Entrevista a monseñor Fouad Twal, obispo de Túnez, primer árabe llamado a guiar una comunidad católica en el Norte de África. Un tarea especial en y para el mundo musulmán. El signo de una presencia para todos.
«Los números no cuentan en el misterioso proyecto de amor que Dios ha escrito para cada uno de nosotros»
Si fuese por los números, no sería una presencia significativa desde un punto de vista estadístico: ¿qué puede contar una comunidad de pocos centenares de personas, además todos ellos extranjeros, en un país de nueve millones de habitantes, todos musulmanes? Y si fuese por los resultados relevantes desde una perspectiva sociológica, parecería un árbol que no tiene frutos. «Pero los números no cuentan en el misterioso proyecto de amor que Dios ha escrito para cada uno de nosotros». Lo que cuenta es la fidelidad a nuestra vocación. Y nuestra vocación es ser signo de la presencia de Cristo en la tierra del Islam, traer a la memoria que Dios nos ha llamado y nos ha querido aquí y que si ha elegido esto para nosotros, no nos faltará su fidelidad». Palabra de obispo, y de un obispo un poco especial: Fouad Twal es el primer árabe llamado a guiar una comunidad cristiana en el Norte de África. Es decir, en una tierra donde, en la mentalidad común, ser árabe equivale a ser musulmán. Por ello, en 1992 Juan Pablo II -rompiendo la costumbre según la cual en el Magreb se venían nombrando sólo obispos franceses- le mandó a Túnez precisamente a él, de origen jordano, descendiente de una antigua tribu que había habitado en la península árabe muchos años antes de la llegada de lo seguidores de Mahoma. Invitado hace algunas semanas por el Centro Cultural de Milán, monseñor Twal recuerda a Huellas la razón de una presencia de Iglesia en aquella tierra.
¿Qué quiere decir ser cristiano en un contexto en el que casi la totalidad de los habitantes se declaran musulmanes, y en el que la sociedad civil, las instituciones y las leyes están profundamente marcadas por el Islam? ¿Os sentís como pioneros cercados?
Nos sentimos simplemente como personas que responden a una vocación, y en este sentido no hay diferencia con cualquier otro cristiano. Somos una pequeña parte de la Iglesia universal, a la que se le ha confiado una tarea especial: ser cristianos en el mundo musulmán y para el mundo musulmán, para testimoniar a todos la razón de nuestra esperanza. Nos lo ha recordado admirablemente Juan Pablo II cuando, hace tres años, vino a hacemos una visita a la catedral de Túnez: «Vosotros experimentáis a menudo la vulnerabilidad de la pequeña grey y a veces soportáis pruebas que pueden llegar incluso al heroísmo.
Pero tenéis también la experiencia de la gratuidad del don de Dios, que deseáis vivir con todos». Nuestra pequeña grey está compuesta por unos centenares de personas, provenientes de Europa u Oriente Medio. Tras la proclamación de la República de Túnez en 1954 y la firma de los acuerdos entre el Estado y la Santa Sede, a la Iglesia le han dejado tan sólo el 5% de sus bienes. Ahora tenemos 17 escuelas de varios niveles frecuentadas por unos seis mil estudiantes, todos musulmanes, en donde trabajan 400 profesores, y además una clínica y algunas obras asistenciales. Poco, casi nada, pero es el signo de una presencia. En cuanto al resto, cuando Jesús comenzó tenía muchos menos que nosotros. Y sabemos como le ha ido...
No creo que el significado de una presencia se mida con el metro de la eficacia sociopolítica, sobre todo en un contexto como el nuestro. La primera misión del religioso es la de manifestar con toda la vida la gratitud del amor de Dios que nos llama. Lo dice san Juan: «Ninguno viene a mí si el padre no le ha llamado». Uno no es religioso ante todo porque desarrolle una u otra actividad caritativa, sino porque es amado, llamado por Otro que nos desea personalmente y quiere consagrarnos a El para hacemos signo y testimonio.
En la Iglesia, en particular en Europa, hay quien invita a poner entre paréntesis las diferencias y a apuntar hacia aquello que une, sosteniendo que esto daría más garantías a la presencia de los cristianos. ¿Usted qué piensa?
Me parece una posición que, aun naciendo de un deseo de realismo, peca sin embargo de abstracción. Si estamos en Túnez, y esto no es una casualidad, el mundo musulmán es el ámbito humano de nuestra vocación. Mire, algunos de nuestros hermanos árabes, especialmente en Oriente Medio, comienzan por reducir su propia fe, bien “por abrirse” al mundo musulmán, o tal vez por no querer caer en el confesionalismo. Pero no somos mejores ciudadanos escondiendo el don más grande que hemos recibido: al contrario, actuando de esa manera se privan ellos mismos y privan a la sociedad árabe y musulmana de un aportación específicamente cristiana que les es debida y que es esencial. A quien sostiene que lo “importante es amar” le respondo que tiene razón, pero que en ningún diccionario amar significa renunciar a los propios derechos y a la propia fe, o ceder respecto a la verdad.
¿Qué les pide a los hermanos de Occidente? ¿Y qué mensaje nos puede llegar de vuestra minoría diseminada en un ambiente que desde el punto de vista cultural y religioso habla en otro lenguaje?
A los que gobiernan en Occidente les pedimos que tengan en cuenta que cuando toman posiciones respecto a lo que sucede en Oriente Medio, las consecuencias de sus decisiones o declaraciones, pesan también, y quizás sobre todo, sobre los cristianos que viven allí, identificados por la mentalidad común con Occidente. Y esto resulta paradójico si pensamos en la secularización que se da entre vosotros y que hace tiempo ha suprimido la incidencia del cristianismo en la sociedad. A los obispos y a las Iglesias locales les pedimos que nos envíen religiosos para ayudar en las escuelas, en las obras sociales y a la comunidad de residentes que viven en Túnez, por motivos de trabajo o por turismo: ¿sabes que cada año hay cuatrocientos mil italianos que visitan Túnez?
Y a todos vosotros, cristianos de Europa, os digo que os alegréis por lo que tenéis pero no os conforméis. En Occidente existe la democracia, hay condiciones favorables a la convivencia pacífica, al diálogo y al testimonio, pero quizás se pierden un poco en el humo de las estrategias, os falta una amistad profunda con Dios. Aquí por el contrario hemos aprendido a buscar lo esencial: o vives en compañía de Dios o puedes cerrar el quiosco.
Y a una vez Simón Pedro había profesado esta fe respondiendo a una pregunta de Jesús: «Tú eres Cristo, el hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16). Ahora después de la Resurrección, esta verdad se impone con una fuerza todavía mayor: Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
Los apóstoles son los testigos. Testigos oculares. Los primeros testigos. En virtud de su testimonio, son también enviados: «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros» (Jn 20, 21). (...) Pequeño rebaño, es verdad, de lenguas, culturas y orígenes diferentes, sois una imagen elocuente de la Iglesia Universal. Por vuestro vínculo con el Norte y el Sur, con el Oriente y Occidente, sois aquí fermento de unidad y de solidaridad. A través de vuestra presencia en este país hospitalario, gracias a vuestra amistad fraterna con vuestros compañeros de trabajo y vuestros vecinos de barrio, mediante vuestros intercambios en la vida de todos los días y en la reflexión sobre el sentido de la vida y sobre la situación del mundo, dejáis transparentar la gracia que habéis recibido de ser discípulos de Jesucristo.
Los Hechos de los Apóstoles describen los inicios de la Iglesia, comunidad de fe y de oración, comunidad de la palabra y de la Eucaristía: «Iban juntos a escuchar las enseñanzas de los apóstoles y en la unión fraterna, en la fracción del pan y en la oración» (Hch 2, 42). Todavía hoy, después de veinte siglos, la Iglesia es siempre esta misma comunidad.
El encuentro con los musulmanes debe ir más allá de un simple compartir la vida. Ello debe permitir una auténtica colaboración. «Ellos desean que demos testimonio en el respeto de los valores y de las tradiciones religiosas propias de cada uno, trabajando juntos por la promoción humana y el desarrollo a todos los niveles» (Ecclesia in Africa, n. 66).
Conozco numerosos esfuerzos de vuestras comunidades por llevar adelante obras comunes al servicio del hombre. Permitidme que subraye el papel tan importante que han desarrollado las religiosas a favor de la mujer, de su dignidad y de su puesto en la sociedad (cfr. Vita Consecrata, nn. 57-58). Quisiera dirigir en este momento mi reconocimiento hacia todas las personas consagradas, los religiosos, las religiosas y los laicos que en vuestros países se dedican con tanta generosidad a los pobres, a los enfermos, a las mujeres, a la educación de los jóvenes, con una fidelidad que a veces les conduce hasta el martirio. A través de la promoción de las personas y de la comunidades humanas, ellos ponen en práctica la ternura de Dios hacia todos los hombres.
(Juan Pablo II, Con los Obispos de la Cerna en Túnez, 14 de abril de 1996 en La Traccia 1996 p.431)
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