tan sólo seis meses de vida. Desde entonces se confió con sencillez y decisión a lo que la realidad del movimiento le indicaba con autoridad: seguía hasta en los
detalles y sin ningún margen de interpretación. Fue más veces a Fátima y, siempre que regresaba, su enfermedad remitía incluso por mucho tiempo. Aun teniendo plena conciencia de su situación y de la brevedad del tiempo, estaba apegado a cada instante de la vida independientemente del resultado. Y así se convirtió en estos últimos años en promotor de vida auténtica entre nosotros: en su Fraternidad, en el trabajo comprometido y fiel de la Escuela de Comunidad, en el interés vivo por nuestras misiones, en la participación en la vida de su ambiente de trabajo (el juzgado), en el sostén sereno, pacífico y sólido de todo el que le pidiera ayuda o consejo, siendo así factor de unidad entre nosotros, en la educación amorosa de sus hijos y de sus amigos que ahora están viviendo una experiencia de compromiso más neto e intenso, que tiene ya el sabor de la resurrección.
Felicita, de Nova Milanese, eligió con sencillez y humildad el sacrificio más grande, el de «dar la vida por la obra de Otro», tal y como se leía en su esquela mortuoria. Felicita supo que llevaba en su seno -a los dieciocho meses del nacimiento del primer hijo- una segunda criatura, casi al mismo tiempo de descubrir que tenía un tumor. Tampoco Felicita se escabulló ni se rebeló un solo instante. Siendo científica (era investigadora en el departamento de Química de la Università Statale de Milán) vivió con lucidez su situación, asumiendo -en silencio- una postura que muchos de sus compañeros de trabajo no compartían. Siguió un único criterio: aceptar someterse sólo a los tratamientos que con seguridad no provocaran ningún daño al niño que iba a nacer. Este juicio preciso y amoroso le llevó a rechazar con serenidad someterse a la quimioterapia, lo que resultó mortal para ella, pero que salvó a Riccardo que nació el 28 de agosto, tras seis meses y medio de gestación. Después de lograr abrazar a su hijo, dijo con autoironía -lo recuerda con gran serenidad su marido- que estaba muerta de miedo y que hacía falta rezar a nuestro Jesús misericordioso y a la Virgen porque ella también tenía que ganar un Gran Premio (en aquellas fechas se corría en Monza el premio de Fórmula I). Tras estos sucesos. Felicita murió el 8 de septiembre. Nuestro Renato Farina escribió en el periódico II Giornale que personas como Felicita no sólo salvan a su hijo, sino que participan en el trabajo de una inmensa redención. La vida dentro del movimiento ha convertido en sencilla una decisión tan extraordinaria; y así puede ser para cada uno de nosotros.
Creo que el testimonio de estas vidas entregadas por la obra de Otro, nos impulsa a resistir cada vez menos ante las necesidades con las que el Señor nos llama.
Hoy entiendo -porque lo veo- la frase de la Didaké que don Villa, hace más de veinte años, escribía en los muros de su casa: «Buscad cada día el rostro de los santos y encontraréis consuelo en sus palabras». Si purifico mi mirada comprendo que a mi alrededor, en la vida concreta de nuestras comunidades, de nuestros grupos, de nuestras familias, hay más santidad de lo que imaginamos. Mirar a estas personas es quizá el primer indicio de una actitud moral nueva, como se nos decía en un encuentro: «Quien no sabe mirar a sus hermanos sin estimarlos más que a sí mismo, tampoco encontrará “lo más grande de sí” que lleva dentro de sí».
Pero hay más, frente al testimonio de heroicidad cotidiana de Lorenzo y Felicita comprendo que estoy llamado a vivir con mayor dignidad el tiempo que me es dado, es decir, a dedicar la vida para construir, incluso con sacrificio, la unidad del movimiento. Sin esta unidad, vencería inexorablemente el conformismo del mundo, tan fuerte a nuestro alrededor y hasta capaz de hacernos olvidar la esperanza. Nuestra unidad es el factor discriminante concreto en cada una de nuestras acciones. Podemos hacer muchas cosas «en nombre» del movimiento, pero no según la mente y el corazón del movimiento. Que Lorenzo y Felicita nos ayuden a hacer todo según el don del Espíritu que se nos ha entregado en el movimiento.
Los efectos milagrosos e inesperados en nuestras comunidades, es decir, en la realidad de pueblo que somos, no son excepciones aisladas; muchos encuentros recientes lo testimonian. Leo al respecto un escrito que la Madre Teresa de Calcuta ha dirigido a don Giussani el pasado 9 de agosto: «Querido monseñor Luigi, gracias por haber compartido con vuestra ofrenda nuestras obras de amor entre los pobres más pobres. Dios ama al mundo hasta el punto de enviar... de enviarnos a vosotros y a mí como don para ser su amor en el mundo de hoy. El amor de Dios y nuestro amor no son más que una continua donación hasta dejamos heridos. Mi gratitud y mi oración para usted. Dios le bendiga. Madre Teresa».
Y Dios bendice los resultados de nuestra educación. El lugar donde se pone de manifiesto el resultado de esta educación es la novedad existencial con la que se empieza a percibir qué es el matrimonio, fundamento del devenir de la naturaleza humana y de la historia, como se demuestra en la invitación de boda de Roberto y Elisabetta, donde figura la fotografía de la torre de Varigotti -como diciendo: «el gesto que realizamos está en función de una historia grande»- y donde se transcribe el pasaje del libro de don Giussani El templo y el tiempo que dice: «Lo que amas te define. Santo Tomás dice: “La vida del hombre consiste en el afecto que principalmente le sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción”. Éste es el criterio que define a un pueblo. Un pueblo: un hombre y una mujer que se casan, una familia, una casa del Grupo Adulto, un convento de frailes, un monasterio de monjes. Monasterio, convento o casa son, por ello, un lugar creado para que quienes habitan en él griten delante de todos, en cada instante -pues toda su vida está hecha para esto- que Cristo es lo único por lo que merece la pena vivir, que Cristo es lo único por lo que vale la pena que exista el mundo».
También Juvenal Ñique Ríos, peruano, militante revolucionario y compañero de Che Guevara, ha encontrado CL por su hijo Óscar. En una entrevista a Tracce, tras haber manifestado su entusiasmo por el movimiento en cuanto potente instrumento de educación de la humanidad de los jóvenes, dijo: «Pienso que el instrumento está. Todo depende de quien lo utiliza. La llama está y con ella la firmeza del brazo que la conduce, para que la luz se extienda. Éste es el significado de mi encuentro con Comunión y Liberación».
Todo el verano ha sido un testimonio que confirma lo que estoy diciendo. Las vacaciones comunitarias, que en muchos casos han sido un sorprendente acontecimiento de unidad testimoniada a la gente nueva; el Meeting, donde el amor a la búsqueda de una respuesta que existe y la pasión por un verdadero encuentro humano han reunido a tantas y tantas personas en una experiencia de serena convivencia, que tiene pocos antecedentes; la Asamblea Internacional de la Thuile, donde se han encontrado los responsables del movimiento procedentes de cuarenta y cuatro países del mundo. Todos estos hechos documentan la existencia y el crecimiento de un pueblo hacia el que aumenta nuestra responsabilidad y al que cada uno responde en primera persona.

Giorgio Vittadini. Los testimonios que nos ha contado Zola, describen también cómo muchos de nosotros se mueven en la sociedad. Ha escrito don Giussani en el libro ¿Se puede vivir así?: «¡Qué coraje hace falta para sostener la esperanza de los hombres!». Nuestra única riqueza es el encuentro que hemos tenido en la forma histórica del carisma al que pertenecemos. Sólo esto puede sostener el compromiso de la Compagina delle Opere -que por gracia de Dios existe, y existiendo nos invita a todos a renovar nuestro empeño en construir-; sólo esto puede darnos la energía y la fuerza para realizar obras, no movidas por un heroísmo humano, sino por una caridad concebida como «el don conmovido de uno mismo».
Por esta concepción de caridad un gran empresario de Milán y su mujer, se han dedicado con pasión y sacrificio a los doce mil favelados de Salvador de Bahía, construyendo guarderías y servicios médicos. Igualmente el Avsi, el Cesal y muchos entre nosotros comparten la suerte de los pueblos más azotados por el odio y la negación de un significado presente: los pueblos de la ex-Yugoslavia, de Ruanda, de Rumania, de Kazakistan y de Siberia.
Movidos por el amor hacia todo, y en particular a la Iglesia que genera esta conciencia, muchos participan en primera persona, en todo el mundo, en la obra de los Hermanos de San Juan de Dios, una orden hospitalaria con más de cuatro siglos, que representa una de las expresiones más características de la caridad católica. La pasión por el hombre concreto, que es el centro de la verdadera caridad cristiana, ha llevado a numerosos adultos en Milán a implicarse con jóvenes recién licenciados para formarles y ayudarles a buscar trabajo; esto requiere de nosotros el mismo compromiso.
La renovada pasión por el motivo verdadero por el que hacer obras es índice de un ímpetu misionero nuevo, de una audacia en testimoniar siempre y en cualquier lugar lo que hemos encontrado. El contenido último del deseo del alma es el deseo de que Cristo sea conocido y que la vida, a través de la fe, pueda ya empezar a ser plena en este mundo. De este modo algunos amigos de Nueva York, impactados por un artículo del New York Times concerniente a la situación actual de la Iglesia, han llamado al periodista pidiéndole una cita para contarle su experiencia en el movimiento. Han escrito a don Giussani: «al contarle nuestra experiencia, el periodista la comparó con la de ciertos movimientos estudiantiles de los años cincuenta y sesenta, cuando él era joven, y decía que su tristeza era que ya no existían. Era obvio en sus preguntas que nos consideraba una organización. John le explicó que quien nos guía nos ha ayudado a entender que Cristo es un acontecimiento y que el cristianismo no es un conjunto de reglas morales. El periodista dijo que aquí a los jóvenes la Iglesia les es indiferente y que es trágico que no sepan ni lo que son los sacramentos. “A ver qué sucede aquí dentro de diez años” -añadió-. Convinimos que las polémicas entre conservadores y liberales, o el reducir a la Iglesia a organización, dejan un gran vacío que sólo puede colmarse si uno encuentra la verdadera vida, donde está la presencia de Cristo. John le explicó el método de la Escuela de Comunidad. Según se iba desarrollando el encuentro parecía menos formal y más cordial. Nos pidió nuestras direcciones y teléfonos. No sé si escribirá algo del movimiento en su columna, pero estoy convencido de que le ha marcado el encuentro con nosotros».
Esta conciencia nueva se ha convertido en nuestro rostro público: un pueblo cuya pasión es que Cristo sea conocido. En el presente año, ésto ha quedado claro -tras las ilusorias tensiones por nuestra parte y las acusaciones por parte de los demás (por ejemplo, respecto a la política)- en el Meeting de Rímini. Nuestro rostro público se compone hoy también de los libros de la Colección Rizzoli. La Escuela de Comunidad se ha convertido en una introducción en la realidad, no sólo para cada uno de nosotros, sino para cada uno de los que encontramos: han nacido grupos de Escuela de Comunidad con empresarios, políticos y personajes públicos. Con esta finalidad hemos enviado una carta a los secretarios de todos los partidos con la que nos ofrecíamos a colaborar con ellos en la educación de jóvenes y adultos. Dice la carta: «Nos atrevemos a proponer a los líderes de las fuerzas políticas y a los que en ellas se reconocen el intento de una colaboración educativa en un campo normalmente poco conocido: el del sentido religioso, conscientes de que ninguno de nosotros ha aprendido lo suficiente. Nosotros tenemos un “guía” que vuelve a proponer de un modo que ha resultado persuasivo para decenas de millares de adultos y sobre todo de jóvenes, la experiencia milenaria de la Iglesia, a la que, desde luego, no le es indiferente la tradición de nuestro pueblo. Este guía consiste en un conjunto de textos que llamamos “Escuela de Comunidad”, es decir, una educación para reconocer los motivos por los que merece la pena compartir la vida e ir adelante unidos entre nosotros y con una unidad de la persona.
Esto puede crear un clima afectivo perfectamente racional, como resulta del testimonio que un profesional de Chicago da a su amigo Johnatan:«Reflexionando sobre la última Asamblea Internacional de Responsables, comprendo que ecumenismo y misión pueden darse sólo por la percepción que cada uno tiene de ser amado. Recuerdo el momento en el que don Giussani te ha abrazado. Me he sentido abrazado en aquel abrazo. Ha sido un gesto espontáneo para ti y para todos nosotros, los de los Estados Unidos. Este abrazo me ha hecho concreto el que este hombre, que no ha encontrado, ni hablado nunca a muchos de nosotros, ahora nos ama como un padre ama a sus hijos. La razón por la que me he quedado en esta compañía es que desde el inicio he sido amado con el mismo amor por mis amigos. Su profundo interés por mí, tan indigno de ser amado, es lo que me ha atraído. La misión crece por el hecho de ser queridos por otro. Ecumenismo es el interés profundo hacia otro, por su destino, porque quieres para él que encuentre el mismo gran amor que tú has encontrado. ¿Cómo es posible si no, dejar a mi familia, ir a Italia, y encontrar extraños con lo que he empezado a hablar de las cosas más cercanas a mi corazón? Es posible sólo porque el desconocido ha encontrado lo mismo que he encontrado yo. Este deseo de que todos encuentren lo que yo he encontrado es ecumenismo. Reconozco que Cristo es “para” todos, por la ineludible evidencia de ser amado por Cristo a través de mis amigos que ahora son mis hermanos y hermanas en tanto que amados por el mismo padre».

Giancarlo Cesana. Nuestra amistad -como tan adecuadamente han descrito Vittadini y Zola- es un pueblo. Retomando lo que ha dicho don Giussani en la Asamblea Internacional de los Responsables, vale la pena recordar algunos puntos significativos de la historia de este pueblo. En la historia de nuestro pueblo, podemos aprender a reconocer más claramente los descubrimientos, los problemas y las preguntas -en una palabra- los pasos, que constituyen también nuestra historia, nuestra historia personal. En la historia del pueblo podemos aprender a reconocer más claramente lo que somos y lo que hemos llegado a ser.
Todo empieza siempre -diría yo, “cada día”- por un acontecimiento. Un acontecimiento: el encuentro con una Presencia excepcional, inesperadamente correspondiente a lo que el corazón busca sin ni siquiera saberlo. Después viene la verificación y, dentro de la verificación, la prueba; y la prueba por excelencia que es el mundo sin Cristo, con el que somos misteriosamente solidarios. Puede suceder que uno ceda. Puede suceder que se ceda poco a poco -como decía Zverina, el gran teólogo checoslovaco que en 1970 envió una Carta abierta (que, desgraciadamente, muchos han olvidado) a los cristianos de Occidente-; o bien rápidamente. En el 68 pareció que muchos habían cedido de golpe. Algunos, no obstante, permanecieron fieles, a la manera de Pedro: «Si no creemos en lo que hemos visto, no podemos creer en nuestros ojos», pero la mentalidad era la de todos. También nosotros podemos permanecer fieles aunque con la mentalidad de todos.
Zverina, retomando a San Pablo, nos exhorta con estas palabras: «¡No os conforméis!». Así, con la mentalidad de todos, en aquellos años, la liberación que viene de la comunión y no de los análisis o de la revolución, tuvo el riesgo -y todavía puede correr el riesgo- de ser una demostración no realizada por Dios sino por nuestra obstinación; en nuestra obstinación en ser como los demás, en querer ser mejores que ellos a la hora de alcanzar sus mismos fines. De aquí el cansancio, el desgaste que inevitablemente surge en quien -corriendo tras los criterios y proyectos dictados por otros- se olvida de sí mismo.
Precisamente de esta observación del cansancio fue de la que partió Don Giussani cuando intervino en un encuentro de universitarios en el 76. Dijo -y todavía a menudo se lo oigo decir-: «!No! Nuestra finalidad no es realizar proyectos capaces de cambiar la sociedad y la política. Nuestro fin es anunciar el cambio lleno de misterio que Cristo produce en nosotros: su unidad, su afecto, su gusto por la realidad, es decir, el ciento por uno, tan deseado y experimentado como imposible de imaginarse y de realizarse con nuestras solas fuerzas. Ciertamente, también por experiencia personal, podemos decir: ¡Quién iba a pensar, en el frenesí de los años 70, o incluso en el frenesí de nuestras preocupaciones organizativas, que habría una presencia nuestra en 59 países!».
No es el resultado lo que nos define, sino el origen, el punto de partida. La liberación no viene de mí o de ti, que eres como yo, sino de Dios, del Destino, del Destino que se ha hecho hombre, compañía nuestra. Así comenzó en aquellos años -a mitad de los setenta- el tiempo de la originalidad y de la libertad. Se acabaron los complejos de inferioridad, se acabaron -al menos aparentemente- los temores a aprovechar todas las ocasiones: la aventura humana puede ser recorrida completamente y sin reservas. Fue así, aunque, pensándolo bien, como no todos han dado el paso del 76, ¡cuántos siguen todavía envueltos en las nieblas de un sesentayochismo mortecino e inconsciente!
Pero Don Giussani en la Asamblea Internacional de los Responsables ha introducido otra cuestión, que es la cuestión de hoy, es, radicalmente, la cuestión de nuestra época, cuestión quizás entrevista por quien ha hecho seriamente la Escuela de Comunidad y ha leído los libros editados en la colección de Rizzoli. ¿Cuál es la palabra que triunfa en una época moralista como la nuestra? No es la palabra «razón» sino, precisamente, una palabra moral: la palabra «libertad». Como dice Don Giussani en la síntesis del Equipe, que os invito a leer atentamente (se publicará en 30 Días y en Tracce): «La libertad añade a la razón un aire sugestivo, una vibración de aliento fresco y, sobre todo, un regreso de la realidad a la mano dominadora del hombre», a la autonomía, al decidir por uno mismo todo -como observa irónicamente Don Giussani- «desde el juicio teórico, hasta el uso del tenedor». Nuestra amiga Natalia Jurevna, profesora en la universidad de Moscú, decía que la libertad mal entendida es la última y la más peligrosa de las expresiones del racionalismo; lo que para nosotros significa declararse discípulos sin reconocerse hijos. Como me sugería ayer Don Giussani: «Los discípulos saben de memoria y repiten, y, si son presuntuosos, añaden y modifican por su cuenta; los hijos sin embargo asimilan la naturaleza del padre, de tal modo que la arquitectura de la obra del padre será llevada a término por la genial arquitectura de los hijos».
Así pues, la libertad no es autonomía sino adhesión al Ser que se ha hecho hombre y, por tanto, amor a la realidad, tensión continua hacia un ideal, movimiento continuo hacia la totalidad de la realidad en su significado. Prosigue Don Giussani en la síntesis del Equipe: «Cristo es la palabra que define este significado. La liberación ya no es el triunfo de la libertad que decide, sino el triunfo de una mirada que ama». Esta es la cuestión de hoy.

Gerolamo Castiglioni. Tras haber escuchado a Giancarlo señalar algunos puntos significativos de nuestra historia, quisiera detenerme en el tercer punto. Tengo algo que preguntar: «¿De qué se trata verdaderamente?», este tercer punto antes esbozado, ¿lo comprendo?, ¿se entiende?, ¿hemos comprendido lo que dice?, ¿hemos comprendido de tal modo que podamos llevarlo en el corazón? Si no lo entendemos se hace más difícil reclamarnos mutuamente al recorrido que estamos llamados a hacer.
Nuestra Fraternidad, ¿cuándo es fuerte? ¿Cuándo es viva? ¿Cuando hace muchas cosas, o cuando somos capaces de vivir juntos reclamándonos a la memoria de la presencia de Cristo en lo que hacemos? Cuando vive la memoria de la presencia de Cristo en medio de nosotros. Lo que el tercer punto señalado por Cesana nos quiere hacer comprender es nuestro carisma, nuestro método. Esto es lo que está en juego hoy. El punto crítico que hay que comprender es cómo vivimos hoy la relación entre nuestra conciencia y el contenido de la fe, esto es, la relación entre Jesucristo y yo. Reconocer su Presencia, una presencia que me determina, que cambia la existencia cotidiana.
Don Giussani nos ha dicho este verano en La Thuile: «Cristo no está en el cielo entre las legiones de los ángeles, ni sobre la tierra se reduce a un índice de valores morales que hay que respetar: Cristo está dentro de mi relación con cualquier persona, con cualquier cosa, en cualquier caso. La acción, el momento humano y existencial, es signo de lo Eterno; dice la relación con lo Eterno, remite a lo Eterno». Amigos míos, ¿comprendéis qué gran cosa es ésta? El misterio y el signo coinciden. En nuestra compañía, reclamarnos significa ayudamos a reconocer este evento, y reclamarnos a vivir sus consecuencias. Nuestro carisma, nuestro método, se juegan a este nivel.
La genialidad del movimiento está en el modo de concebir y vivir el acontecimiento cristiano. Enemigos de esta concepción del evento cristiano son el espiritualismo y un cierto escatologismo. El espiritualismo divide al hombre entre las cosas espirituales y las cosas materiales, de modo que las primeras son superiores a las segundas, y las segundas no tienen nada que ver con las primeras. El escatologismo expulsa de la historia, del tiempo, el cumplimiento de la redención operada por Cristo. Nosotros, en cambio, afirmamos la gloria de Cristo en el tiempo. De todas formas, esta división puede atacarnos también a nosotros, con el riesgo de desperdiciar el contenido de la memoria de Cristo.
La distracción que conduce inexorablemente al descuido del yo es el arma más insidiosa del mundo actual. El hombre, entonces, queda a merced del propio instinto, de su imaginación; lo humano pierde altura y nos convertimos en bestiecillas irritadas. «La realidad será nuestro maestro interior», decía Mounier. Y Jean Guitton añade: «Razonable es aquel que somete la propia razón a la experiencia». El intelectualismo orgulloso hace que aumente la lejanía de Dios respecto a la realidad del tiempo y de nuestras acciones. Corremos el riesgo de vivir como paganos o como fariseos puritanos cuando no somos mendigos de la presencia de Cristo en nuestra vida: en las relaciones que vivimos, en las circunstancias que la vida nos llama a afrontar.
Escribe el cardenal Martini en su nueva carta pastoral: «A los “nuevos paganos” quisiera reclamarles al Misterio más grande, como Pablo hacía frente a los huérfanos de los ídolos de su tiempo... Vivir verdaderamente sin estériles formas de renuncia, sin dejarnos seducir por la artera tentación del pensamiento débil, significa dejarse iluminar por el grito de transcendencia que habita en el corazón de nuestro corazón. Significa dar atención al dinamismo de nuestra búsqueda de un lugar o de un evento donde el otro se ofrezca a nuestro espíritu inquieto; significa no pacificar a bajo precio la inquietud interior, sino abrirle espacios de inteligencia y de deseo: “No es el conocimiento lo que ilumina al Misterio -decía Evdokimov-; es el Misterio el que ilumina el conocimiento”».
Me ha escrito uno de vosotros: «A menudo me encuentro cansado de sostener la realidad. El mismo trabajo de profundizar en la búsqueda de la verdad de la vida, se me escapa, le falta algo y cede siempre. Me pregunto: ¿Quién me puede ayudar?». Cada uno de nosotros podría formular la misma pregunta de nuestro amigo Marco. Entonces, ¿qué habría que hacer? ¿De qué se trata verdaderamente? ¿Qué consecuencias sacar a nivel personal? ¿Qué preocupación pedagógica se deriva de ello?

Luigi Giussani. Frente a tantas preguntas, más que responder detalladamente, me permito sacar unas conclusiones. El trabajo que nos espera este año es éste: nuestro trabajo es responder a estas preguntas, penetrar cada vez más en el valor último -que sustenta y sostiene cada aliento, cada brizna de sentimiento, cada segmento particular de la relación con hombres y cosas-, que es la relación entre lo contingente (lo efímero) y el infinito Misterio que se ha hecho hombre. Por eso es largo el camino. No porque se trate de un esfuerzo por penetrar en el Misterio (porque no sé hasta qué punto ésto no es más una presunción, una proyección de una fantasía nuestra, o de emociones momentáneas nuestras, parciales, efímeras también ellas, que un esfuerzo real) que es insondable, que el hombre no puede conocer. Tanto que, como justamente has dicho tú, el mundo apoya toda su permanencia en la distracción. Si uno lo piensa, es algo indignante y repugnante. Quien lo pensara, diría: «¡No puedo tolerarlo!», pero luego lo tolera tranquilamente, un instante después lo tolera tranquilamente.
Respondo sintéticamente, apuntando al aspecto concreto o metodológico- práctico. A nosotros nos interesa siempre, apasionadamente, este aspecto, porque... ¡es una obediencia a un camino («método» quiere decir «camino») que el Misterio ha venido a dictarnos! Leed en el segundo libro de Escuela de Comunidad (Los orígenes de la pretensión cristiana) los capítulos dedicados al emerger del problema cristiano en la historia. Releed la página donde se encuentra aquella imagen del mundo como un gran campo en el que todos los empresarios buscan, a través de sus bocetos o programas, establecer una relación entre su momento efímero (que pasa y mañana ya no existe) y “la estrella del cielo” -como diría Victor Hugo-, que es el destino para el que, sin embargo, está hecho este hombre frágil y efímero. Y en esta búsqueda se empeñan todos los hombres, más o menos alarmados. También el intento apasionado de un muchacho -instintivamente maduro en su naturaleza- por formar una familia, es un intento de alcanzar la estrella última, el ideal último, «aquello para lo que» estamos hechos. Ahora no quiero extenderme, todas estas cosas nosotros debemos recordárnoslas cien veces, pero siguiendo una lógica. Este es el camino de la Escuela de Comunidad, el gran instrumento que sostiene nuestra obediencia a un método que el Espíritu del Señor nos hace percibir como indicado por la naturaleza de nuestro carisma, por la naturaleza de nuestro movimiento, que la Iglesia no sólo no ha condenado, sino que ha aprobado, como si dijese: «Éste es un camino por el que podéis andar». Es lo que me dijo Pablo VI la última vez que le vi, el veintitrés de marzo de 1975, en una jornada que debía ser la gran fiesta de los jóvenes y allí estábamos sólo nosotros -¿Os acordáis? Éramos diecisiete mil en el aula Nervi, por primera vez abierta a los laicos, a los profanos-. Por la mañana, al final de la Santa Misa en la Plaza de San Pedro, Pablo VI me hizo llamar (recuerdo que tenía el copón en la mano y quería dárselo a un guardia suizo, porque no sabía qué hacer, hasta que Negri vino, como siempre veloz, a tranquilizarme cogiéndolo él) y yo me arrodillé delante de él, que mientras tanto había llegado al portón. Sólo recuerdo las primeras palabras que dirigió -estaba demasiado conmovido para poder retener el resto-: «Animo, éste es el camino: siga adelante así». Era lo primero que me había dicho cuando, como obispo de Milán, me llamó para transmitirme el reproche de todos los párrocos de Milán porque reunía juntos a chicos y chicas, y porque sacaba a la gente de las parroquias (pero nosotros -entonces no éramos muchos- habíamos hecho una encuesta y el 97% de los que participaban no iban casi nunca a la iglesia; y yo se lo dije); también entonces me dijo estas mismas, idénticas, palabras (las primeras y las últimas que me dijo Pablo VI): «Éste es el camino: Siga adelante así». Sin sentir las espaldas apoyadas en estas palabras, no se puede ir adelante con la presunción de ayudar. Cuando me giro para hablar y veo delante a 800 Memores Domini, o 9000 universitarios, como en los Ejercicios Espirituales del pasado diciembre, o 16.000 adultos como ahora... Pero, ¿cómo puede uno ponerse de cara y hablar? Y, además de esto, hay un dolor que no se puede aliviar en modo alguno: ¿quién os seguirá? ¿Quién te ayudará a ti, y a ti, y a ti...? ¿Quién os podrá ayudar?
Entoces decimos: amigos míos unámonos, mantengámonos dentro del camino que el Señor nos ha trazado. ¿Cómo? A través de lo que es nuestro «carisma», reconocido por la Iglesia, don del Espíritu, don que el Espíritu da, según el inexcrutable misterio del designio de Dios. El carisma es el don de un cierto modo de percibir la fe, que el Espíritu da a una persona u otra, y que hace más fácil adherirse a la fe; el don de sentir de un cierto modo la experiencia cristiana («experiencia cristiana», ¡porque Dios se ha hecho «experiencia»!) que nos hace atractivo lo que se habría quedado en un deber, -un deber considerado sólo por los escribas y fariseos, es decir, por los «maestros»- y que hace creativo un corazón que si no habría sido indiferente. Éste es, como hemos escuchado antes de un modo conmovedor, el testimonio que da la vida del movimiento.
Respondo ahora a tu pregunta lo mejor que puedo. Querido don Gerolamo, a ti que eres el responsable delante de Dios y de la Iglesia de nuestra comunidad diocesana de Milán, te digo: «se trata» de responder a una llamada, a algo que se ha encontrado, que ha pretendido tener un significado para nuestra vida, para nuestro destino y, por tanto, para la vida de cada día. ¡Porque es el Destino el que puede determinar la vida de cada día haciéndola mejor! La línea se hace cada vez más recta (como me decía mi pobre abuelo paterno; lo único que recuerdo de él como enseñanza, es que venía a mirarme cuando, en primero, aprendía a trazar las líneas rectas -yo las hacía todas torcidas- y él me decía: «¡mira al punto! Fija un punto aquí, mira el punto y tira derecho», y así la línea salía recta, más derecha; que es la ley a través de la cual, se aprende a andar en bici y tantas otras cosas).
Se trata, por tanto, de responder en primera persona a una llamada, la Iglesia usa la palabra «vocación». Lo que has encontrado, que te ha tocado de algún modo, te ha interesado de algún modo porque sentías que “te dejaba una marca”, que de algún modo podía ser interesante para tu vida como destino y como presente, como existencia; lo que has encontrado te llama a responder: debes responderle, debes corresponderle, que es lo mismo. Se trata, entonces, de mi persona comprometida por una casualidad -una ocasión- imprevista e imprevisible en la que algo, que en ningún otro sitio había oído, me ha tocado el corazón, aunque levemente (incluso el que viene una sola vez y no vuelve, si cuando está allí, aguza el oído, significa que algo le ha impactado). Se recibe un impacto cuando lo que se oye decir o ve hacer guarda relación con el significado de la vida, incluso si niega la existencia del significado (es «el pensamiento débil», como decía el cardenal). ¡Cuánta gente ha quedado impactada por nuestra posición, por nuestras palabras! «¡Tú eres distinto de los demás»: ¡a cuántos de nosotros les han dicho esto!.
Quisiera describir esta correspondencia, esta respuesta a la pregunta, a la llamada. Se trata de responder en primera persona. Esta respuesta en primera persona tiene dos niveles.
a) En primer lugar, quien ha sido atraído por esta visión, por esta palabra, por este acento distinto, por esta concepción diferente; quien de algún modo ha sido tocado por esta experiencia, debe, ante todo, comprometerse en la gran tarea del reclamo mutuo a la memoria de Cristo, «Aquel que está entre nosotros», ahora, aquí, como dijo un universitario de primero en una intervención durante una asamblea. La gran tarea de reclamarnos unos a otros a reconocer una Presencia. Porque “Memoria" quiere decir reconocer una Presencia. Memoria no quiere decir una lápida del pasado, porque el pasado ya no mueve a nadie, ya no cambia a nadie, decía Kierkegaard. Es algo presente lo que me provoca y me cambia, me puede cambiar, me abre el futuro.
Reconocer una Presencia. El primer nivel de la gran tarea es reclamarnos unos a otros a reconocer la Presencia. Este es el don propio del Espíritu: el Espíritu de Cristo hace comprender que Cristo está aquí, ¡lo hace comprender! Es el «don del Espíritu» que se nos da en la fe de nuestro carisma histórico. Don del Espíritu que se convierte, no sólo en reconocimiento de esta Presencia, sino también en moralidad generadora de un pueblo, en cuanto crea un deber de obediencia: uno debe obedecer a lo que ha encontrado, debe seguir aquello que ha encontrado. Seguir, mirar e imitar son todas palabras análogas. Pero la expresión fundamental es la de San Pablo, que definió así el mérito de Jesús hombre: «Se hizo obediente hasta la muerte». Obediente hasta la muerte. Nosotros lo hemos traducido así: «dar la vida por la obra de Otro» como obediencia, en los términos últimos dictados por la autoridad de la Iglesia a través del carisma que nos ayuda a recordarnos a Cristo en las circunstancias de nuestra vida. Por eso se ha dicho antes una frase que procuraremos meditar y aclarar, porque es difícil entenderla a la primera: el Misterio y el signo coinciden (aunque una madre que tiene ahí a su hijo delante comprende bien que servir a Dios coincide con su dedicación al hijo).
b) El segundo nivel de esta tarea es ofrecer a Dios, en cualquier momento de la jornada, lo que se está haciendo. No es sólo problema de reconocer la Presencia, de recordárnosla, hacernos conscientes de su Presencia y, en general, obedientes a su camino: sino ofrecer a Dios, ofrecerle -como consecuencia-, en cualquier momento, lo que se está haciendo. La memoria a la que debemos reclamarnos -este reconocer a Cristo presente, su Presencia- modela todas nuestras acciones, como ha dicho antes Cesana, «desde el juicio teórico hasta el uso del tenedor». Lo dice San Pablo: «Ya comáis, ya bebáis, ya durmáis, ya viváis, ya muráis», ha tomado primero las imágenes más banales y después la imagen definitiva, ¡la última!
La Memoria inviste y plasma toda acción: ¡toda acción! Esto es lo que me separa, aparentemente, de ti: de ti que no has tenido doce años de seminario y todo el resto de la vida dedicada a decir estas palabras, intentando meditarlas en cuanto hay una posibilidad; de ti, que no has pensado nunca en estas cosas, y oyes que te las dicen ahora. Parece que estamos en dos mundos distintos: ¡no! ¡Todas tus acciones tienen que ser ofrecimiento a este Hombre, por este Hombre! Todas tus acciones deben ser ofrecidas. Pero, ¿qué quiere decir «ofrecidas»? Se me ha escapado antes la palabra «plasmadas». La memoria de Cristo, la conciencia de que Cristo está presente, tiende a plasmar cualquiera de mis acciones: a hacerme hablar como puedo, a seguir un orden en las cosas como puedo; la relación con la mujer, los hijos, el colegio, el trabajo, la pasión por el trabajo, la precisión y la lealtad con el trabajo, la dedicación al bien común... todo esto tiende a plasmar la conciencia de la presencia de Cristo. Así la presencia de Cristo coincide con este signo del Misterio, porque el Misterio emerge sensiblemente, se hace experiencia.
El Misterio se hace experiencia, algo tangible. Lo dice San Juan a los primeros cristianos: «Lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos tocado con nuestras manos, lo que hemos oído con nuestros oídos del Verbo de la vida», del significado del mundo. Ésto es una locura para los filósofos y un escándalo para los moralistas: que Dios sea algo tan “a mano” que cambie todo, las cosas que tengo entre las manos y el modo en que las llevo. El ofrecimiento también es la suprema, es decir, la más sencilla, “exposición” de la adoración que el hombre tiene hacia Dios. La misa es un ofrecimiento. La esencia de cualquier oración es un ofrecimiento. La oración es petición; cualquier cosa que se pida conlleva un ofrecimiento, un ofrecimiento que puede cambiar incluso las cartas sobre la mesa. Es lo contrario de la pretensión: porque si tú pides pretendiendo, ya no es una petición. ¡Y con Dios no se puede! («Si tú eres Dios...»; muchas veces se lee esta frase en el Evangelio: «¡Si es Dios, que baje de la cruz!»). Por eso hemos hablado tantas veces del «sí» de Pedro. El ofrecimiemto es el «sí» de Pedro que brota como disponibilidad total a Cristo: disponibilidad total a Cristo reconocido como Dios, es decir, presente. Reconocer a Cristo presente quiere decir reconocer a Dios, porque sólo Dios es el presente. Es desde esta disponibilidad, desde el sí de Pedro, desde donde nace la coherencia moral, la posibilidad de la coherencia moral. No es que para decir el «sí» de Pedro haga falta ser antes coherentes. ¡En absoluto! El Señor toma incluso al asesino que tiene todavía las manos sucias de la sangre del día anterior. Lo toma y le dice: «¿Tú me amas?» y aquél -extrañado- dice «sí». ¡Esto es!, de aquí parte la coherencia moral. La obediencia a las leyes morales parte de allí: ¡no se parte de nuestro esfuerzo cognoscitivo, de nuestro esfuerzo ético, activista, para después poder llegar al «sí, te amo»! El intento de coherencia moral en cada acción nace del «sí» de Pedro. Por esto la memoria plasma la acción: la cambia. Si no la cambia, no es justa; porque no se inspira, no fluye y no tiende al Misterio, a la infinitud del Misterio.
La esencia de la moralidad es el amor, dice la teología moral cristiana. El amor -como se lee en los Ejercicios de la Fraternidad del 95- es un juicio conmovido (que te mueve) por una Presencia que percibes relacionada con tu destino. En la sola presencia de esa muchacha que trabaja en tu oficina, tú percibes algo que tiene relación con tu destino
«Quien tiene esta esperanza, se purifica como Él es puro»; quien dice «SÍ», como dijo Pedro, se purifica como El es puro. ¿«Como El es puro»? ¡Camino infinito! Pasando por la cruz y la muerte de Cristo vivimos el ofrecimiento de nuestra vida concreta (concreta en los platos que hay que lavar, o en el silencio que hay que mantener frente al marido que se enfada, frente al examen que injustamente te han suspendido): se trata del ofrecimiento de la vida en su concreción. Y así nos convertimos en un solo cuerpo y en una sola alma con Cristo y entre nosotros.
¿De qué se trata? Perdonadme si digo una frase difícil: se trata de mi autoconciencia de hombre que tiende a convertirse en conciencia de Cristo, sujeto de toda acción. La conciencia de Cristo se convierte en sujeto de cada acción: es mi autoconciencia renovada. Lo dice San Pablo: mi yo eres tú; «Ya no vivo yo, eres tú quien vive en mí». No hablo a monjas. ¡Hablo a gente que mañana se levanta y toma el autobús! Se trata, por tanto, de la autoconciencia que tiende a convertirse en conciencia de Cristo en el forjarse la criatura nueva. ¡Es un mundo nuevo que precede al paraíso!. La gloria de Cristo está en el tiempo, no en el más allá: en el más allá está la gloria del Misterio del Padre. La gloria de Cristo está en este mundo. Por eso si yo me sustraigo a este trabajo, disminuyo -en la historia- la gloria de Cristo. ¡Cristo es menos glorificado! Esto es lo que me hacía “perder la cabeza” cuando era pequeño en el seminario. Pero ahora comprendo que vosotros lo podéis decir mejor que yo entonces, es decir, más ingenuamente que yo entonces.
Os dejo, por tanto, la definición concreta de la tarea que nos damos para este año. La tarea tiene dos niveles. El primero, aunque parezca abstracto y tan lejano del dinero, del hombre, de la mujer, de la salud de los hijos, del triunfar en el trabajo -o mejor aún, a causa de la situación actual, del tener trabajo-, el primer nivel de la tarea es la memoria de Cristo. Tenemos que intentar caminar por este camino: ayudarnos a tener la memoria de Cristo, a recordar a Cristo, que es una Presencia; a darnos cuenta de su Presencia, a reconocer su Presencia como conciencia crítica del ser cristiano. ¿Qué es lo que me define como cristiano? Que creo en tu presencia, ¡oh Cristo!, ¡Presencia! Tenemos que ayudamos a reconocer su presencia con conciencia «crítica» de las razones que tenemos para decir esto, -es decir, si nos conviene, humanamente hablando, si esto es útil a nuestra familia, si es útil a la sociedad en la que vivimos, si no nos hace perder el tiempo, si no es una ilusión abstracta en la cual huir del peso y del cansancio de los momentos que tenemos que vivir, etc.-. El mensaje para este año, por tanto, es la memoria como conciencia crítica del ser cristiano. Pero, ¿cómo haré - Don Gerolamo- si tú no me reclamas? ¿Cómo, si tú no me lo reclamas como amigo, si cuando nos vemos hablamos siempre de otras cosas (siempre, literalmente siempre, de otras cosas)? En cambio, ¡ésto lo tenemos en el corazón!
En la terminología del movimiento se llama «Fraternidad», a aquella amistad que siente como tarea propia, la de reclamar al otro a la presencia de Cristo. Y recordándotela a ti, me reclamo también a mí. Se llama Fraternidad.
Cuantos me vienen todavía a preguntar ¿qué se hace en la Fraternidad? ¿Cómo se hace la Fraternidad? ¿Nos envíe un cura para que nos ayude en la Fraternidad? Luego llega el cura y todo se queda como antes, porque tampoco él sabe qué es y cómo es la Fraternidad. Entonces: ¡mándenos uno del Grupo Adulto, uno de los Memores Dominil Pero, a lo mejor, lo sabes tú más que ellos. ¡Es tan sencillo! La Fraternidad es gente que se reconoce amiga y que se reúne periódicamente para reclamarse a la memoria, para recordar que Cristo está presente, y para desarrollar una conciencia crítica de ésto: el por qué, el cómo, las razones, si está en contra de la razón, si la razón, por el contrario, es edificada por esto, si la vida está distraída o traicionada, o si la vida es ayudada, si la vida es moral o bien inmoral. Y es un grupo, digo, de doce personas (Jesús había reunido a doce al principio), de veinte, también treinta personas; más de treinta no sé como podáis ser unánimes de tal modo que os recordéis mutuamente a Cristo, pero haced como queráis siempre que os lo recordéis. Gente que era desconocida y que se hace amiga, gente que tiene hijos, padres, hombre y mujer, íntimos entre ellos, que se encuentran con una profundidad de afecto que se abre para ellos de par en par, que antes desconocían, porque el afecto más grande es la pasión por el destino del otro, por la verdad del otro, por la belleza -que es lo mismo, porque Splendor Veritatis, el esplendor de la verdad, belleza, es la bondad moral, dice el Papa en su encíclica.
Ayudarnos a recordar a Cristo. Y ¿cómo podemos recordárnoslo? Diciendo: «Acordémonos de Jesús».
¿Y después? ¿No podemos usar, estudiar de memoria otras fórmulas para recordárnoslo? La Escuela de Comunidad, lo he dicho antes y lo repito, nos hace penetrar en las razones de este reconocimiento, para que -decía San Pedro a aquellos primeros cristianos que eran “pueblerinos” en el sentido etimológico, para designar el lugar del que venían y los estudios que no tenían- «Sepáis dar razón de aquello en lo que creéis».
Mi madre, que no estudió en la universidad, sabía darme razón de tantas cosas de las que después, en el seminario no me han sabido dar cuenta (incluida la teología; especialmente hoy cuando se oye decir: «¿ La resurrección? Sí, pero...»).
La Fraternidad es una amistad que tiene como tarea recordarse a Cristo, o analizar, por ejemplo, cómo se ha vivido, confiarse cómo se vive, la dificultad en la que uno se encuentra, y recibir de otros, de los amigos, una ayuda para imaginar cómo debe ser, cómo la memoria de Cristo debe plasmar de un modo distinto mi posición hacia la vida en «cada momento». Porque la vida está hecha de circunstancias concretas: el resto no existe; el resto ya no existe (pasado) o no existe todavía (futuro). Seréis ayudados por la Escuela de Comunidad que, al daros las razones, os dará también la imaginación; os liberará: la sabiduría libera. No me contradigo. Digo que libera aquella sabiduría del fondo de la cuestión, de lo que tú eres, de aquello de lo que se trata, obrada por una amistad (y se trata de todo lo que hemos dicho hasta ahora).
Así nace el espectáculo de núcleos, núcleos de un pueblo distinto de los demás. Son núcleos de pueblo, inicios de una sociedad distinta del resto de la sociedad; con un clima distinto, al que se aplica el concepto de conversión: hay algo cambiado, convertido. Como decía el citado padre Zverina: una metamorfosis, un cambio, acontece; un cambio que ante todo es un clima al que puedes "hincar el diente”, es decir, concreto, práctico, es verdaderamente distinto lo que se vive.
Un clima. A propósito de clima os digo sólo dos cosas antes de acabar. Es un clima en el que San Pablo tiene el toupet (ndt. la desfachatez) de afirmar: «Estimad a los demás más que a vosotros mismos». Esto se puede decir sin pensarlo. Pero, no: no se puede decir sin pensarlo porque enjuicia bastante cómo vivimos. La Fraternidad produce un clima en el que se hace posible una estima recíproca -«Estimad a los demás más que a vosotros mismos»-, con una humildad (¡que no orgullo o presunción!), que nace, y es la característica fundamental de quien quiere conocer a Cristio. «Queremos ver a Jesús», dijeron los primeros paganos que se acercaban a El en el capítulo 12 de San Juan. «Queremos ver a Jesús», dijeron a Andrés, que les condujo a Felipe, que era de Betsaida y sabía griego. Es un clima del que nace aquella humildad de la que sólo podía hablar San Francisco de Asís. Voy a leer lo más estupendo de hoy, porque este es el criterio con el que el movimiento, nuestro carisma nos hace percibir la amistad entre nosotros y sentir qué es la Fraternidad, y qué es la vida entera vivida en la conciencia de su Presencia. Carta de San Francisco de Asís a un ministro (ministro del culto): «Ama a aquellos que te tratan así [obediente, respetuoso...], y no les exijas otra cosa distinta de lo que el Señor te diere». Como te da a ti lo que da, y no se puede pretender de ti más, así no pretendas tú de los demás más de lo que pueden dar. Y lo confirma después, en la frase más impresionante: «Ámalos en ésto [en aquello que el Señor les concede como capacidad de hacer, ámalos], y no pretendas que sean mejores cristianos [no pretendas que sean mejores cristianos, es decir, según tu medida]». Humanidad mayor que ésta ¡es imposible encontrarla!
Por eso he aquí nuestro objetivo esencial: multiplicar las Fraternidades, simplificar lo que es la Fraternidad, meditar la Escuela de Comunidad y juzgando -recordando su Presencia-, perdonarnos todo, continuamente: esto lo mejora todo.


(Traducido por José Clavería, Ma Angeles Martínez y Carmen Giussani)





 
 

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