Milán, 3 de junio de 1998
¡Os doy las gracias, amigos!
Lo que sucedió el sábado 30 de mayo ha sucedido porque estáis vosotros, también vosotros, juntos. Es solamente la unidad lo que obra. Dios, en efecto, está allí donde está la unidad.
El encuentro con Juan Pablo II, el sábado, ha sido para mí el día más grande de nuestra historia, que se ha dado gracias al reconocimiento del Papa. Ha sido el “grito” que Dios nos ha dado como testimonio de la unidad, de la unidad de toda la Iglesia. Por lo menos, yo lo he percibido así: somos una sola cosa. Se lo he dicho también a Chiara y a Kiko a quienes tenía a mi lado en la plaza de San Pedro: en estas ocasiones, ¿cómo es posible no gritar nuestra unidad?
Y luego he percibido, por primera vez de manera tan intensa, el hecho de que nosotros somos para la Iglesia, somos un factor que construye la Iglesia. Me sentí tomado entre las manos y los dedos de Dios, de Cristo, que plasman la historia.
En este tiempo he empezado a entender verdaderamente -y el sábado todavía más- la responsabilidad a la que Dios me había llamado. No había entendido, pero el sábado resultó claro. Y esta responsabilidad es tal justamente en cuanto que se comunica a otros como responsabilidad. Es verdadera cuando es para toda la Iglesia y, por tanto, para todo el movimiento; cuando es una obediencia al hecho de que -como dice san Pablo- «ninguno de vosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Así que, ya vivamos ya muramos somos del Señor» (Rm 14, 7-8).
Es Dios el que obra en todo lo que hacemos: «Dios es todo en todo». Nuestra responsabilidad es para la unidad, hasta una valoración incluso del menor atisbo de bondad que existe en el otro.
Con todo mi afecto
don Luigi Giussani
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