En espera de poder leer el texto íntegro, proponemos un extracto de la conferencia de David L. Schindler, profesor de Teología Fundamental del Instituto Pontificio «Juan Pablo II» para el estudio sobre e] matrimonio y la familia, de Washington
El problema que queremos afrontar es cómo se puede afirmar una distinción entre institución y carisma que no implique oposición, y una unidad que no lleve a confusión. Por un lado, existe el riesgo de concebir la Iglesia jerárquica simplemente como algo funcional respecto a la libertad del Espíritu “que sopla donde quiere” (Jn 3,8), cayendo en lo que se puede definir como “joaquinismo”; por otro lado, existe el riesgo de dejar que la libertad del Espíritu sea absorbida por la estructura eclesiástica, y como consecuencia tienda a convertirse en la organización (mecánica) de un poder (mundano), de lo que se deriva lo que
podríamos definir como clericalismo, dogmatismo o triunfalismo.
Siguiendo el párrafo 12 de la Constitución Lumen gentium, entendemos por “carismas” los dones de la gracia de cualquier tipo que sean, orientados al crecimiento del pueblo cristiano. La Lumen gentium pone en evidencia el papel diferente, por un lado, de los Sacramentos y de los Ministerios de la Iglesia para su santificación y autoridad, y por el otro, el de los dones carismáticos dados para la renovación y la edificación de la Iglesia. Al mismo tiempo, ese documento afirma claramente que la función sacramental-ministerial y la carismática están unidas intrínsecamente en su origen y en su fin.
Nuestro objetivo es, por tanto, indicar los fundamentos teológicos de esta unidad y distinción entre Institución y dones carismáticos, tal y como está expresado en la Lumen gentium.
Especialmente, queremos mostrar que esta simultánea unidad y distinción tiene su origen ya en la vida trinitaria y en el amor de Dios y, por tanto, forma ya parte del significado original de la santidad. (...)
«Es muy difícil hablar del Espíritu Santo. Si bien las tres personas de la Trinidad están todas ellas envueltas en el misterio, sin embargo, utilizamos nombres diferentes para el Padre y el Hijo. Pero ¿el Espíritu Santo? La calificación de “santo” no puede referirse sólo a la tercera persona, y no a las otras dos; y la palabra “Espíritu” sugiere algo que está presente también en las otras dos personas
(como el “Espíritu de Dios”). En otras palabras, las tres personas de la Trinidad son “santas” y “espirituales”».
En su encíclica Dominum et vivificantem Juan Pablo II afirma que «en la profundidad de su vida, Dios es... el amor puro participado por las tres personas Divinas», mientras el Espíritu Santo es identificado como amor personal. El Espíritu Santo es el amor recíproco entre el Padre y el Hijo, y al mismo tiempo “la expresión personal” de la donación propia de Dios - y puede, por tanto, ser definido como
“Persona-amor” o “Persona-don”.
Sin esquematizar las palabras de Juan Pablo II, podemos reconocer una doble afirmación respecto al Espíritu Santo: el Espíritu es a la vez del Padre y del Hijo -es su amor recíproco- y al mismo tiempo, en cuanto amor mutuo, es una Persona - es el fruto de esta recíproca donación, por lo que no es impropio definirlo como “Persona-don-”. Hans Urs von Balthasar sostiene que nos podemos acercar a la doble imagen trinitaria del Espíritu Santo diseñada por el Papa, en referencia a San Agustín, a través de dos afirmaciones aparentemente contrapuestas: por un lado, el Espíritu Santo es la suprema (“subjetiva”) unidad del Padre y del Hijo; por el otro, el Espíritu Santo es el fruto “separado” (“objetivo”) de esta unidad. Si ponemos el énfasis sólo en la primera de estas dos afirmaciones corremos el riesgo que no comprender el carácter personal propio del Espíritu Santo; si ponemos el énfasis sólo en la segunda podemos caer en el “tri-teísmo”. En su intento de integrar estas dos afirmaciones, Balthasar introduce la noción de Espíritu Santo como “exceso de amor”. (...)
Nosotros pretendemos defender la distinción entre institución eclesial, en cuanto que está fundada sobre la “objetividad” del Hijo, y carisma eclesial, en cuanto que
está fundado sobre la “subjetividad” del Espíritu. Lo que hace que nuestra argumentación no sea fácil de entender es el hecho de que esta distinción se puede comprender sólo a la luz de la unidad trinitaria de Dios y del continuo fluir de la relación recíproca entre las tres Personas. Como he dicho antes, el Hijo y el Espíritu Santo participan igualmente de la misma esencia del amor divino; además este amor participado es “hecho persona” y “enviado” de manera diferente: el Hijo y el Espíritu obran cada uno lo que obra el otro, según sus características personales propias. De esta forma, basándonos en el Credo, decimos que el Hijo es (también) “subjetivo”, en cuanto que es engendrado por el Padre y a la vez activo (co) “inspirador” del Espíritu Santo, igual que el Espíritu Santo es (también) “objetivo”, en cuanto que es un don que se hace efectivo como “Espíritu, precisamente en la unidad de su “proceder y ser enviado”. Existe, en definitiva, una unidad en la distinción entre “subjetividad” y “objetividad” que es propia del Hijo y del Espíritu. La Iglesia, como consecuencia, es a la vez subjetiva y objetiva tanto en su dimensión institucional-cristológica como en su dimensión espiritual-carismática. (...)
La dimensión “petrina” y la “mariana” de la Iglesia tienen su origen en las misiones unidas pero diferentes del Verbo y del Espíritu dentro de la Trinidad, como hemos dicho antes. La dimensión “petrina” indica propiamente la “objetividad” de la santidad (persona-institución), mientras la dimensión “mariana” indica la “subjetividad” (persona-carisma). Pero el punto fundamental es que esta santidad “objetiva” y “subjetiva” están, por decirlo de alguna manera, en continua relación, según la dinámica revelada por la misma Trinidad: la santidad “objetiva” (sacramental) presupone siempre la “subjetividad” por la cual es recibida, y la santidad “subjetiva” es siempre conferida por parte de, y a través de, el Otro “objetivo” (sacramento). Así tenemos una unidad sin confusión, y una distinción sin separación, entre la dimensión “petrina” y la “mariana” de la Iglesia. (...)
De esta forma, ahora nosotros podemos volver sobre los errores que hemos identificado antes como “joaquinismo” -o sea el énfasis puesto de manera unilateral en la naturaleza carismática de la Iglesia- y “clericalismo” -o sea el énfasis puesto también de forma unilateral en su naturaleza institucional-. Las dos posiciones, aunque sea desde direcciones opuestas, no entienden la, paradójica coincidencia de unidad y distinción entre santidad “subjetiva” y “objetiva”, entre la dimensión “mariana” y la "petrina” de la Iglesia y, en última instancia, entre la misión del Espíritu y del Hijo. (...)
Joaquinismo. El problema del error joaquinita en todos sus niveles es que pasa por alto el hecho de que la creatividad del Espíritu presupone la actividad receptiva del Espíritu con relación al Verbo, de lo que se deriva la característica del Espíritu: su habitar junto al Verbo.
El joaquinismo no comprende la arquetípica naturaleza mariana de la actividad del Espíritu: no entiende dentro de la subjetividad eclesial su intrínseco estar ordenada a otro objetivo, sacramental-jerárquico. (...)
Clericalismo. Al contrario que el joaquinismo, el clericalismo se caracteriza por no integrar la santidad objetiva, la Iglesia “petrina” y la cristología en la santidad subjetiva, la Iglesia mariana y la pneumatología.
Se puede decir que el clericalismo tiende a “mecanizar” más que a “personalizar” las instituciones de la Iglesia, ya que no consigue dar forma adecuada a estas instituciones según el espíritu del amor trinitario. (...)
El error del clericalismo no nace de su pretensión de una objetividad que venga “de lo alto”, sino de su defensa de una objetividad que, al faltarle la genuina interioridad (trinitaria-espiritual y Mariana) del amor cristiano, se convierte inmediatamente en un ejercicio mecánico de un poder (mundano). (...)
“Joaquinismo”, “clericalismo” y el compromiso misionero de la Iglesia
No es necesario decir que los errores que hemos identificado como joaquinismo y clericalismo han tenido consecuencias sobre algunas concepciones erróneas del compromiso misionero de la Iglesia, en los decenios posteriores al Concilio.
Por un lado, hemos visto cómo se introducía la noción “joaquinita” de la misión en la propuesta de un amor o de una auténtica experiencia humana “sin forma”
-sin Cristo, sin Iglesia- en la cual la forma cristológica y eclesiológica se yuxtaponen de una forma más o menos arbitraria.
Al mismo tiempo, una noción “clericalista” de la misión tiende a equiparar la forma de la justicia social a las formas de instituciones políticas y económicas, y por tanto a dar prioridad a la actividad política y económica al perseguir la justicia según una óptica capitalista o socialista.
Estas nociones “joaquinita” y “ clerical” -ambas insuficientemente trinitarias- de la misión “mundana” de la Iglesia han asumido formas tanto “liberacionistas” como “liberales”. (...)
Nuestras argumentaciones sobre institución y carisma nos conducen a una concepción diferente del mundo mismo: la unidad en la diversidad entre el Verbo y el Espíritu del Padre, revelado en la Iglesia, se convierte en la clave final para interpretar la forma y el espíritu del mundo. En la frase de san Ireneo: «El Padre creó el mundo con “dos manos”, el Hijo y el Espíritu, creándolo
-como dice el Génesis (1,26)- a nuestra imagen y semejanza». Solamente imaginando al Verbo (objetivo- institucional”), todas y cada una de las entidades del cosmos pueden realizar la plenitud de su naturaleza y de su destino.
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