Los algoritmos, el predominio de la percepción, las verdades ilusorias en internet... Hoy tenemos instrumentos para encontrar “respuestas” a todo, pero... ¿cuándo experimentamos un conocimiento que mueve y cambia nuestra persona? Estos son los nudos de la crisis más radical de nuestro tiempo
Si nos pidieran identificar los factores determinantes de la crisis que hoy nos incumbe por todas partes, a nivel individual y social, probablemente pensaríamos en múltiples cuestiones de orden político, financiero, tecnológico, ideológico, que ocupan las portadas de los medios y nuestros debates. Pero bien mirado, del fondo de cada uno de estos factores emerge un problema más radical, que muchos reconocen como el resorte secreto (aunque a menudo inadmisible) de la condición contemporánea: el problema del conocimiento.
Para entender de qué se trata, basta plantear una pregunta sencilla, directa-mente implicada en nuestra experiencia cotidiana. En cada uno de nuestros actos, en cada una de nuestras relaciones con cosas y personas, solo nos mo-vemos si comprendemos qué hay para nosotros en el mundo. ¿Acaso nuestra experiencia como personas conscientes y libres no crece cuando descubrimos que la realidad -rostros, objetos, encuentros, eventos- nos sale al encuentro y nos toca, nos provoca y nos interpela, esperando de nosotros una respuesta?
Darse cuenta de la realidad. Este es el punto candente del que depende hoy nuestro estar en el mundo. Todo se juega en cómo percibimos el ser, es decir, lo que somos, lo que son las cosas, y más radicalmente si no damos por descontado el hecho mismo de que nosotros existimos, que la realidad existe. No se trata de una reflexión abstracta. Es el factor más concreto y “carnal" de nuestra existencia, porque es ahí donde más se juega nuestro “yo" en relación con los datos cotidianos de la experiencia. Pero, como tantas veces se demuestra en la experiencia, es ante una crisis cuando, paradójicamente, advertimos toda nuestra necesidad, porque algo no funciona o echamos en falta. En esta época, la creciente reducción del conocimiento de la realidad nos provoca a entender hasta qué punto este resulta esencial para realizarnos como personas.
Cuando hablo de reducción del conocimiento no me refiero en absoluto a la cantidad de informaciones que logramos recibir y gestionar, aunque solo sea virtualmente. Desde este punto de vista, el desarrollo es ya potencialmente imparable, en la medida en que disponemos de todo lo que queremos saber. Pero a esto me refiero, ¿qué es lo que queremos saber? ¿Dónde reside nuestro interés? ¿Qué o quién mueve nuestro deseo y enciende nuestra curiosidad?Aquí radica el punto verdaderamente crítico de la sociedad y de la cultura contemporáneas. Asistimos a una cantidad de “saberes" que a menudo nos hacen correr el riesgo de no llegar a “conocer" verdaderamente nada, pues el peligro es que falte el sujeto mismo del conocer. Mejor dicho, el sujeto real tiende a ser sustituido por lo que determinados intereses culturales, comerciales y políticos nos inducen a querer. Es el problema del que tanto se discute actualmente de los Big Data, la extensión hipertrófica tanto de los conocimientos universales como de las preferencias particulares de cada usuario individual en la gran red del saber. Preferencias que quien gestiona las redes informáticas puede acumular, orientar y controlar gracias a la detección (en gran parte ilegal) de las decisiones individuales, reflejadas en las redes sociales más comunes, como Facebook, Twitter o Instagram.
Pues bien, en este contexto, ¿cómo percibimos el mundo? ¿Sobre qué bases percibimos como “verdadero" lo que hemos conocido? Como escribe Danah Boyd, una investigadora americana que se dedica al estudio de la alfabetización en los medios, «la crisis que estamos viviendo no afecta a lo que es verdadero, sino al modo en que conocemos si algo es verdadero. En lo que no nos ponemos de acuerdo no es en los hechos, sino en la epistemología», es decir, en cómo se forma nuestro conocimiento. De hecho, si carecemos de una certeza razonable -o al menos de una confianza suficiente- en que lo que percibimos es verdadero, estamos condenados a no entrar nunca en contacto con la realidad.
Pero también sucede a la inversa. Si no llegamos a valorar críticamente si es verdad todo lo que percibimos (o si tal vez no es verdad), o si se da el caso de que también sea verdad algo que no percibimos inmediatamente, entonces estamos abocados inevitablemente a confundir la realidad con nuestras percepciones subjetivas. Lo ponía de manifiesto claramente un artículo de Sabino Cassese en el magacín 7/Corriere della Sera del pasado 13 de septiembre, titulado «La mala política, esclava de la percepción».
Además, para complicar la cuestión, se suma el condicionamiento cada vez mayor del ambiente digital en el que estamos inmersos a todas horas (basta pensar en nuestra dependencia del smartphone y de internet), que no solo influye en la “construcción" y selección de las noticias, sino también en la conformación misma de nuestros procesos mentales y perceptivos. Hasta el punto de que la verdad de una información y, en consecuencia, la fiabilidad de un conocimiento pueden ser reales o simplemente made-up, construidas como noticias falsas. En algunos casos basta incluso con el diseño gráfico o con una cierta estrategia perceptiva que -gracias a un mecanismo de atracción visual- bloquee nuestra atención en los titulares, que pueden resultar ambiguos o distorsionados.
De esto hablaba recientemente Katy Steinmetz en un artículo publicado en Time el pasado 20 de agosto sobre las fake news. Para ella, «robots y propaganda son solo una parte del problema. La cuestión más grave es vuestro cerebro». Las «verdades ilusorias» dependen de que «nosotros tomemos una decisión apresurada sobre lo que es fiable online», en virtud de la costumbre y la repetición de mensajes que nos llegan por la red. «Cuanto más frecuentemente aparece algo en los resultados de Google research, tanto más fiable resulta. Pero los algoritmos de Google hacen emerger contenidos basados en palabras clave, no ofrecen la verdad. Si tú buscas algo sobre la utilización de semillas de albaricoque para curar el cáncer, este instrumento encontrará lealmente todas las páginas donde se hable de esa cura...». Esta cuestión está tan extendida y es tan resbaladiza (debido también al uso que hacen de ella las fuerzas económicas y políticas) que hay quien la denomina «el equivalente a una crisis de salud pública». Hay quien piensa que las falsificaciones de la verdad y de la realidad causadas (indirectamente) por dichos algoritmos se pueden remediar poniendo en marcha otros algoritmos que identifiquen los accounts o las páginas de Facebook de las que proceden y desde las que se difunden estas noticias falsas, para bloquearlas. Pero esta contraofensiva nunca podrá ser suficiente, porque está en juego el proceso mental y moral mediante el cual damos y recibimos confianza al comunicarnos entre nosotros.
Solo un "factor humano” puede reabrir el juego. Solo un itinerario educativo puede hacer que nos «paremos a pensar» en lo que instintiva o mecánicamente nos hemos visto llevados a aceptar y compartir como “verdadero" y quizás no lo sea. Como termina diciendo este artículo de Time, «los docentes deben (...) enseñar a sus alumnos a ser escépticos sin ser cínicos», es decir, a verificar de manera crítica su confianza en la realidad.
Pero, como decíamos, toda crisis nos pone ante una encrucijada. Podemos ceder al miedo y caer en el pesimismo, considerando que ya estamos todos en manos de la gran maquinaria de la comunicación digital y que, justo cuando contamos con el máximo de instrumentos posibles para conocer y manipular el mundo, en realidad estamos privados de la libertad de ser uno mismo y no lo que los algoritmos han decidido hacer de nosotros. Pero también podemos -de manera más razonable- preguntarnos si hay algo en nuestra experiencia que nos interesa salvar, algo de nosotros a lo que no renunciaremos fácilmente, algo en la realidad que nos parece demasiado valioso como para que nos lo nieguen.
Entonces, quizás esta crisis cognitiva puede ser la ocasión para reconquistar un recorrido del conocimiento, no solo adquirido automáticamente, sino verificado críticamente. Y esa verificación consiste en descubrir si conocer la realidad hace crecer o no al sujeto que aprende. No tanto (ni solo) porque lo haga más potente o performante en sus estrategias, sino porque despierta en él la pregunta sobre el “significado" de sí mismo y del mundo, sobre el nexo entre las cosas, y entre estas y uno mismo.
Pero este paso no puede nacer de una mera teoría epistemológica. Al contrario, cada uno puede y debe ponerse en juego para descubrir este método del conocimiento, partiendo de esos momentos o casos de nuestra vida consciente en que hemos tenido la experiencia de un conocimiento que ha movido y cambiado nuestro yo.
Pero esto quiere decir que la idea misma de razón o de inteligencia, entendida habitualmente como capacidad de analizar, calcular y prever los efectos de nuestras acciones, necesita ampliarse y hacerse más “vivida". La racionalidad no es un procedimiento frío sino el modo en que nosotros -en la totalidad de nuestras dimensiones- vivimos en la realidad.
Esta tarea, sugerida y urgida por la crisis, se topa con dos cuestiones también muy debatidas en las ciencias cognitivas y en la filosofía contemporánea. La primera se refiere al enredo que existe entre el conocimiento racional y las emociones. Lo que pensamos, y cómo lo pensamos, nunca es solo objeto de una facultad abstracta de nuestra mente sino que siempre está condicionado, acompañado y movido por nuestra afectividad.
Según algunos (pienso en el reciente ensayo del historiador israelí Yuval Noah Harari, 21 lecciones para el siglo XXI, publicado por Debate), el riesgo de hoy es que prevalezca un modelo de inteligencia exclusivamente artificial -que luego también se ha extrapolado a la llamada Inteligencia Artificial (IA)- que sustituye con procedimientos computerizados todas nuestras decisiones. Pero la conciencia, según Harari, es más que la inteligencia, porque no se limita a «resolver problemas», sino que es «la capacidad de sentir dolor, alegría, amor e ira».
Solo cuando la realidad nos toca, despierta nuestro interés, provoca nuestra espera, se nos da a conocer verdaderamente. A menudo se dice que para ser objetivos a la hora de conocer hay que tomar distancia de las propias percepciones subjetivas, cuando son precisamente estas últimas las que nos acercan a los objetos (de esto habla otro interesante ensayo de Siri Hustvedt, Las ilusiones de la certeza, Ed. Simón & Schuster).
A todos nos ha pasado que, cuanto más nos ponemos en juego en relación con la realidad, más sorprendemos en nosotros el deseo de conocer lo que esa realidad es de verdad. ¿Quién conoce mejor algo o a alguien, aquel que se coloca a distancia y trata de encajarlo en sus prejuicios, o quien trata de entender lo que tiene delante y de qué manera esto le invita a conocer?
Pero el nexo entre conocimiento racional y afectividad nos introduce en otra cuestión decisiva para nuestra experiencia, la libertad. Nosotros queremos conocer no solo para documentarnos o informarnos sobre determinados temas, sino porque en el fondo queremos ser más libres. Más libres de entender y de elegir, en definitiva de “ser" nosotros mismos. Tal libertad no es solo nuestra capacidad para elegir una cosa u otra, sino una disponibilidad para responder, corresponder y comprometerse con lo que nos pasa.
Sin embargo, entendida de esta forma, la libertad no es el resultado del conocimiento de la verdad, sino, antes que eso, la condición necesaria para conocerla. No se puede conocer sin ser libres. Como decía Agustín de Hipona en sus Confesiones, «los esclavos no pueden juzgar». Para juzgar -para conocer lo que existe- hay que ser libres, no quedarse tan solo en la lógica causa-efecto o acción-reacción (si bien existe y es esencial), sino preguntarse por el significado. ¿Y cómo emerge este significado? Este significado emerge en nuestra conciencia como belleza (species).
La belleza de las cosas -una cualidad que para Agustín no se identifica con el mero aspecto estético sino con el orden, la armonía y la razón profunda por la cual y con la cual las cosas existen- habla a todos, pero no todos la entienden. Solo la comprenden los que saben preguntar con juicio, es decir, aquellos que «acogen la voz recibida desde fuera y la comparan con la verdad presente en sí mismos».
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