Se acaba de clausurar el centenario de su muerte. Su proceso de beatificación está en curso. Se vuelven a publicar sus obras.
El cardenal inglés es cada vez más actual.
En octubre de 1845 ocurrieron dos hechos que, sin tener entre ellos ninguna relación causal, hoy asumen a nuestros ojos un significado más que simbólico: el día 6, Renan deja el Seminario de Saint Sulpice para entrar en la Universidad, abandonando así la fe para dedicarse a la ciencia; tres días más tarde, en Littlemore, en Inglaterra, John Henry Newman, hasta entonces anglicano, solicita y consigue ser acogido en el seno de la Iglesia católica. Con Renan la inteligencia católica francesa se subleva encarnizadamente contra el cristianismo; gracias a Newman el mundo intelectual se vio sacudido y provocado y el catolicismo recibió uno de los más altos ejemplos de genialidad humana y religiosa. Un mismo camino recorrido por dos grandes figuras en sentido opuesto, como apuntaba en el Osservatore Romano del 1 de Febrero de 1948 Don Giuseppe De Luca, uno de los más apasionados estudiosos italianos del gran converso inglés.
Newman se adhirió al catolicismo después de muchos años nació en Londres en 1801 intensamente dedicados al estudio y a la actividad pastoral y educativa. Se ordenó sacerdote en 1823 en Oxford y posteriormente fue vicario en algunas parroquias, tutor en el Oriel College y «predicador destacado», en los años 1831-32, en la Universidad (sus quince University Sermons son uno de los más claros ejemplos de arte retórica, de actitud educativa y de capacidad de argumentación. Fue, junto a John Keble, Hurrel Froude, William Palmer y otros, inspirador del Movimiento de Oxford que surgió «para oponerse al peligro específico que amenazaba en aquel momento a la religión de la nación y a su Iglesia» (Apología II); inició la publicación de Tracts for the Time (Tratados para nuestro Tiempo), un instrumento polémico para defender y difundir las ideas del «movimiento».
Estudiar y escribir
Sin embargo, por su carácter y costumbres, no era excesivamente amante de la actividad pública y, por norma, prefería permanecer en sus habitaciones «estudiando y escribiendo».
Muchas obras, como por ejemplo el ensayo sobre los Arrianos del siglo IV o la carta sobre la Justificación, corresponden al período anglicano. Fue precisamente por un estudio sobre la doctrina cristiana, emprendido para defender la autenticidad de la iglesia de Inglaterra contra las mentiras de la de Roma, cómo Newman maduró la decisión de «convertirse» al catolicismo. En efecto, a medida que avanzaba en su estudio, se hacía más evidente a sus ojos que la Iglesia de Roma era la verdadera depositaria y continuadora de la Iglesia primitiva y que ninguno de sus rasgos o pretensiones podía ser un obstáculo para la verdadera fe cristiana. Newman admitió así que «profundizar en el estudio de la historia lleva a no ser yarotestante» (Introducción a El desarrollo del dogma) y que sólo la Iglesia católica podía responder adecuadamente a la aspiración original del hombre.
Convertido al catolicismo, pronto abandonó Oxford para trasladarse primero a Oscott y más tarde a Roma, donde fue ordenado sacerdote en 1847. De vuelta en Inglaterra fundó en los alrededores de Birmingham el Oratorio, al que permanecería ligado afectivamente durante toda la vida.
Fue Rector de la Universidad católica de Dublín y en 1879 fue nombrado cardenal por el papa León XIII que había deseado personalmente esta nominación para expresar la nota característica de su pontificado.
Profeta de nuestra epoca
Newman fue profeta de nuestra época: supo recoger los orígenes de un mundo futuro que otros no vieron o no quisieron ver. Pablo VI declaró con agudeza en 1975 que «es precisamente el momento actual el que sugiere, de manera apremiante y persuasiva, el estudio y la difusión del pensamiento de Newman».
Como buen inglés, más atento a los datos de la experiencia que a las grandes construcciones intelectuales, Newman, ateniéndose a la naturaleza real del espíritu humano y a los «principios que nos guían en la vida», supo aportar valiosísimas contribuciones en el campo de la teología, de la filosofía y de la educación, a pesar de que siempre rechazara considerarse un «experto» en estas materias. Como es conocido, a él se debe la teoría del desarrollo doctrinal en el ámbito teológico; esta teoría, expuesta en el amplio ensayo antes citado, se basa en el hecho de que las verdades reveladas «han necesitado tiempo y una meditación más profunda para descubrir toda su luminosidad». Este desarrollo, que es eminentemente «histórico» y «se hace posible en medio y por medio de grupos humanos y sus jefes», está determinado por la relación recíproca que hay entre una idea y la situación en la que se desarrolla, y se basa en la influencia que aquella tiene sobre las circunstancias históricas y en la que éstas tienen sobre aquella. En este sentido, para Newman, el crecimiento de la doctrina no constituye su degeneración, sino que, salvando la fidelidad al dato original, es su autentificación, es decir, la expresión de forma y enunciados cada vez más adecuados al contenido que se pretendía comunicar. Es bien conocido el debate que se desarrolló en torno a este planteamiento; así mismo, es indudable que en estos últimos años, la teoría newmaniana del desarrollo se ha revalidado y apreciado en todo su alcance.
Educador
En el campo educativo, Newman se movió sobre la base de una concepción clara de la persona y de una necesidad intuida de superar todas las formas de reduccionismo y de fragmentación del saber. Opositor incansable del sectarismo «nadie se deja engañar con tanta facilidad por los demás como aquel que sólo ve sus propias ideas» (Univ. Serm. XIV, 44) supo indicar a los jóvenes el camino para salir del excepticismo «diez mil dificultades no hacen una sola duda» (Apologia V) y amar la verdad, proponiendo la formación integral del hombre «el peligro de una instrucción refinada y elegante es que separa el sentir del actuar; se enseña a pensar, a hablar y a estar bien inspirado, sin tener que practicar aquello que está bien» (Parochial and Plain Sermons II, 30).
Filósofo
Finalmente, en el ámbito filosófico, el pensamiento de Newman se presenta extremadamente rico y articulado; si bien carece del orden de un sistema, que él consideraba como la causa más fácil del dogmatismo, de la pseudofilosofía y del sectarismo, se sostiene con frecuencia por análisis del tipo fenomenológico. En abierta polémica con las «sociedades culturales» del liberalismo y en fuerte contraste con las corrientes racionalistas, Newman durante toda su vida intentó dar razón de aquel acto, estrechamente conectado con la persona y con su existencia, que es el asentimiento. En clave decididamente moderna, Newman desarrolló sus reflexiones sobre la racionalidad en referencia estrecha al tema de la probabilidad y en el ambito de la argumentación práctica, en la que la conciencia y la lógica de la demostración presentan rasgos algo diversos de los que se dan en la esfera de las verdades abstractas. El trabajo de muchos años confluye en su obra filosófica más importante, que él revisó y reescribió varias veces, la Gramática del Asentimiento (1870), cuyo valor merece ser descubierto y plenamente comprendido, sobre todo si nos referimos a la problemática reciente relativa al «razonamiento práctico» y a las diferentes lógicas de la conciencia «moral», que lstra organiza en Milán a finales de Febrero, se desarrollará una profundización de estos temas.
Cien años después de su muerte, el 11 de Agosto de 1890 en el oratorio de Edgbason, la figura y la obra de Newman mantienen toda su actualidad y se presentan como una gran ocasión para reflejar y comprender las tendencias y problemáticas de nuestra época.
La lucha por la verdad
Para el que descubra o retome al gran pensador inglés se plantea una última cuestión: Newman tenía una concepción extremadamente «competitiva» de la verdad, así como del cristianismo. Para él la verdad está en lucha continua para afirmarse, porque nada, excepto ella misma, le permite manifestarse. Lo mismo sucede con la fe, ya que «el cristianismo penetró en el mundo más como una idea que como una institución, y con sus propias fuerzas tuvo que forjarse unas vestiduras y una armadura adecuadas a la creación de los instrumentos y métodos necesarios para su prosperidad y para las eventuales batallas» (El desarrollo II). En cada circunstancia humana Newman descubre una elección que hay que hacer, una parte de la que hay que estar, un «partido» que hay que tomar, «y para un hombre no es indiferente tomar arte por uno u otro» (Parochial and Plain Sermons III, 30). El lector se encontrará inevitablemente con esta provocación y quizá el abandono de la indiferencia sea uno de los efectos y signos más evidentes de la influencia que el cardenal John Henry Newman ejerce todavía hoy, sobre él.
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