Enzo es policía. Él y Alida tienen dos hijos afectados por una enfermedad rara. Este es su camino, lleno de gratuidad y de muchas sorpresas, en el que han encontrado «a un Dios que es ojos, manos, brazos»...
Enzo Roccaforte, de la generación del 73, es un auténtico siciliano, casado con Alida y policía. Ya desde pequeño le fascinaba ver a su hermano, 10 años mayor, gastar goma en el coche patrulla por las calles de Agrigento. Sentía que aquella era una vida de la que estar orgulloso y por eso entró en un mundo donde es fácil «cazar a los malos como trofeo». Sin embargo, se le abrieron otros horizontes. Como le gusta repetir, «gracias a personas y a instantes de personas».
Sebastiano. Con varios antecedentes, le detienen una noche mientras intentaba entrar en una tienda con un gato. De vuelta a la comisaría, al amanecer, Enzo va a comprar café y bollos: para los compañeros, para el comisario y para Sebastiano. Los demás le regañan. «¡También para ese criminal!». «¿Qué diferencia hay?», dice Enzo. «Después de la noche que ha pasado se merece el desayuno tanto como nosotros». Juicio, condena, arresto domiciliario. Pasan diez días y a Enzo le toca ir a casa de Sebastiano, junto con un compañero, para un control. Él se asoma a la ventana, le reconoce y llama a su mujer: «¡Es él quien me detuvo!». Y ella: «Ah, ¡buenos días! ¡Gracias!». Ellos miran incrédulos. Nada más entrar en casa, Sebastiano le dice: «Nunca me han tratado así. Gracias». En ese momento, Enzo no pensó «vaya, qué bonito», sino que cayó en la cuenta de que aquel gesto suyo tenía un origen. «También era una novedad para mí intuir que en cada cosa hay un misterio. Y poder vivir el trabajo como una posibilidad buena, para mí, para el otro, de un encuentro».
Un día el coche patrulla lleva a su despacho a tres menores de un centro de recuperación. Habían pegado y robado a un chico de su misma edad. Enzo habla con el jefecillo de los tres, que le cuenta, un poco altivo, algo de su vida y, en un momento dado, le dice: «Tú eres distinto de los demás». «¿Perdona?». «Tú eres distinto de los demás». Enzo le contesta: «Yo soy cristiano». Llegan los asistentes sociales para llevárselos, los tres salen y el líder le pregunta en voz baja: «¿Puedo abrazarte?». Él lo mira como diciendo “¿y por qué no?”, y el chaval instintivamente le abraza, cada vez más fuerte. «No me dejó hasta que no le abracé yo también», cuenta Enzo. «Me abrazaba como un hijo. Y yo le tomé mucho cariño».
«Todo lo que ha pasado en mi vida me ha llevado a ser lo que soy, un pobrecillo que está contento porque es amado». Siempre ha afrontado muchos desafíos. Cuando nació, su madre iba de negro, poco antes había fallecido su primera hija, de quince años. Enzo creció codo con codo con el sufrimiento de su madre. Después, sus padres fallecieron cuando él estaba todavía en el instituto de formación para delineantes. En aquellos años encontró el movimiento de CL, gracias a su profesor de religión. «Un encuentro que me cambió la vida».
PEDIRLO TODO. En estos años de matrimonio, la amistad «con los hijos de don Giussani», como dice Alida, les ha acompañado por todas partes. En 1999 nace su primer hijo, Andrea, con una malformación en el corazón. Se mudan urgentemente a Catania. El niño vive pocas semanas, durante las cuales les acoge una familia del movimiento que no conocen. «Nos dejaron las llaves de su casa. A nosotros, unos desconocidos», cuenta Alida. «Un amor tan gratuito que es un juicio bueno sobre ti. Es Dios que no te abandona. Este Dios que es ojos, brazos, manos... Ha sido así en cada ciudad a donde nos hemos mudado». Un año y medio después llega Samuele. El corazón funciona, pero con cuatro meses le diagnostican una enfermedad genética muy rara. Empieza la peregrinación por hospitales y ciudades: Agrigento, Génova, Padua, Lecco, y de nuevo Agrigento. Samuele es hoy un grandullón que depende para todo por un grave retraso psicomotor. Para él la noche es como el día, Enzo y Alida duermen cuando pueden, si es que pueden. El día entre trabajo y familia es un no parar y los planes suelen fracasar.
«Al principio, me enfadaba», cuenta Alida, «pero con la experiencia he aprendido que lo que se me da es mejor que lo que tengo en mi cabeza». Su corazón se ha vuelto sencillo por una necesidad continua y concreta. «Siempre tengo necesidad», sonríe, «sobre todo aquí, en Agrigento, donde las ayudas para familias como la nuestra son escasas. Hay momentos de mayor dificultad o de mayor preocupación». Sin embargo, como la vida de Samuele es una petición constante, la suya también se convierte. «Es un diálogo continuo con Dios. Le pido cualquier cosa, es la relación en la que vivo mi día a día. Es una auténtica presencia». Desde el momento en que sube al coche por la mañana y pone primera, encomienda el día pidiendo «aprender también hoy algo bueno», en cada instante, al llegar la tarde y la noche, y al día siguiente, preparándose para vivir las cosas grandes ofreciendo las más pequeñas, las terapias de cada día, la compra, el sueño, la tristeza. «Lo que nos ayuda es la oración y la educación que recibimos del encuentro que hemos tenido», continúa. «El encuentro con una humanidad nueva, que ahora reconozco también en los desconocidos. La busco siempre».
AQUELLA CENA. Para Enzo la certeza más grande floreció de repente. Un día, en el trabajo, recibe una llamada del hospital. Le dicen que por una retinopatía degenerativa Samuele perderá completamente la vista. «Me dejó demolido». Esa misma noche cena con la familia en casa de unos amigos que acaba de conocer. Mira a su alrededor, sintiendo un dolor en el pecho, y se da cuenta de la presencia de los hijos de los demás. «Estaban muy contentos de estar con Samuele. Y estar con él no es sencillo, ya que el mero hecho de estar en lugares cerrados le vuelve loco… A pesar de ello, estaban allí, juntos, contentos». En su corazón nace una pregunta de la Escuela de Comunidad: ¿qué es lo que te falta? «Lo tenía clarísimo. “No me falta nada. Hazme contemplar esto. Eres Tú”. No había pasado nada llamativo. Era la sencillez más simple del mundo... Pero le dije a Cristo: “Aquí estás, tú existes. Te doy gracias por todo”. En una cena cualquiera, la certeza del abrazo del Señor que da plenitud. Por primera vez, empezaba a mirar mi vida con simpatía». Dice que con esta certeza no ha vivido de las rentas ni un solo día. «No han faltado la ansiedad, el miedo, los llantos. Sin embargo, para mí ha empezado un camino. A partir de aquella noche nunca me ha abandonado la necesidad de esa plenitud que experimenté».
Personas o instantes de personas. Alfonso. Es un compañero suyo «que blasfema como nadie en el mundo». Se hacen amigos y Enzo le invita a las vacaciones de la comunidad. Durante la cena, en el hotel, todo el mundo habla en voz alta, los camareros tardan en servir, la confusión aumenta y crece la agitación de Samuele, que se tira al suelo, chillando. Enzo agarra a Samuele y le lleva a la habitación. Está hambriento y agotado. «Me decía: “¿Cómo es posible que no haya alguien que vea todo esto? ¿Alguien que haga algo para que la cena sea más humana?”. Mandé a todos a paseo. En un momento dado, alguien llamó a la puerta. Era Alfonso, con su recién nacida en brazos. Me dice: “Amigo mío, no sé qué puedo hacer por ti, pero no te abandono”. Y yo: “Tranquilo, vuelve abajo, tu mujer te espera”. “No, me quedo contigo, cenamos más tarde”. Cristo estaba delante de mí, en carne y hueso. Bendije aquellas vacaciones y a toda la compañía».
Con el tiempo, Enzo aprende qué es la amistad verdadera, sin pretensiones. «Hoy vivo algo que nunca me había pasado en la vida: me acuerdo de una persona y solo el hecho de pensar en ella me hace pedir y volver a abrir los ojos. Una persona que igual no veo nunca pero que es una puerta a Cristo». Una experiencia que le permite mirar de forma nueva incluso a los amigos más cercanos. «Son lo más valioso que tengo porque existen, no por cómo deberían ser».
Durante muchos años, el miedo ahogaba su deseo y el de Alida de tener más hijos. Por la ciencia, las probabilidades de tener otro niño enfermo eran una sobre cuatro. Y la decisión estaba clara: nos plantamos. Sin embargo, el cambio llegó como una sorpresa para ellos, como resultado de un camino sin proclamas, solo aceptado y vivido. De repente, se encuentran llenos de deseo. Cuando descubren que van a tener otro hijo, un amigo comenta: «Esta vez os lo debe sano...». Para ellos es una provocación vital. «Nos hemos dado cuenta de que no estábamos apostando a la lotería. Queríamos el hijo que Dios nos encomendara».
«¿ERES FELIZ?». Hoy tienen a Simone: 5 años y con la misma enfermedad que su hermano. Contra toda previsión médica, no presenta ningún retraso cognitivo, dejando sin palabras al doctor, que había regañado a los padres por no abortar. Tiene la vista dañada pero ve lo suficiente como para correr y está siempre contento. Te pregunta a quemarropa: «¿Eres feliz?». Si contestas «sí», te dice: «¿Y por qué?». O: «¿Y esa cara?». «Así he aprendido a hacerle esta pregunta a mi mujer», cuenta Enzo. «Se lo pregunto cuando tengo la mirada reducida, porque ella tiene una mirada preciosa sobre todo. Y enseguida me muestra algo bonito que ella ha visto y yo no».
Y luego está Samuele, que crece. Ya tiene 16 años. «Es la persona más cristiana que conozco», dice el padre. Siempre quiere ir a misa, el único lugar cerrado donde consigue estar. Está nervioso hasta que no comulga, luego se tranquiliza. Siempre quiere escuchar música, pero solo las canciones que contienen el nombre de una persona a la que quiere. «Nada más escuchar el nombre, se transforma». Si está triste, cambia repentinamente. Si está tirado en el suelo, se levanta y empieza a reír y a gritar. «Quiero ser como él», dice Enzo. «Me permite entender la libertad. Un hombre que hace memoria de quien ama se levanta. Toda su persona se vuelve a encender».
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