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Huellas N.06, Junio 1998

30 DE MAYO

Un resultado imprevisible

Lorenzo Albacete

La razón nos conduce hasta el umbral del Misterio y allí se arrodilla. De improviso, como una asombrosa novedad, aparece la Gracia en carne y hueso. No es un proyecto común io que nos ha reunido en la plaza de San Pedro.
Es un hombre concreto. Es Pedro


«El cumplimiento de la profecía puede provocar terribles problemas de tráfico», fue mi primer pensamiento durante el encuentro entre el Santo Padre y los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades en la plaza de San Pedro la vigilia de Pentecostés.
El hecho cristiano ocupa espacio y tiempo: a las ocho de la mañana toda la zona en torno a San Pedro fue cerrada al tráfico, y permaneció así hasta la tarde de Pentecostés. Nadie podía poner en duda la concreción del acontecimiento mientras luchaba por acercarse allí abriéndose sitio entre el inmenso gentío.
Cuando logré finalmente alcanzar el sitio que me había sido asignado, se abrió ante mí la increíble panorámica de la plaza. ¡Impresionante! Estaba delante de un milagro, sólo comparable en mi opinión con la emoción sentida al ver la gigantesca imagen del Sagrado Corazón que dominaba la Plaza de la Revolución en La Habana, durante la reciente visita del Papa. Ningún esfuerzo humano, ningún proyecto, ningún movimiento político habría podido producir un resultado igual. El esfuerzo humano llega sólo hasta un cierto punto, más allá del cual se abre el espacio de la espera cargada de tensión, de la oración, como ha subrayado don Giussani. La razón nos conduce hasta el umbral del Misterio, y allí se arrodilla ante El, en un amor lleno de esperanza. De improviso, como una asombrosa novedad, aparece la Gracia de Dios. Ninguna teoría habría podido presagiar este acontecimiento. Ningún programa planificado de actividad pastoral habría podido llevar a la manifestación de estas nuevas modalidades de vivir la única vida, la Iglesia, a esta demostración de novedad, de la «gloria de la nueva creación», como la ha llamado el cardenal Stafford.
«El Espíritu Santo está aquí con nosotros», exclamó el Pontífice, comparando la plaza de San Pedro con un inmenso Cenáculo. El Espíritu, «exceso de amor» de Dios, como nos ha recordado David Schindler durante el Congreso que ha precedido a este encuentro. Es lo que sucede cuando uno experimenta el amor: siempre es «inmensamente más grande» que lo que se había esperado.
Antes de dirigirme al encuentro había visto en televisión una manifestación que había tenido lugar en Pakistán. Una pancarta decía: «¡Atenta, India!». El inmenso gentío de la plaza de San Pedro proclamaba la victoria del amor sobre la muerte. “Resucitó, resucitó, resucitó”, cantaba en el estribillo de un famoso canto. “La muerte, ¿dónde está la muerte?”
Había indios y pakistaníes que cantaban juntos, con gente de todas las partes del mundo. Habían venido para manifestarse no en contra o a favor de una causa, sino para expresar amistad, alegría compartida, agradecimiento y oración.
Pero no era una “visión común” lo que nos había reunido en aquel momento, no una causa, ni un proyecto común. Era un hombre, un hombre concreto. Era Pedro. Era el Papa, Juan Pablo II. «Sólo puede suceder en tomo a él», había dicho el cardenal Stafford. El Espíritu no puede manifestarse “más allá” de la carne y de la sangre. Sería un idealismo. El Espíritu determina la Encarnación de Cristo en carne y sangre. San Juan escribe en su primera carta que el que niega que el Señor haya venido en carne y sangre es el Anticristo.
Ni siquiera los movimientos se pueden separar de la carne y de la sangre de sus fundadores, a los cuales les fue dado el carisma para que nos lo transmitieran. Verles junto al Papa era la manifestación tangible de esta afirmación.
Era una manifestación y una proclamación de la unidad entre todos los movimiento reunidos en la fidelidad al sucesor de Pedro, testimoniada por la unidad entre los fundadores, sentados uno junto a otro frente al Papa: Chiara Lubich, Kiko Argüello, Jean Vanier, Luigi Giussani. Su unidad era tangible y clara; sus carismas habían sido originados por el mismo Espíritu y conducían a una fidelidad común a la Iglesia, a una común devoción a su misión.
Pero era una unidad que ponía de manifiesto sus diferencias, mostrando que la vida cristiana tiene su origen en el Misterio trinitario. Así, la presencia y las palabras de monseñor Giussani han puesto de relieve la unicidad del carisma de nuestro movimiento, reconocible en la apasionada atención a lo humano. «¿Qué es el hombre?» se preguntaba don Giussani al comienzo de su intervención, citando el salmo 8. Y su testimonio ha sido la proclamación del corazón de la propuesto cristiana: Jesucristo es la respuesta a la pregunta; Jesucristo es la consistencia de toda la realidad; Jesucristo, el único a través del cual Dios es todo en todo; Jesucristo, presente real y concretamente en la alegría de la comunión de la vida. Ser realmente humano es vivir la pasión por Cristo. La libertad es adherirse a Cristo, pleno cumplimiento de nuestra humanidad.
Los carismas de los movimientos han sido dados para construir la Iglesia, y cada movimiento tiene una misión específica en la Iglesia. Pero la Iglesia, ella misma un movimiento, tiene una misión hacia el Hombre, protagonista del drama concreto de la vida del mundo. Esta dimensión de los carismas del Espíritu ha sido expresada y anunciada con mucha claridad por don Giussani. Después de terminar su testimonio, después de que el Papa le abrazara y le besara, tuve la confirmación de aquello que nos ha dicho muchas veces: «Estamos viviendo un nuevo inicio de nuestro movimiento».
Era el cumplimiento de la profecía: «He aquí que yo hago nuevas todas las cosas».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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