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Huellas N.02, Febrero 2020

RUTAS

«Don Giussani, yo y el pan de cada día»

Paola Bergamini

«En sus palabras encontré algo genial y empecé a comprar todos sus libros...». La primera sorpresa fue en la librería, luego ese 30 de mayo en la Plaza de San Pedro, la homilía del cardenal Ratzinger en los funerales. Hasta «descubrirlo vivo en mí, día a día». Cuando se cumplen quince años de la muerte del fundador de CL, el padre Fabio Pallotta, guaneliano, cuenta el encuentro que le ha cambiado la vida

En las baldas de la librería Áncora en Roma, la mirada Paola Bergamini de Fabio se ve atraída por la portada de un pequeño volumen: La Alianza, por Luigi Giussani. Lo toma en sus manos y empieza a leerlo. «Tenía 24 años y estaba haciendo mis Ejercicios para el diaconado. Este texto me fulguró, literalmente. Fue mi primer encuentro con don Giussani que, desde entonces, se ha convertido en mi compañero de camino. Más aún, en un maestro», recuerda treinta años después el padre Fabio Pallotta, sacerdote guaneliano.
Tras ordenarse, sus primeros destinos fueron Roma y el Valle de Aosta, luego durante diez años ha sido párroco en Alberobello, en Apulia, al sur de Italia. En 2010 sus superiores le envían a abrir una casa para la asistencia espiritual a los peregrinos en el camino de Santiago «porque el Capítulo general había decidido ponerse al servicio de los que buscan a Dios en uno de los lugares de mayor afluencia». Hoy, por encargo del obispo de Santiago, junto a otros cuatro sacerdotes guanelianos, por la mañana recibe a los peregrinos italianos que llegan a la catedral, por la tarde está en Arzúa y Arca, las dos últimas etapas del Camino francés. «En la catedral confesamos, celebramos la misa y damos catequesis en nuestro idioma, mientras que somos párrocos de los dos pueblos y allí recibimos a peregrinos de todas las nacionalidades».
Nuestro diálogo con el padre Fabio empieza precisamente por ese primer encuentro con don Giussani.

¿Qué le llamó la atención de ese libro?
Es un texto extraordinario para comprender la actitud de la persona frente a Dios y a los demás, la misión que cada cual tiene en el mundo. Estás llamado a entrar en una tierra «donde las manos de Otro hacen todas las cosas». Antes de ti, alguien plantó, otro regó: tú tienes humildemente que empezar por lo que hay y caminar atento por esa tierra que te hospeda. Normalmente, en cambio, creemos que todo empieza con nosotros. Para mí fue clave también para interpretar el sacerdocio. En esas palabras encontré algo genial y empecé a comprar sus libros. Los tengo prácticamente todos... al día hasta hace 10 años.

Entre ellos, ¿cuál es el fundamental para usted?
Huellas de experiencia cristiana que, en mi opinión, vale un Nobel en Teología. Ha sido el caballo de batalla de mi formación espiritual. Una joya para comprender la obra del Espíritu Santo, que es quien nos guía a descubrir y entrar en el mundo de Dios. Para mí y para la mayoría de mi generación, acostumbrados a una catequesis fría, escolástica, incapaz de tocar la vida y de cambiarla, esas páginas han sido y siguen siendo un tesoro a donde acudir. Giussani consiguió unir un alto perfil cultural con la dimensión antropológica y con el dato revelado. Es la soldadura entre el misterio de Dios y el misterio del hombre. Luego, sus textos sobre el tema educativo son para mí extraordinarios.

¿Por ejemplo?
Pienso en Educar es un riesgo o ¿Se puede vivir así? acerca de la trasmisión de la fe mediante un testigo. Conceptos habitualmente fríos que, leídos a la luz de la experiencia, cobran vida. Leyendo Mis lecturas conocí a Ada Negri, una poetisa hasta entonces desconocida para mí. Giussani tiene esta capacidad de encontrar los nexos entre experiencia humana y fe. Y en esto sabe hacer vibrar las cuerdas del alma. Si bien con tono distinto, es lo mismo que encuentro en Benedicto XVI. Pienso en la Deus caritas est o en sus homilías del Jueves Santo. Hablando de Ratzinger, su homilía en los funerales de don Giussani fue un punto de no retorno en mi vida.

¿Por qué? ¿Qué pasó?
Seguí las exequias retransmitidas en directo por televisión, me conmoví hasta las lágrimas. Me quedé de piedra ante las palabras pronunciadas por Ratzinger espontáneamente, sin un papel. Una absoluta novedad. Como romano, le había visto hablar muchas veces y casi siempre con sus hojas preparadas. En cambio, ese día subido al púlpito del Duomo de Milán habló con el corazón. Me impresionó cuando dijo que Giussani tuvo que pagar un precio para cumplir con su misión, tuvo que atravesar valles oscuros, enemistades, aislamiento, clichés. Incluso “ser apartado" porque lo que anuncias, lo que vives, obliga quien te encuentra a cambiar. Es el coste que supone tener fe, creer. Un tema muy actual.

¿En qué sentido?
Vivimos un tiempo en que en muchas partes del mundo está también el creer, una forma de creer que no cuesta mucho. Haces deporte, y te apuntas al Camino de Santiago; lidias con alguna que otra situación de corrupción, pero haces voluntariado; algunos tienen incluso una vida sacramental más o menos regular, y deciden hacer el Camino... Vidas paralelas, donde cada uno se hace a sí mismo y su moral acaba justificándolo todo. Hablo también de mí. En un momento dado me di cuenta de que me lo perdonaba todo y luego era severo con los errores de los demás. Esta es una fe cómoda que no te gana ninguna enemistad. Te la moldeas a tu medida y eres estrecho o ancho según te convenga. Giussani, en cambio, pagó en primera persona por aquello en lo que creía, se expuso, dio testimonio. Y el milagro viviente -que en mi opinión ya le valdría la canonización- son los miles y miles de personas en el mundo que a través de su carisma han encontrado y siguen encontrando a Cristo. Un encuentro que es para siempre, a pesar de todas las miserias y pobrezas que tenemos como seres humanos que se equivocan. La compañía cristiana, de hecho, no nos preserva del pecado.

Volvamos al día de los funerales.
Decía que fue un punto de no retorno. Tomé conciencia del don que Dios me había hizo al haber conocido a don Giussani y al haberme formado a la luz de sus enseñanzas. Ratzinger me ayudó a leer lo que llevaba en el corazón, dio un orden claro a mis pensamientos. A través de las palabras del entonces Prefecto para la Congregación de la Doctrina de la fe, todos fuimos puestos delante del testimonio de un hombre que vivió con pasión, de ninguna manera movido por un entusiasmo superficial, para nada “un romántico". Todo lo contrario. Pasión y racionalidad. Diría que su manera de proceder, de hablar, era casi hegeliano: tesis, antítesis y síntesis, pero siempre con una inteligencia apasionada y amorosa. Quizás en esto me refleje a mí mismo. Lo segundo que me llamó la atención es cómo el movimiento creció poco a poco. De dos a tres, de tres a cuatro. Un pueblo. Desde las aulas del Liceo Berchet a la multitud del Meeting de Rímini o de la Plaza de San Pedro en 1998 con Juan Pablo II. Yo estuve allí aquel día.

¿Y eso?
Nunca he sido un “militante" en el sentido estricto del término, pero tengo muchos amigos del movimiento. Participé en Roma en un par de encuentros con don Giussani. Pude interceptar esa mirada suya tan extraordinaria. Si algo lamento es no haberle frecuentado más. Pero el 30 de mayo estaba en la Plaza de San Pedro con mi madre, que era una mujer muy humilde y que, aun sin entender hasta el fondo las palabras de Giussani, se quedó prendada de las personas, de los jóvenes que allí estaban para escucharle. Yo recuerdo perfectamente aquellas palabras. Cuando delante de Juan Pablo II dijo: «Cristo, mendigo del corazón del hombre, y el hombre, mendigo del corazón de Cristo», hablaba de sí mismo, era su autobiografía. Estando ya en la recta final de su vida, se sentía un mendigo. Era su experiencia de fe. Tras haber aprendido, había enseñado durante largos años; luego se había retirado a una vida más silenciosa y hablaba solo de vez en cuando. Al final, se sentía como quien lo recibe todo, como el que sabe que, si vive, es por gracia de Otro.

En su obra con los peregrinos en el Camino de Santiago, ¿se encuentra con personas del movimiento?
Muchísimas. Y me pasa una cosa extraña. Después de la misa o de la ca- tequesis -yo nunca menciono a don Giussani-, muchos vienen a verme y me preguntan: «Perdone, ¿es usted del movimiento?». Con su testimonio, Giussani se ha convertido para mí en el pan de cada día. Vuelve a suceder ese mismo encuentro que él relata en las aulas del Berchet y del que nació todo. Sucede ahora. A veces, mientras hablo o medito, me doy cuenta de que ciertos pensamientos son suyos. Es como cuando miras a una persona y dices, ¡cómo se parece a su madre! A Giussani me lo encuentro dentro. Diría que yo hago de manera miserable, pobre, lo que él hizo durante toda su vida magistralmente: dar su testimonio de fe. Esto se lo debo a él. Lo único que siento, es la primera vez que lo digo, es no haberle dado nunca las gracias públicamente.

«Esta historia de amor en la que consistió su vida»

Un pasaje de la homilía del entonces cardenal Joseph Ratzinger en el funeral de don Giussani (Duomo de Milán, 24 de febrero de 2005)

«Los discípulos, al ver a Jesús, se alegraron». Estas palabras del Evangelio que acabamos de leer nos indican el centro de la personalidad y de la vida de nuestro querido don Giussani.
Don Giussani creció en una casa -como él mismo dijo- pobre de pan, pero rica de música, y así desde el inicio fue tocado, es más, herido por el deseo de la belleza; no se contentaba con una belleza cualquiera, una belleza banal: buscaba la belleza misma, la Belleza infinita; y de este modo encontró a Cristo, y en Cristo la verdadera belleza, el camino de la vida, la verdadera alegría.
Siendo todavía un chaval creó con otros jóvenes una comunidad que se llamaba Studium Christi. Su programa consistía en no hablar de otra cosa más que de Cristo, porque todo lo demás les parecía una pérdida de tiempo. Naturalmente, supo superar después una cierta unilateralidad, pero la sustancia la conservó siempre. Solo Cristo da sentido a todo en nuestra vida; don Giussani mantuvo siempre la mirada de su vida y de su corazón orientada hacia Cristo. Comprendió así que el cristianismo no es un sistema intelectual, un conjunto de dogmas, un moralismo, sino un encuentro, una historia de amor, un acontecimiento.
Este enamoramiento en Cristo, esta historia de amor en la que consistió su vida, estaba sin embargo lejos de cualquier forma de entusiasmo superficial, de vago romanticismo. Viendo a Cristo supo realmente que encontrar a Cristo quiere decir seguir a Cristo. Este encuentro es un camino, un camino que -como hemos escuchado en el salmo- atraviesa también “valles oscuros". En el Evangelio hemos escuchado precisamente el relato de la última oscuridad del sufrimiento de Cristo, de la aparente ausencia de Dios, del eclipse del Sol del mundo. Sabía que seguir es atravesar “valles oscuros", recorrer el camino de la cruz y, sin embargo, vivir en la verdadera alegría.
¿Por qué es así? El Señor mismo tradujo este misterio de la cruz, que es en realidad el misterio del amor, con una fórmula que expresa toda la realidad de nuestra vida. El Señor dice: «Quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su propia vida la encontrará». Don Giussani no quería realmente vivir para sí mismo, sino que dio la vida y, justamente por eso, encontró la vida no solo para sí, sino para muchos otros. Realizó lo que hemos escuchado en el Evangelio: no quería ser el amo, quería servir; era un fiel servidor del Evangelio, distribuyó toda la riqueza de su corazón, distribuyó la riqueza divina del Evangelio, de la que estaba penetrado, y así, sirviendo, dando la vida, esta vida suya, ha dado un hermoso fruto -como vemos en este momento-, ha llegado a ser realmente padre de muchos y, precisamente por haber guiado a las personas no hacia sí mismo, sino hacia Cristo, ha conquistado los corazones, ha ayudado a mejorar el mundo, a abrir las puertas del mundo para el cielo.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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