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Huellas N.01, Enero 2019

RUTAS

Lo que no es frágil

Ubaldo Casotto

Se suele decir que el verdadero recurso de un país es la educación y no es una frase retórica. Lo confirman los tres días de Ejercicios espirituales de los universitarios de CL que abordan sin tapujos una pregunta que normalmente se procura evitar: ¿Hay algo en la vida que resista el embate del tiempo?

Rímini, 7 de diciembre de 2018, Ejercicios espirituales de los universitarios de CL, 17:00 h. En el hall del hotel llega un grupo de Nápoles, la recepcionista dice que les va a llamar por habitación y que preparen un documento. «Chicos, un documento para todos», dice el jefe del grupo. «Óptimo», resuena una voz. «¡Un solo documento vale para todos!». «No, que cada uno prepare un documento.», precisa el primero. Casi en el acto alguien pierde la llave de la habitación que acaba de recoger. «¿De quién es?», pregunta en balde una tercera voz. Una gag que contrasta con el cuidado del mínimo detalle de los chavales de la secretaría: desde las hojas con el cronograma detalladísimo colgadas detrás del escenario hasta el rígido sistema de control que requiere la jefatura de Policía para la entrada en la Feria, donde se esperan 3.500 estudiantes (el mismo día en que sus coetáneos franceses con sus gilet jaunes (chalecos amarillos, ndt.) están desfogando violentamente su rabia por las calles de París...). Tarjetas de acceso personalizadas, colas ordenadas, controles en los accesos. Pero los chavales no se quejan de lo que exige la realidad,aunque les cree ciertas dificultades. Simplemente, lo asumen, y punto.
A las 17:30 h. llega al pabellón Julián Carrón. En la pantalla detrás del escenario cuelga el título que preside estos tres días: "¿Hay algo que pueda resistir el embate del tiempo?”. A la izquierda el coro, delante del escenario los chavales del servicio de orden. Carrón comienza con ellos: «Os doy las gracias, porque no es automático venir aquí y en vuestra disponibilidad ya hay algo que tenemos que mirar. Si no tomamos conciencia de ella hasta su origen, nos perdemos lo mejor. No hay que darla por supuesto. Percatarnos de por qué damos nuestro tiempo y energías para este gesto nos remite a lo que nos ha pasado y nos llena de agradecimiento».
Esta palabra, "agradecimiento", la repite varias veces; se entiende que quiere evocar en los chavales una experiencia que tiene la consistencia de una razón y no un sentimiento inestable. Llama la atención el verbo que utiliza: «En estos días nos reunimos para vivir (no dice para “entender”, ndr.) esta pregunta: ¿Hay algo que resista el embate del tiempo? ¿Hay algo que pueda sostener nuestra disponibilidad a lo largo del tiempo?». Y se pone en juego en primera persona: «Os lo pregunto porque me lo pregunto yo también: vosotros podéis perderos en lo que hacéis, al igual que yo me puedo perder dejándome arrollar por lo que tengo que deciros». Contribuir al orden –y es realmente una armonía que sorprende todas las veces– puede ser una ocasión para «tomar de nuevo conciencia de cómo podemos vivirlo todo. Si estáis presentes en primera persona ante lo que haremos juntos, podréis comprender mucho mejor lo que diremos».

Estar presentes ante lo que se hace. Se puede decir, pero también se puede mostrar en acto. Viernes por la noche. La riada de jóvenes entra en silencio en el pabellón (el silencio es siempre un espectáculo sumamente elocuente). Arranca la música, debe ser la Incompleta de Schubert. Detrás del telón un oído más preciso que cualquier tecnología dice: «No hay que poner Schubert, sino Mozart». Otros lo habrían dejado pasar, aquí no. Stop. Se vuelve a arrancar. Cada instante tiene su sentido, y el sentido lo aviva siempre la tensión hacia el ideal de una persona de carne y hueso.
No es un simple error en el guion. Para quienes lo han presenciado es más bien la primera ocasión de comprobar lo que acaban de comentar en la cena con Carrón unos treinta chavales: se requiere una razón para venir aquí; y esta razón es una vida, la vida que compartimos juntos.
Remitir a "una vida" podría quedarse en un marco vitalista, pero en este diálogo alrededor de una mesa era, en cambio, profundamente racional.
Mirando a estos jóvenes conversando sin inconveniente con aquel que en las solapas de sus libros se define como teólogo, pero que para ellos es evidentemente un amigo mayor, se comprende una vez más qué entiende don Giussani cuando dice que «la solución de los problemas que la vida plantea cada día no llega afrontando directamente los problemas sino profundizando en la naturaleza del sujeto que los afronta». Un chaval, que comenta que sus amigos no han querido venir a los Ejercicios, dice: «Su "negativa" depende de su historia, de la incertidumbre que viven en las relaciones; necesitan tiempo y experiencia y también que nosotros no les abandonemos ni les engañemos». No es el responsable de un grupo de universitarios, es un hombre serio en primer lugar consigo mismo. Carrón reacciona: «Habéis hablado con vuestros compañeros de clase, pero lo que me llama la atención es lo que habéis experimentado vosotros y cómo os habéis implicado con ellos: es la experiencia de un bien en la que podemos descubrir cómo estamos llamados a vivirlo todo. Vuestra motivación no es asociativa, cosa común en los tiempos que vivimos; una persona puede adherirse a una invitación a participar en unos Ejercicios espirituales solo en virtud de una cierta experiencia de vida».
Después de la cena, por la noche la introducción, que discurre entre dos cantos: La guerra, de Claudio Chieffo, al comienzo, y el Estote fortes in bello, de Luca Marenzio, al final de la Misa. La guerra es la que se desata a raíz de la pregunta: "¿Hay algo que pueda resistir el embate del tiempo?”. «Tenemos la necesidad de algo que permanezca en el tiempo», dice Carrón, pero «nos hemos acostumbrado a que nada perdure», arrollados por la volubilidad de los sentimientos y «la danza continua de las reacciones» a la avalancha de estímulos sensoriales.
Es una pregunta que «despierta toda la dramaticidad del vivir». La reacción habitual frente a las situaciones dramáticas de la vida es buscar consolación, pero Carrón dice que «el primer acto de amistad es tomarse en serio la pregunta, una pregunta que nos obliga a ser nosotros mismos, a vivir un afecto verdadero por uno mismo y a no dejar pasar nada de nuestra experiencia».
Lee muchos testimonios, señal de una relación con estos chicos que no es extemporánea, sino cuidada a lo largo del año y constante. Una dice: «Esta pregunta me ha llevado a plantearme con agudeza dolorosa en dónde pongo yo mi esperanza» y «me ha llevado a reconocer con atención los rostros que me trasmiten ese "más” que he visto muchas veces en quienes viven por Jesús». Plantearse una pregunta es ya, de alguna manera, capacitarse para captar la respuesta, porque dispone –explica– «a interceptar cualquier atisbo de respuesta». Amigo es también «aquel que se toma en serio la pregunta» sin huir de su propia humanidad.

Carrón interrumpe la meditación para pedir que se cante Farewell, de Francesco Guccini, subrayando un verso: «Toda historia comparte la misma ilusión y también la misma [triste] conclusión». ¿Hay algo que aguante el embate del tiempo? «Es amigo quien nos obliga a tratar con seriedad las relaciones más queridas, quien nos impulsa a llegar a la verdad». La alternativa es el «vacío a mis espaldas» del que hablaba el poeta Eugenio Montale.
Y, sin embargo, en el fondo de cualquier insatisfacción, al igual que de cualquier cosa bella, «algo resiste: el deseo de ser verdaderamente felices». «Insistiré buscando este sentido hasta el final de mis pasos en la tierra» (Borges). ¿Cómo? «Mira, / los claros ojos abiertos, / señas lejanas y escucha / a orillas del gran silencio» (Machado). Carrón dice al final de la velada: «Dejad que el silencio cale hasta el fondo en vosotros». Es la condición para que, cuando de modo imprevisto la belleza pase a nuestro lado, «la podamos interceptar».
«Es algo que no podía existir y está ahí», decía don Giussani a otros jóvenes, hace cincuenta años: Cristo es un hecho imprevisto que nos hace emerger del anonimato y nos libera del terror de la nada, de que todo acabe muriendo.
«¿Creéis que yo puedo hacerlo?», se hace eco don Pino en la homilía de la pregunta que Jesús dirige a los dos ciegos que le piden que les cure: «Esta misma pregunta nos dirige ahora Jesús a cada uno de nosotros». El sábado por la mañana, Carrón pasa de Guccini a Isaías: «¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión por el hijo de sus entrañas? Aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré». Nosotros queremos saber «si se mantiene esta promesa inmensa». Se produce una tensión entre dos polos: por un lado, la promesa percibida con evidencia en «algo que ha acontecido» y que es más fuerte que nuestra fragilidad –una fragilidad que se documenta en muchas contribuciones de los chavales–, «algo que lleva dentro algo más» y que, aunque solo por un instante, se advierte «con una claridad inmediata y evidente, indudable»–, y en el polo opuesto, el miedo a perder aquello que ha entrado en nuestra experiencia. Paradójicamente, «un miedo a esa belleza que hemos visto», la sospecha de que el cristianismo sea una ilusión. «Falta lealtad delante de lo que ha sucedido», ataca Carrón: «Dicho esquemáticamente: estáis en el punto A (la vida tal como la viven todos), sucede B que introduce una novedad en vuestra vida y el día después volvéis al punto A, como si no hubiera pasado nada». Es como si no pudierais ganar nada en firme a partir de la experiencia. Solo unos sentimientos, antecámara del escepticismo y el nihilismo.
Es preciso alcanzar un juicio claro, es decir «comprender lo que nos ha pasado». Que la palabra "juicio" no quede árida y abstracta, separada de la experiencia, sino que se llene de vida, de carne y sangre, se hace palpable en el ejemplo utilizado: el instante en que Giussani, escuchando La Favorita de Donizzetti, intuyó «que aquello que llamamos Dios es esa felicidad de la que el corazón humano es exigencia imborrable».
Giussani era un genio, vale, pero de la misma genialidad que la chica cuya carta lee Carrón: «Recuerdo perfectamente cómo fue el comienzo, ya no puedo olvidarlo, ya no puedo aceptar que el vacío sea la última palabra por el simple hecho de que he encontrado algo que lo ha llenado».
No se puede quitar lo que se ha visto, aunque haya sido solo por un momento.

El caos del mundo líquido en el que vivimos, la confusión reinante no son un impedimento; al contrario, constituyen una condición favorable: «En este caos, que os obliga a recorrer un camino fatigoso del que tenéis que dar gracias a Dios, es más fácil hoy que en otras etapas de la historia ver la profunda diversidad del cristianismo con respecto a todo lo demás». En ciertos pasajes cruciales, el educador mantiene la dureza propia de quien ama el destino de las personas: «¡No tiene nada que ver vuestra fragilidad! No es un problema de energía, ¡es un problema de razón!».
La alternativa, les alerta, es la banalidad mezquina de lo cotidiano, de la que podéis salir solo «mediante un juicio y un amor», exactamente –no les propone una semejanza sino una experiencia "idéntica"– como les pasó a los primeros con Jesús: «¿Queréis iros también vosotros?». Irse, la tentación recurrente después del impacto inicial, significa renegar de «toda la experiencia de una certeza». Permanecer es consecuencia de un juicio «profundamente razonable». Contando con un factor determinante, el tiempo. Jesús «esperó que el tiempo hiciera de ellos discípulos convencidos, ciertos».
¿Y hoy es posible? Tenéis que comprobarlo, responde Carrón, «la Iglesia no hace trampa con vosotros, no hagáis trampa tampoco vosotros». La promesa es de «una vida incomparable con respecto a cualquier otra», porque «Jesús os ha dado aquello con lo que podéis desafiar al mundo». (Dicho sea de paso, a cuántos eclesiásticos o no les abruman los retos que plantea el mundo de hoy; solo si la Iglesia es una vida puede desafiar el mundo).
En la asamblea del sábado por la tarde, contenido y método del desafío se materializan en las preguntas que hace Carrón a los que intervienen solicitándolos a ceñirse a su experiencia, haciendo emerger lo que en ella es frágil y lo que frágil no es, por lo tanto puede durar. En la cena lo dice claramente: «Durante mucho tiempo hemos tenido la ilusión de que bastaba con ofrecer respuestas "teológicas", que luego la gente repetía sin entender, en lugar de hacer emerger las respuestas desde dentro de la experiencia. Amigos, yo no quiero responder a vuestras preguntas de manera que os llenéis la cabeza de fórmulas vacías».
El testimonio de Matteo Severgnini, responsable de la Luigi Giussani High School de Kampala (Uganda), iba en este mismo sentido. Nuestra historia personal no es una suma de episodios, anécdotas, emociones y sentimientos, sino la conquista de una certeza: «Me pregunté "¿quién soy yo?", y descubrí que "yo soy precioso ante los ojos de otro, de Cristo"». De allí «nació el deseo de darle toda la vida en los Memores Domini».
El domingo por la mañana, Carrón centra el toro: la novedad que experimentáis debe encontrar la fuente de donde mana, el punto que la asegura para siempre. Debéis considerar lo que os ha sucedido y aceptarlo, manteneros fieles. Tenéis la prueba segura de que existe una mirada que os ha entusiasmado. No será vuestro esfuerzo lo que os permitirá resistir ante el decaer que inmediatamente advertís en vuestra vida con respecto a la novedad que tan solo el día antes os entusiasmaba totalmente. Hay una
fragilidad endógena, estructural, de la que os dais cuenta, por la que sería del todo ilusorio pensar que podéis resistir con vuestras fuerzas ante la mentalidad que os rodea. Pero el decaer del entusiasmo no puede negar lo que uno ha visto y reconocido como excepcional.

«Lo excepcional es que el cambio dure en el tiempo y se convierta en una historia. Preguntaos: ¿el cristianismo se convirtió en una historia en virtud del esfuerzo de los discípulos? Tras la muerte de Jesús, se quedaron desconcertados, desilusionados y derrotados, encerrados en una habitación por miedo a los judíos; los historiadores se preguntan cómo es posible que tan solo unos días después fueran totalmente distintos». Está claro que algo pasó. «Lo que pasó es que ¡le vieron vivo!». Vivo porque había resucitado. «Lo excepcional es la pretensión de Cristo de mantenerse contemporáneo al hombre a lo largo de toda la historia», la de vencer la separación del tiempo y del espacio. «A esta certeza la llamamos fe». La historia se convierte, entonces, en «la manifestación del significado». Algo que permanece más allá del breve lapso de una emoción y de un sentimiento tiene aquí su raíz: «Participad del signo de la victoria de Cristo. Pertenecedle. Solo así podréis sostener el embate de las circunstancias que tendréis que vivir, frecuentando el único lugar que aguanta» –y nadie puede negar que la iglesia sea el único lugar que ha aguantado el paso del tiempo– y, con el tiempo, comprobaréis «que vuestra humanidad cambia, crece», que lo humano florece en su verdad. «Esta es nuestra contribución al mundo y a la historia, el peso cultural que tiene nuestro cambio existencial».
Imprevisto final: los Ejercicios espirituales acaban con unas bromas y sketches. Con ésprit definesse cuatro florentinos ponen en escena una parodia de los Ejercicios. Y dan en el clavo. El aplauso del público para los "bromistas” redobla su intensidad cuando un Carrón sonriente y divertido sale al escenario para rezar el Ángelus. Como si dijera: hemos entendido.
Uno de los chavales ha referido después: «Carrón no ha tenido miedo de poner el dedo en nuestras llagas, para sacarlas a la luz y limpiarlas. Ahora nos queda un trabajo por delante que nos toca a cada uno de nosotros».
Se suele decir que el verdadero recurso de un país es la educación y no es una frase retórica. El que esto escribe lo ha comprobado en un hecho real. Y ante un hecho, tienes que tomar posición y comprometerte.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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