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Huellas N.09, Octubre 2019

PRIMER PLANO

Estados Unidos. Con el corazón en la mano

Alessandra Stoppa

Alpha viene de una isla de Filipinas. La búsqueda incansable de sentido la ha llevado a descubrir 23 que es hermoso «depender de Él». Y a un encuentro que le ha cambiado la vida, a ella y a Maurizio...

Esta es la historia de una niña criada en una isla en medio del océano». Su nombre es Alpha y está convencida de que la suya es también «la historia de cada uno de nosotros». Nació en 1965 en Filipinas, en una isla del archipiélago de Bisayas, donde no había electricidad y cada día se comía lo que se había pescado por la mañana. Desde pequeña aprendió a depender, «de los demás, de la naturaleza y de Dios. Llegaba una tormenta y lo arrasaba todo. No teníamos nada, pero yo era feliz». La fe católica le resultaba familiar como subirse a las palmeras, la acompañaba al despertar cada mañana oyendo a los abuelos rezar el Rosario o ir a ver por la tarde a los ancianos de la isla sentados delante de sus casas, para pedirles que la bendijeran trazando en su frente la señal de la cruz. La fe era la forma de vivir de sus padres: «Me fijaba en ellos, día tras día veía cómo trataban a la gente». El padre, abogado, defendía a los disidentes del régimen de Marcos y a gente de los barrios pobres; la madre, médico, se había especializado en terapias para la tuberculosis con el fin de asistir a los más pobres.
Cuando tuvo que ir a Cebú City para estudiar, su educación religiosa prosiguió en una escuela católica. Durante el último curso de instituto, se apuntó a un voluntariado en el hospital. Fue allí donde, una mañana, vio a un chico desnudo, con las manos atadas, acompañado por sus padres: «Era esquizofrénico. En aquel momento, decidí que sería psiquiatra». Se licenció brillantemente, en un momento en que en Filipinas había 100 millones de personas y 200 psiquiatras, distribuidos en más de siete mil islas: «El trabajo era muy interesante, debíamos innovar y tratar de llegar al mayor número de personas posible, en lugares perdidos». Alpha desarrolla un método que la lleva a ser profesora con treinta y dos años, la World Health Organization la envía en misión a distintos países, hasta que una empresa farmacéutica la ficha como directiva. Tiene éxito en su carrera, un hijo que adora, viaja por todo el mundo. «Tenía todo lo que deseaba, pero sabía muy bien que no me bastaba».
En poco tiempo madura la decisión de dejar la empresa, renunciando a un puesto que muchos hubieran querido. Pero ella, cuando cada mañana, desde su oficina en un ático de la ciudad financiera, miraba hacia abajo a los pobres en la calle, sentía que su lugar estaba allí. Subiendo al autobús aspiraba el “olor" de la gente: «Yo pertenezco a esa gente», se decía. El cambio llegó durante una estancia en EEUU. Decide llevar a su hijo David a Disneyworld, junto con su madre. Estando allí, piensa en el enésimo viaje de trabajo que la espera, en Singapur, y advierte la urgencia de preguntas cada vez más claras: ¿qué pasaría si me quedara sin nada? ¿Si no fuera nadie? Al final de la estancia le dice a su madre: «Vuelve tú a casa. Nosotros nos quedamos en América». Su padre por teléfono le pregunta solo una cosa: «¿De qué estás huyendo?». «No estoy escapando, voy hacia algo, no sé qué es, pero voy hacia ello».
Primer problema, conseguir un visado. Se dirige a una psiquiatra que había conocido y que la ayuda sin pedirle nada a cambio. Así llega a Boston, con un hijo y poco dinero. Estamos en 2004, ella tiene cuarenta años y la firme decisión de vivir sin nada, movida por una necesidad imperiosa de experimentar la necesidad, de aprender a depender, con una urgencia vital de ser verdadera.
Para volver, luego, con su gente a Filipinas. Ese era el plan.
«Mamá, ¿por qué la gente viene a EEUU para hacerse rica y nosotros para hacernos pobres?». No da un paso atrás ni siquiera ante la pregunta de su hijo, mientras viven en un semisótano, y se sorprende de que un chavalín como él no se detenga ante las dificultades, antes bien ponga todo su empeño en sacar buenas notas para obtener una beca de estudio. Hay muchas dificultades, sin embargo el ansia que la embargaba va desapareciendo: «Empezaba a entender que no tener nada quiere decir prestar atención a la necesidad de sentido que tenía».
En 2007, le diagnostican un cáncer de pulmón. El médico se dice optimista al pronosticarle dos años de vida. «En ese momento le dije a Dios: ahora me has puesto de rodillas. ¿Qué puedo darte más que mi vida?». Pierde el trabajo y el pelo por la quimio, pero «estaba segura de que Él me escucharía, me daría algo que yo esperaba sin saber qué era». Encuentra empleo en una residencia, donde tiene que hacer de payaso para los ancianos. «Estaba contenta por hacer reír a los demás». Allí conoce a Bill, un hombre de noventa años en silla de ruedas, que le confiesa: «Solo tengo un deseo, morir en los brazos de alguien que me quiera». Ella le mira: «Bill, ¡huyamos!». Se lo lleva a casa a vivir con su hijo, David. Durante cinco meses atiende todos sus deseos, ya sea tomar una hamburguesa como ir de excursión a la playa o al monte. Bill muere en su casa, con ellos, en sus brazos. «Para mí fue un regalo. El modo en que Dios me enseñó lo que vale en la vida», dice Alpha.
Para acoger a Bill, ella y su hijo se habían mudado a vivir a una hora y media de Boston. «Hubo una razón para que fuéramos allí. Y no era solo Bill». En ese pueblo está la iglesia del Santísimo Sacramento, que ella frecuentaba, y donde, al poco de morir su amigo, encuentra un papel colgado en el tablón de avisos con una invitación: “Escuela de comunidad". No sabe qué es, pero le da la vuelta y hay un artículo de un tal Julián Carrón sobre el tema de la esperanza. «Nada más leerlo, salté: “¿Por qué has tardado tanto en darme respuesta?". Había encontrado lo que buscaba».
¿Por qué estaba tan segura? «La sorpresa», dice. «La misma sorpresa. Algo que te sucede en medio de la rutina, yendo a misa el domingo, rezando a Dios por costumbre, sin ni siquiera saber si Él es real, pero con toda mi necesidad de significado. Leí ese artículo y era Él que me decía: “Yo estoy siempre aquí"». Se presenta a la cita indicada en el papel y conoce a Anujeet, un sij convertido al catolicismo. Luego a Jessica y Matt, después otros... «En los primeros Ejercicios espirituales, pensé: “No sé por qué desde que os conozco mi vida es tan bella... es un modo nuevo de conocer y de vivir"’». Le resulta complejo decir todo lo que ve en ellos, dice que llevan the heart uponyour sleeve, el corazón en la mano. «No tenían reparo en mostrarlo. Tienen la luz del deseo y del amor a Cristo. A través de ellos me encontré a mí misma. Y pude volver a Filipinas con paz».
Falta un año para que le caduque el visado, justo el tiempo para que David acabe el bachillerato. Ella no se queda quieta, encuentra un “se busca niñera" entre los anuncios de la parroquia. De este modo su destino se cruza con el de Maurizio. «El momento más crítico de mi vida fue el mejor», dice él hoy, refiriéndose a cuando se conocieron. Oriundo de Ivrea, Maurizio emigró en 1976 con su familia a Canadá, donde empiezan años de intenso estudio y trabajo, limpiando platos en un restaurante y estudiando Ingeniería química en Toronto. Entra en el complejo sistema americano, obtiene un trabajo de investigación experimental, durante el doctorado en Montreal conoce a Marie France, con la que se casa, y en 1997 se mudan a EEUU. En 2010, ella muere repentinamente por una infección. Y él se queda solo y tiene que criar a sus dos hijos, Françoise de 12 años y Christian de 9.
«Dios no tenía un lugar en mi vida. No sabía rezar, no tenía ni idea de cómo dirigirme a Él. Mi mujer y yo no habíamos tenido una educación religiosa, por tanto tampoco nuestros hijos, y cuando me vino a faltar lo más querido, que era ella, me embargó un gran vacío». El trabajo es exigente y no sabe cómo llevar la casa; un amigo le sugiere que ponga un anuncio en el folleto de la parroquia para encontrar a alguien que le ayude con la casa. Es así como llega la llamada de Alpha.
Al primer encuentro, Maurizio le entrega las llaves de casa y del coche. «Enseguida supe que era la persona adecuada». Cuando una tarde los niños le piden que se quede a cenar, ven que reza antes de comer. «¿Qué haces?». «Le doy gracias a Dios por la comida». «¿Por qué? La comida la trae papá». Lo mismo cuando les acuesta. No entienden, se ríen, piensan que está loca, pero Maurizio interviene: «Desde ahora haced todo lo que Alpha os diga». Le llama la atención esa mujer, y ella le presenta, a pesar de sus reservas, a sus amigos de CL: «También allí fue inmediato», cuenta él. «Algo instantáneo y profundo al mismo tiempo. Sucede el encuentro. El primero que conocí fue Lorenzo. Me escuchaba, me trataba con cierta ternura, no me juzgaba. Tenía algo desconocido para mí, algo que yo quería». La gente solía decirle «tú piensas como una computadora», mientras que estos amigos «veían lo que soy».
Al caducar el visado, Alpha está decidida a regresar a Filipinas, pero el cáncer avanza, debe iniciar una terapia experimental. Pero, sobre todo, Maurizio le pide si quiere ser su esposa. Se casan el 27 de agosto de 2011. Hoy, mientras hablaba con ellos por Skype, desde su casa en Boston, están dando de comer como a una hija a Elizabeth, una anciana enferma de Alzheimer. «Cuando su marido se estaba muriendo le prometimos que nos haríamos cargo de ella». Sus días son así, colmados de gratuidad. Acompañan a niños enfermos de cáncer y a sus familias. «Cuando alguien muere, sus familiares me preguntan: ¿por qué sigues viva? Me interroga mucho. Y cada vez pienso que llegará también mi día. Esto me ayuda a tomar conciencia del tiempo que se me concede, a vivir el presente con un significado». Luego añade: «A pesar de todo lo que me ha pasado... sigo olvidándome. No vivo de la memoria de Jesús. Cuántas veces todavía le digo que “no". Pero Él siempre prepara algo para mí, más allá de lo que imagino. Solo tengo que decirle “sí"». ¿Por qué crees que tu historia, que es tan particular, es también la historia de cada uno? «Vengo de una isla donde aprendí a depender. Todos dependemos. Y todos, al hacernos mayores, creemos que es mejor ser autónomos. Pero la necesidad que llevamos dentro no se va. Lo que nuestro corazón necesita es a Otro que dé significado al vivir. Y Él, aunque lo olvidemos, no deja de buscarnos. Todos buscamos. Todos podemos ser felices aprendiendo a depender de Él».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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