Durante tres días de mayo se ha celebrado en Roma el Congreso Mundial de los Movimientos Eclesiales que ha precedido al encuentro con el Papa, convocando a los representantes de cincuenta y seis realidades presentes en todo el mundo
La mirada trata de abarcar los últimos confines de una multitud de gente que desde la plaza de San Pedro se extiende por la via della Conciliazione hacia el Tíber. ¿Por qué motivo han venido aquí, desde tan diversas partes del mundo? Y la respuesta le viene a uno a la mente con presteza: por algo personal; por algo, una ocasión, una palabra, un rostro, un encuentro en definitiva, que ha sido decisivo para su propia vida.
Don Piero Coda, que está junto a mí, me susurra una frase al oído: «Mira, el centro de los movimientos es el acontecimiento de Cristo presente, el acontecimiento del Resucitado propuesto hoy como una novedad». Vuelve a la cabeza la tan familiar definición de movimiento, «terminal último del acontecimiento de la encarnación». Y se da uno cuenta de la importancia de esta «novedad inesperada en la vida de la iglesia», como ha dicho el Papa en su discurso.
Para ayudar a comprender la naturaleza y las tareas de los movimientos, el Pontificio Consejo para los Laicos, había organizado con anterioridad a la Vigilia de Pentecostés, el Congreso Mundial de los Movimientos Eclesiales, que tuvo lugar del 27 al 29 de mayo, con el título «Comunión y misión en el umbral del tercer milenio». En él han participado representantes de 56 realidades eclesiales, personalidades eclesiásticas, entre ellas numerosos cardenales y obispos, y «observadores» de otras Iglesias y confesiones cristianas.
En las tres jornadas de estudio y discusión -la primera dedicada a la profundización teológica, la segunda a la confrontación sobre propuestas en los principales ámbitos (trabajo, educación, cultura, justicia, ecumenismo), la tercera a los testimonios- brotó progresivamente cuál es el problema: Éste no es la reivindicación o restricción de un espacio propio dentro de la Iglesia, sino su valoración dentro de una concepción de la Iglesia, entendida dinámica y misioneramente como propuesta a las esperanzas y a las preguntas del hombre de hoy. Se había intuido que ésta era la perspectiva y el nuevo paso que había que dar, a partir de las palabras pronunciadas por el cardenal James Francis Stafford en la primera homilía: «Vosotros sois -dijo el Presidente del Pontificio Consejo para los Laicos dirigiéndose a los congresistas- una explosión de la Gracia... un instrumento providencial para transmitir la fe en la cultura moderna». Se comprendió mejor dicha intuición en el bellísimo y comprometido mensaje del Santo Padre, que subrayó la «común conciencia de la ‘novedad’ que la gracia bautismal aporta a la vida», para llegar a confirmar y, en algunos momentos, a reforzar, sus dos tesis teológicas sobre los movimientos: la de la coesencialidad («la dimensión institucional y la dimensión carismátíca, de la que los movimientos son una expresión eficaz, son coesenciales a la constitución divina de Ía Iglesia fundada por Jesús») y la de la naturaleza de la Iglesia como movimiento (las dos dimensiones «juntas tienden a renovar, cada una a su manera, la autoconciencia de la Iglesia, que puede llamarse ella misma, en un cierto sentido, ‘movimiento’»). Después, se profundizó críticamente en ello con la. conferencia del cardenal Joseph Ratzinger, el cual, considerando inadecuada toda definición abstracta, escogió, con aguda sabiduría, confiarse a la historia para delinear las relaciones entre instituciones y carismas eclesiales, sacando a la luz el valor de la apostolicidad (llevar el anuncio de Cristo «hasta los confines de la tierra») y, por tanto, las diversas e innovadoras formas con que la misión se ha llevado a cabo en la Iglesia. Finalmente, se adquirió dicha conciencia del verdadero problema relacionado con los movimientos gracias a las otras cinco ponencias teológicas que, demostrando lo inactual e insostenible de esquemas antiguos y contraposiciones, indagaron, bajo el perfil eclesiológico, jurídico y espiritual, acerca de una nueva normalidad en la concepción de las estructuras y de las dinámicas eclesiásticas. Y, en efecto, apenas se pasó la palabra a los laicos, la riqueza de la experiencia vivida se comunicó a la asamblea, llevando a cabo en buena medida la deseada «recíproca edificación». Ésta se ha producido bien gracias a los testimonios, bien a causa de las discusiones sobre problemas concretos -en particular destacaríamos algunas, como la cuestión educativa-, que suscitaron un auténtico interés y abrieron perspectivas quizás desconocidas con anterioridad.
Había quien, al final, estaba dispuesto a continuar; y ciertamente, tras el encuentro con el Papa, la continuidad está casi espontáneamente asegurada. Pero dicha continuidad consiste, antes que en nuevas citas, como se ha dicho, en hacer ver en la vida lo que se es, en ser dentro de cada ambiente signo de una unidad que puede hacerse útil y significativa para muchos.
Hasta ahora se había creído, incluso en contextos cristianos, en una respuesta a los dramas del hombre y de la sociedad moderna relacionada con la organización; hoy esta respuesta no sólo resulta inadecuada, sino que pone de manifiesto su extrañeza respecto a los verdaderos problemas y necesidades de los hombres. Que todo parta de la persona y sea para la persona puede parecer una perspectiva débil frente a la fuerza de los prejuicios y de los poderes. Pero ésta es la verdadera cuestión resolutiva, también desde el punto de vista cultural. Y es lo que los movimientos, como realidad y profecía, representan para el hoy y para el tiempo que nos espera.
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