BENEDICTO XV trabajó intensamente, antes de que estallara la «gran guerra» y a lo largo de todo su trágico desarrollo, por la paz. Ha sido el testimonio de una concepción del hombre en la caridad y, por lo tanto, decididamente alternativa a la mentalidad y al poder dominantes.
En la encíclica, de la que presentamos una breve e intensa antología, el Papa ofrece una línea de solución (salida) de la tragedia de la guerra, lúcida, valiente y extraordinariamente actual. La experiencia de la verdadera paz que es Cristo, custodiada y testimoniada por la Iglesia, es un factor de novedad humana personal y social que puede introducir en la sociedad una lógica nueva y contribuir a la renovación de las relaciones entre las naciones y los Estados. Los estados laicistas relegan las palabras del Papa al limbo de los reclamos justos pero abstractos y Europa se deslizó inexorablemente hacia la segunda guerra mundial.
PIO XI. El gran Papa milanés ha empeñado su vida y su magisterio, en uno de los periodos más trágicos de la historia de la humanidad, en proponer de nuevo la fe como única posibilidad para rechazar la ideología totalitaria, con sus tremendas consecuencias en el plano de la vida de las personas y de la sociedad. La palabra del Papa se ha levantado contra los «nuevos ídolos», a favor de la defensa de la sacralidad de la persona humana, de su libertad, de su dignidad, de sus derechos fundamentales e inalienables.
El reino de Cristo, confiado a la responsabilidad de la Iglesia, es el acontecimiento de la paz verdadera y definitiva, asumir el cual da valor y cumplimiento a todo intento auténtico de promover la paz en la sociedad.
PÍO XII. En el momento más trágico de la segunda guerra mundial, que había demostrado de modo inequívoco la absoluta incapacidad de las ideologías para garantizar al hombre una posibilidad real de verdad y paz, en uno de sus memorables radio-mensajes de Navidad (el de 1942) Pío XII dictaba, con una claridad profética, las cinco máximas fundamentales para el orden social. Estas están en conformidad con todo el magisterio de la Iglesia, pero subrayando la conciencia de que los «nuevos tiempos» que se iban preparando estarían determinados fundamentalmente por la presencia y la misión de la Iglesia en el mundo. Debemos referimos necesariamente a este código cuando intentamos dar su respiro de auténtica democracia a la vida de la persona y de la sociedad.
Responder con la caridad.
No es necesario detenerse demasiado en demostrar cómo la humanidad iría en contra de los desastres más graves, si, incluso habiéndose firmado la paz, permaneciesen latentes hostilidades y enemistades entre los pueblos. No hablamos de los daños a todo lo que es fruto de la civilización y del progreso, por ejemplo los comercios y las industrias, las artes y las letras, que florecen sólo en un clima de convivencia pacífica entre los pueblos. Sino que hablamos, y esto es lo más importante, de que con ello resultaría afectada la vida misma del cristianismo, que está esencialmente fundada en la caridad, como atestigua el nombre que recibe la predicación de la ley de Cristo: «Evangelio de paz».
En efecto, como vosotros bien sabéis y como nosotros hemos recordado ya tantas veces, nada fue transmitido por el divino maestro a sus discípulos, tan frecuentemente y con tanta insistencia, como este precepto de la caridad fraterna. Este precepto encierra en sí todos los demás y Jesucristo lo llamó nuevo y suyo, quiso que fuera la tarjeta de reconocimiento de sus discípulos, aquello por lo que se pudieran distinguir fácilmente de los demás. Al final no fue distinto el testamento que El, muriendo, dejó a sus seguido¬res, cuando les pidió que se amaran unos a otros, y amándose, imitasen la unidad inefable que se da entre las personas de la Santísima Trinidad: «Que todos sean una sola cosa... igual que nosotros somos una sola cosa... para que sean perfectos en la unidad» (...).
Nuestros hermanos de tiempos antiguos obedecían a estas advertencias de Jesucristo y de los Apóstoles: aún perteneciendo a distintas naciones, a veces en lucha entre ellas, sin embargo cancelaban con un olvido voluntario el recuerdo de las disputas y vivían en perfecta concordia. Había un verdadero contraste entre una unión tan íntima de mente y de corazón y aquellas mortales hostilidades que enardecían entre los hombres (...).
En efecto, la caridad cristiana no se limita a no odiar a los enemigos y a amarlos como hermanos, sino que pide además que les hagamos el bien; siguiendo en ello las huellas de nuestro Divino Redentor, que «pasó su vida haciendo el bien y sanando a todos los que estaban bajo el poder del diablo» y terminó el curso de su vida mortal, gastada toda en beneficiar inmensamente a los hombres, derramando por ellos Su sangre (...).
La guerra ha actuado con una violencia furibunda, se nos presentan ante los ojos regiones inmensas, desoladas y míseras, multitudes reducidas hasta el extremo de carecer de pan, de vestido y de lecho; viudas y huérfanos innumerables en espera de auxilio; en fin, un ingente número de seres debilitados, especialmente niños y jóvenes, quienes atestiguan en sus míseros cuerpecillos la atrocidad de la guerra (...).
Por eso, os pedimos, Venerables Hermanos, y os imploramos en las entrañas de caridad de Jesucristo, comprometeos plenamente no sólo a animar a los fieles que os han sido confiados a deponer los odios y a condenar las ofensas, sino también a promover cada vez más intensamente todas aquellas obras de cristiana beneficencia, ya sean de ayuda a los necesitados, de sostén a los afligidos, de socorro a los débiles. En fin, os rogamos que sostengáis todas las obras que aporten un auxilio oportuno y múltiple a aquellos que han sufrido mayores desgracias por causa de la guerra.
Benedicto XV: Pacem Dei munus pulcherrimum, 23 de Mayo de 1920.
Las raíces de la guerra
Hasta aquí hemos expuesto los males que afligen a la sociedad de nuestros días; es tiempo ya de buscar las causas de estos males con todo el estudio que nos sea posible, si bien ya hemos abordado algunas.
Y desde el inicio, Venerables Hermanos, nos parece oir al divino consolador y médico de las humanas enfermedades repetir las grandes palabras: «Todos estos males provienen de dentro». Se firmó la paz entre los beligerantes con todas las solemnidades exteriores; pero quedó escrita en las actas oficiales, no fue acogida en los corazones, que aun alimentan el deseo de lucha y amenazan cada vez más gravemente la tranquilidad de la sociedad civil. Durante demasiado tiempo imperó el derecho de la violencia entre los hombres, amortiguando y casi anulando los sentidos naturales de la misericordia y de la compasión que la ley de la caridad cristiana había sublimado; ni siquiera la paz ficticia, fijada sobre el papel, ha despertado aun tan nobles sentimientos. De aquí el hábito de la violencia y del odio demasiado largamente mantenido y que casi se ha convertido para muchos, mejor dicho, para demasiados, en algo natural; de aquí el prevalecer fácil de los ciegos elementos inferiores, de aquella ley de los miembros, «repugnante para la ley del espíritu» que hacía gemir al Apóstol Pablo.
Los hombres ya no son hermanos de los hombres, como dicta la ley cristiana, sino casi extranjeros y enemigos; con el prevalecer brutal de la fuerza y del número se ha perdido el sentido de la dignidad personal y el valor mismo de la persona humana; los unos interesados en aprovecharse de los otros con el único fin de gozar mejor y más largamente de los bienes de esta vida; todos errantes porque vueltos únicamente a los bienes materiales y temporales, y habiendo olvidado los bienes espirituales y eternos a cuya posesión Jesús Redentor nos invita mediante el perenne magisterio de la Iglesia. Ahora, está en la naturaleza misma de los bienes materiales que su desordenada búsqueda se convierta en la raíz de cada mal y causa de degradación moral y de discordias. En efecto, por una parte estos bienes viles y finitos en sí mismos, no pueden apagar las nobles aspiraciones del corazón humano, que, creado por Dios y para Dios, está necesariamente inquieto, hasta que no repose en Dios. Por otra parte (al contrario que los bienes del espíritu, que cuanto más se comunican tanto más enriquecen sin jamás disminuir) los bienes materiales cuanto más se reparten entre muchos, más disminuyen en cada individuo, debiéndose necesariamente quitar a los unos aquello que a los otros les es dado; este es el motivo por el cual los bienes materiales no pueden contentar jamás a todos por igual, ni saciar a ninguno enteramente, y por esto se convierten en fuente de división e inseparablemente en aflicción de espíritu. (...) «¿De dónde las guerras y las discordias entre vosotros? pregunta el Apóstol Santiago ¿No será de vuestras concupiscencias?» (...).
Los hombres se han alejado de Dios y de Jesucristo y por eso han caído en el fondo de tantos males; se cansan y se consumen en intentos vanos y estériles de poner remedio, sin siquiera conseguir recoger los restos de tantas ruinas (...). Cuando gobiernos y pueblos sigan las normas de conciencia y las enseñanzas, los preceptos, los ejemplos que Jesucristo propone a cada hombre, sólo entonces podrán fiarse los unos de los otros y también tener fe en la pacífica resolución de las dificultades y controversias que, por diferentes puntos de vista y oposiciones de intereses, puedan surgir.
No existe institución humana que pueda dar a las naciones un código internacional que responda a las condiciones modernas, como sucedió en la Edad Media con aquella verdadera sociedad de las naciones que fue la cristiandad; código demasiado a menudo violado en la práctica, pero que sin embargo permanecía como reclamo y norma según la cual juzgar los actos de las naciones.
Pero existe una institución divina apta para custodiar la santidad del derecho de las gentes; una institución que pertenece a todas las naciones, que está por encima de todas, dotada de máxima autoridad y venerada por su plenitud de magisterio, la Iglesia de Cristo.
Pío XI: Ubi arcano, 23 de Diciembre de 1922.
Cinco caminos de paz.
Todos aquellos que quieren que aparezca la estrella de la paz y se detenga sobre la sociedad, contribuyan por su parte a devolver a la persona humana la dignidad que Dios le concedió desde el principio; se opongan a la excesiva agrupación de los hombres casi como masas sin alma; a su inconsistencia económica, social, política, intelectual y moral; a su falta de sólidos principios y de fuertes convicciones; a sus excesos de excitaciones instintivas y sensibles y a su volubilidad; favorezcan con todos los medios legítimos, en todos los campos de la vida, formas sociales en las que sea posible y esté garantizada una plena responsabilidad personal, tanto en el orden terreno como en el eterno (...).
Todos aquellos que quieren que aparezca la estrella de la paz y se detenga sobre la sociedad, rechacen toda forma de materialismo, que no ve en el pueblo más que una grey de individuos divididos entre ellos y sin una consistencia interna, y los considera objeto de dominio y arbitrio; traten de comprender la sociedad como una unidad interna, crecida y madurada bajo el gobierno de la Providencia (...); defiendan la indisolubilidad del matrimonio (...).
Todos aquellos que quieren que aparezca la estrella de la paz y se detenga sobre la sociedad, dé al trabajo el lugar fijado por Dios desde el principio del mundo. Medio indispensable para el dominio del mundo, querido por Dios para Su gloria, todo trabajo posee una dignidad inalienable y, al mismo tiempo, un íntimo nexo con el perfeccionamiento de la persona (...).
Todos aquellos que quieren que aparezca la estrella de la paz y se detenga sobre la sociedad, colaboren en una profunda reintegración del ordenamiento jurídico (...).
Todos aquellos que quieren que aparezca la estrella de la paz y se detenga sobre la sociedad, colaboren en el nacimiento de una concepción y praxis estatal, fundada en disciplina razonable, humanidad noble y responsable espíritu cristiano.
Todos aquellos que quieren que aparezca la estrella de la paz y se detenga sobre la sociedad, ayuden a reconducir al Estado y a su poder al servicio de la sociedad, en el pleno respeto de la persona humana y de su capacidad de trabajo para la consecución de sus fines eternos.
Pío XII: Radiomensaje de Navidad, 1942.
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