El aparcacoches de Asunción
«¿Cuándo piensas que acabará la reunión?», le pregunta Tommaso a Agustina delante de la verja de la parroquia de San Francisco, en el centro de Asunción. «Una hora, como mucho», contesta su novia. «Perfecto, te espero aquí. Hasta luego». Se sienta en un banco y saca la cajetilla de tabaco. Solo tiene una intención: disfrutar de esta agradable tarde pensando en el plan de los próximos días.
Al cabo de unos minutos, un chaval se sienta a su lado. Es un aparcacoches. En la ciudad, cada calle tiene uno, obviamente abusivo, y no puedes negarte a pagar, si no quieres que tu coche sufra algún percance. «¿Tienes un cigarrillo?», pregunta el chaval. A Tommaso le gustaría contestar que no fuma, porque esto del aparcamiento “obligado" no le gusta un pelo, pero la cajetilla está a la vista. Lo mira mejor, y le dice: «¡Pero yo te conozco! Nos vimos hace tres meses, justo aquí, delante de la iglesia». «Cierto, ¡y entonces el cigarrillo me lo ofreciste tú! Me llamo Tomás», contesta el joven. «Igual que yo». «¿Eres italiano?». «Sí, mi novia vive aquí y, cuando puedo, vengo a verla. Ahora está en la parroquia. ¿Es este tu trabajo?». «No solo. No da para vivir. De día trabajo como encuadernador en una papelería; por la tarde y hasta las 2 de la mañana, estoy en la calle. ¡Mira, llega mi familia!». Una mujer, con un bebé dormido en brazos, cruza la calle y los alcanza. «Este es nuestro tesoro. Se llama Micaela y tiene 7 meses», dice orgulloso Tomás. «Nos ha traído una alegría inmensa. No sé cómo decirlo, nos ha cambiado la vida». Son jovencísimos, como mucho tendrán veinte años, visten ropa vieja y chanclas en los pies, todo indica pobreza. «Sin embargo, están contentos», piensa Tommaso. Su mirada le recuerda «la mismas ganas que tengo yo de ser feliz. Me recuerdan aquello que yo también necesito para ser feliz. Me devuelven a Dios». Desde un coche, una voz llama para aparcar. El chaval corre, toma la propina y vuelve. Tommaso se aparta un momento con él. «Toma, esto es para la niña», dice dejándole en la mano un puñado de guaraníes. «Esto es un milagro», suelta Tomás abrazándole. «Teníamos justo el dinero para comer y ahora podemos comprar la medicina que necesita Micaela. Por hoy he acabado de trabajar en la calle. Puedo irme con ellos. ¡Dios es grande!».
Tommaso se queda en silencio. Se siente feliz. «El Señor ha salido a mi encuentro. Es increíble, me ha vuelto a alcanzar a través de un aparcacoches abusivo», piensa para sus adentros.
Cuando llega Agustina, Tommaso le habla de Tomás. «No quiero olvidarme de este encuentro. No puedo», le dice. «Yo tampoco».
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