Del pasado al presente
Un laico cristiano que, conmovido por la humanidad de Cristo y por la belleza de su Esposa, la Iglesia, convierte su estupor en poesía. Un obispo que pone su inteligencia al servicio de la educación en la fe de todo un pueblo. Una virgen consagrada que se pone en camino para ver con sus propios ojos los santos lugares donde vivió el Maestro. La capacidad de la fe de abrazar y rescatar la realidad en la totalidad de sus factores
El 17 de junio del año 362, el emperador Juliano el Apóstata promulgó un edicto por el que prohibía a los maestros cristianos la enseñanza de los autores clásicos. En su opinión sólo quien creyera en los dioses y en los mitos del mundo pagano tenía autoridad moral para enseñarlos. Fue un intento desesperado de restaurar las viejas creencias, con el agravante de querer desposeer a los cristianos de la herencia grecorromana.
Sin embargo, la inmensa mayoría de los escritores cristianos de los primeros siglos, educados según la paideia o formación clásica, no rehuyeron el trabajo de medir su fe con la tradición cultural heredada de sus padres. La novedad cristiana transformó en gran medida los moldes mentales y lingüísticos del mundo antiguo, pero sin renegar de ellos.
La poesía cristiana
Autores como san Efrén, san Ambrosio, san Agustín, o Hilario de Poitiers supieron servirse de las armas de la poesía para educar al pueblo cristiano y combatir al mismo tiempo errores doctrinales. Sus himnos, cantados en las reuniones litúrgicas e incluso en el ámbito familiar, transmitían eficazmente las verdades centrales de la catequesis cristiana. Es interesante notar la inteligencia con que supieron reaccionar a la presión de grupos sectarios y heréticos que hacían propaganda de sus doctrinas precisamente a través de himnos y composiciones poéticas dotadas de melodías pegadizas que rápidamente encontraban aceptación popular.
Nuestras tierras contribuyeron al patrimonio de la poesía cristiana con dos grandes figuras: Juvenco y Prudencio. Del primero dice san Jerónimo: «El presbítero Juvenco, en tiempos de Constantino, expuso en verso la historia de nuestro Salvador». En efecto, Juvenco logró culminar un ambicioso proyecto al realizar una armonía poética de los cuatro evangelios, caracterizada por la fidelidad al texto sagrado. Mejor, dice, cantar la gloria de Cristo que las hazañas de héroes y dioses paganos. El poeta, que no invoca ya a las musas sino al Espíritu Santo, espera que sus versos intercedan por él en el día del Juicio.
Los himnos de Prudencio
Prudencio de Calahorra, al que ya hicimos referencia al hablar de los mártires, es uno de los autores que supo comunicar la novedad cristiana a través del cauce de la literatura clásica, poniendo a su servicio todos los registros de la poesía latina.
Habiendo ejercido en su juventud la abogacía, Prudencio fue llamado a ocupar cargos de responsabilidad en la administración civil del Imperio. Viéndose ya al final de sus días, una cuestión le atormentaba: «¿Qué he hecho de útil en tan gran espacio de tiempo?», «Tengo que decirme a mí mismo: tú serás todo lo que quieras, pero tu alma ha perdido ese mundo al que daba culto* Todo lo que ambicionaste no era de Dios, y es a Dios al que pertenecerás para siempre»* Comprende entonces Prudencio que la forma de dar gloría a Dios será la ofrenda de su poesía: «Que mi alma celebre con sus cantos a Dios, ya que no puedo hacerlo con mis méritos». El poeta, «falto de santidad y sin medios para aliviar a los pobres», se contenta con poder ocupar uno de los rincones de la casa del Padre ejerciendo un oficio pobre como el barro, pero «es cosa provechosa haber ofrecido a Dios aun el ser-vicio más humilde. Cual-quiera sea su valor, será hermoso haber alabado a Cristo con mi canto».
Paciano de Barcelona
En Paciano, obispo de Barcelona en el siglo IV, encontramos la figura del pastor que con su predicación guía y alimenta al pueblo de Dios. Su tratado Sobre el Bautismo refleja la catequesis dirigida a quienes van a recibir el bautismo la noche de Pascua.
El obispo, desarrollando temas frecuentes en la tradición cristiana, les explica en qué consiste la gran felicidad de ser cristiano y cuál es la esperanza a la que han sido llamados. Les hace ver lo que fue el paganismo, lo que aporta la fe y lo que perdona el bautismo. Comenzando por Adán les recuerda la triste condición del hombre bajo el pecado, lejos de la casa del Padre, como el hijo de la parábola. El hombre, condenado a muerte, suspira con san Pablo: «¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?». Sólo el don de la gracia de Cristo, pues es El quien bajo la protección de su inocencia emprende la defensa del hombre en la carne misma del pecado. Cristo, el abogado del hombre, el inmaculado, vence al enemigo del hombre y clava en la cruz el pecado y la muerte. Pero - sigue el obispo - ¿de qué me sirve a mí la victoria de Cristo?, si sólo El ha vencido, ¿como beneficiará a otros? Cristo, el nuevo Adán, se ha unido a la humanidad, ha desposado a la Iglesia. Cristo y la Iglesia son ahora una sola carne, y «de estas bodas nace el pueblo cristiano. Nosotros crecemos en el seno de la madre - la Iglesia - y engendrados por ella recibimos la vida en Cristo». «Cristo, en la Iglesia, engendra por medio de sus sacerdotes» en las aguas nuevas del Bautismo. La semilla de Cristo produce un hombre nuevo. «La fe es la madrina de la novia», pues es preciso acoger a Cristo. «Desde ahora ya no morimos, y aunque nuestro cuerpo se desmorone, nosotros vivimos en Cristo». Esta es la promesa de Cristo, que comienza a cumplirse el día del Bautismo. Y concluye, empeñándose así en la difícil tarea de sostener la esperanza de los hombres: «Mantened con coraje lo que habéis recibido, conservadlo con alegría, no pequéis más. La gracia y una recompensa infinita han sido prometidas a los que sean fieles».
El diario de viaje de Egeria
Valerio, monje español de la región del Bierzo, escribió el elogio de una mujer, llamada Egeria (o Eteria): «La bienaventurada virgen Egeria, inflamada en amor de Dios y con su ayuda, (emprende) un viaje alrededor de todo el mundo. Guiada por Él va caminando poco a poco hasta llegar a los Santos Lugares del nacimiento, pasión y resurrección del Señor, deteniéndose a su paso en diversos lugares y provincias». A finales del siglo pasado fue descubierto el Itinerario, diario de viaje de Egeria dirigido a sus dominae venerabiles sorores. Mucho se ha discutido desde entonces sobre la identidad y lugar de procedencia de dicha mujer y sobre los destinatarios de su carta, pues el texto ha llegado hasta nosotros sin su incipit ni explicit. La hipótesis más probable, tal y como se desprende de la lectura atenta del Itinerario, es que Egeria fuera una virgen, perteneciente a una rica familia, relacionada con una floreciente comunidad cristiana en la que abundaban las vírgenes, a las que dirige su escrito. Dotada de una fuerte personalidad y caracterizada por una exigente vida ascética, Egeria era originaria «del extremo litoral del mar Océano occidental», expresión que parece indicar la provincia romana de Galicia. El hecho de que en algunos códices tardíos Egeria sea llamada abadesa representa claramente una interpretación posterior. El Itinerarium de Egeria es una de las fuentes más preciosas para el conocimiento de las comunidades monásticas del oriente cristiano a finales oye todavía mencionar su nombre y escucha con atención el testimonio de esta mujer andariega del siglo IV.
El himno Ad galli cantum
Como preciosa muestra de la genialidad de Prudencio acerquémonos a uno de sus poemas más bellos, perteneciente a su obra Cathemerinon, en la que reúne una colección de himnos destinados a la santificación de las horas del día, de modo que el tiempo participe de la eternidad, en esa «offrande du temps» (Claudel) que es la liturgia de las horas.
El himno Ad galli cantum, primero del Cathemerinon, recuerda el instante que precede a la aurora, cuando Cristo mismo, al canto del gallo que anuncia la luz cercana (Ales diei nuntius / lucem propinquam praecinit), despierta a los que duermen, llamándoles a la vida (nos excitator mentium / iam Christus ad vitam vocat) e invitándoles a abandonar sus lechos y a vigilar, pues Él ya está próximo (Auferte —clamat— lectulos ... vigilate; iam sum proximus!). El inminente amanecer es signo de la cercanía de Cristo, luz de salvación. El sueño es signo de la muerte eterna (forma mortis perpetis), pero una voz desde lo alto, la voz de Cristo maestro nos reclama para que no seamos esclavos del sopor, para que no vivamos en el olvido de la luz (Sed vox ab alto culmine/ Christi docentis praemonet / ades se iam lucem prope / ne mens sopori serviat). El canto del gallo, que ahuyenta los demonios, es signo de la esperanza que cada día se nos vuelve a prometer (signum repromissae spei) y nos hace desear la llegada de Dios (speramus adventus Dei). En aquella hora recordamos el llanto de Pedro, que negó con su boca tres veces pero conservó la fe en el corazón (Flevit negator denique / ex ore prolapsum nefas / cum mens maneret innocens / animusque servaret fidem) y, oído el canto del gallo, dejó de pecar. Es tiempo de creer que Cristo ha resucitado de entre los muertos; el día se muestra ahora más fuerte que la noche, obligándola a retirarse (tune vis dieifortior/ noctem coegit cedere). Como en sueños, hemos perseguido la falsa gloria de este mundo, ahora ¡vigilemos, aquí está la verdad! (Vigilemus; hic est veritas). Con la luz del día los sueños muestran su vanidad (fit mane, nil sunt omnia). El himno concluye con una intensa súplica a Cristo (Tu, Christe) que manifiesta su poder y misericordia sacándonos del sueño, destruyendo los lazos de la noche y perdonando el antiguo pecado.
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