Un proyecto único en el mundo, nacido en la estela del profesor Lejeune. Mientras la financiación se concentra en el diagnóstico prenatal, el genetista trabaja sobre el síndrome de Down. Porque «cuando la naturaleza condena, la tarea de la medicina no es ejecutar la sentencia, sino conmutar la pena»
«Mucha observación» es el must have de todo investigador. Pero él sabe muy bien que no es nada obvio saber mirar. Al microscopio y a simple vista. Y sabe también que las mayores sorpresas le han llegado así en la vida. A costa incluso de cambios de rumbo repentinos. Por tanto es lo primero que enseña a los estudiantes de Medicina que frecuentan su curso sobre el método científico. Nada más empezar, les pone a todos delante de la frase de Alexis Carrel: «Mucha observación y poco razonamiento llevan a la verdad; poca observación y mucho razonamiento llevan al error». Pierluigi Strippoli es profesor de Genética en la Universidad de Bolonia y responsable del Laboratorio de Genómica del Departamento de Medicina especializada, diagnóstica y experimental. Tiene 53 años y lleva cuatro a la cabeza de un proyecto de investigación único en el mundo: estudiar la función del cromosoma 21 responsable del síndrome de Down, cuando se presenta con tres parejas de cromosomas 21, en lugar de las dos normales, y encontrar la causa de la discapacidad intelectual que la acompaña. «Quedamos pocos investigando sobre la trisomía por el simple hecho de que todo el interés científico y la financiación se concentran en el diagnóstico prenatal que permite identificar, con antelación y seguridad, la tercera pareja de cromosomas 21», cuenta Strippoli, cuyo laboratorio de investigación se sostiene casi exclusivamente mediante las donaciones de particulares. «Uno de cada 400 niños, y uno de cada 700 nacidos vivos, presenta la trisomía 21. No podemos considerar esta condición como rara. Más aún, de todas las anomalías genéticas es la que tiene una mayor incidencia». Hoy en el mundo las personas con síndrome de Down son 6 millones y tienen una expectativa de vida que supera los 62 años, mientras que en los años 70 era tan solo de 25 y al comienzo del siglo XX de 9. «Esto se debe a la mejora de las condiciones de vida, pero sobre todo al hecho de que ahora podemos intervenir sobre la patología más grave asociada, que es la cardiopatía. Actualmente, por tanto, lo que nos queda por resolver es el problema de la discapacidad intelectual, sobre la que estamos investigando nosotros, con resultados que siguen sorprendiéndonos».
Su esfuerzo es titánico y a la vez original. El mundo científico internacional, de hecho, va en una dirección totalmente distinta. Basta pensar en la reciente noticia que llega desde Islandia, el primer país “Down free”. Allí la natalidad de los niños con síndrome de Down ha llegado a cero, debido a las pruebas prenatales, realizadas mediante unos sencillos análisis de sangre de la madre, y a la posibilidad de abortar, en caso de resultado positivo, incluso superadas las 16 semanas de embarazo. Ante este conflicto entre progreso e investigación, Strippoli repite las palabras de Jérôme Lejeune, el pediatra genetista francés que en 1959 descubrió la anomalía del cromosoma 21 y curó a más de nueve mil niños: «Cuando la naturaleza condena, la tarea de la medicina no es sentenciar, sino conmutar la pena».
Tras licenciarse en Medicina en 1990, dejó de trabajar en un hospital para dedicarse en cuerpo y alma a la investigación. ¿Cómo llegó a interesarse por la trisomía 21?
Pasó de manera imprevista. En 2011 visité a un amigo oncólogo canadiense, Mark Basik, que conocía mis estudios sobre el cáncer de colon, que empecé con el querido doctor Enzo Piccinini. Le hablé de una investigación que estaba realizando sobre el cromosoma 21 y que, prácticamente, se iba agotando por falta de interés científico y de fondos. Me comentó que en París iba a haber un congreso sobre los avances de la investigación sobre el síndrome de Down, en el que participaría una amiga común, Ombretta Salvucci, una investigadora italoamericana, que había estrechado lazos de amistad con la familia Lejeune. No tenía ninguna intención de participar en ese congreso, pero al final, contagiado por el entusiasmo de Mark y de Ombretta, subí a un avión y me fui a París.
¿Qué pasó allí?
Me quedé pasmado al ver que los estudios de Lejeune seguían siendo totalmente actuales y mostraban cosas que merecían ser comprobadas. Esto impresiona mucho, si pensamos que los artículos de genética se quedan obsoletos en un par de años. Pero, sobre todo, comprendí lo cerca que estaba Lejeune de descubrir de qué modo resolver la discapacidad intelectual asociada a este síndrome. Sobre este punto él tenía una teoría que nadie, después de su muerte en 1994, había seguido investigando. La última noche del congreso, la señora Birthe, esposa de Lejeune, dio una cena en su casa. Durante la cena, me preguntó en qué estaba trabajando. Farfullé algo sobre el cromosoma 21 y ella me dijo: «Sí, pero si quiere estudiar la trisomía, tiene que ver a los niños». Así que me volví a Bolonia y llamé a la puerta del estudio del profesor Guido Cocchi, que lleva treinta años haciendo el follow-up de los niños con síndrome de Down en el Hospital Santa Úrsula. Le comenté la idea de retomar la investigación de Lejeune y la necesidad de observar a sus pacientes. Así que volví a enfundarme una bata y me metí de nuevo en el corro de los residentes y estudiantes que siguen al profesor en su ronda con los pacientes.
¿Qué aprendió?
Que en las personas con trisomía 21 la discapacidad es menor de lo que se cree. Hay una gran brecha entre la comprensión que tienen y su expresión. Son plenamente conscientes, pero luego algo se atasca, es como si se produjera un bloqueo orgánico, más que un déficit de personalidad. Y esto me ha llevado a dar aún más crédito a las teorías de Lejeune, según las cuales el síndrome de Down es una enfermedad metabólica que provoca una intoxicación crónica de las células. Desde aquí partimos para formular un nuevo proyecto de investigación clínico-experimental sobre la trisomía 21. En 2014, tras la aprobación del comité ético del hospital, empezamos la investigación, en medio del escepticismo de muchos colegas.
¿Le siguieron todos sus colegas del laboratorio?
Solamente la doctora Lorenza Vitale, una compañera mía desde los años de estudios de la universidad. Al cabo del tiempo, me confesó: «Volviste de París que ya no eras el mismo. Entendí que iba a empezar algo muy grande». A día de hoy trabajan con nosotros otras cuatro personas, que siguen adelante, año tras año, gracias a becas. Y algunos doctorandos que se apasionan y vienen a echarnos una mano. Respecto a los estándares en el campo de la investigación, somos un grupo exiguo.
¿En qué consiste vuestra investigación?
Tenemos dos líneas de trabajo. La primera busca en la tercera pareja de cromosomas 21 los genes responsables de la discapacidad intelectual. Lejeune estaba convencido de que entre los 300 genes presentes había «muchos inocentes y pocos culpables». Nosotros hoy, gracias al cálculo que nos proporciona la bioinformática, queremos identificar cuáles son los genes que desatan el síndrome. Primero hemos examinado todos los estudios realizados en los últimos 50 años sobre niños con trisomía parcial (es decir, que solo tienen una parte de la tercera pareja de cromosoma 21) y hemos visto que algunos niños han desarrollado el síndrome y otros no; quienes tenían el síndrome compartían un mismo fragmento del cromosoma. Este sencillo razonamiento lógico nos ha llevado a identificar en el interior del cromosoma la región “crítica”, o sea, dónde están “los culpables”. En los dos años siguientes tomamos en consideración los casos de 125 niños. Relacionando sus datos aparece un mapa que evidencia que existe solo un punto muy pequeño común a todos los niños con síndrome de Down y que, en cambio, nunca aparece en los niños que no lo padecen. Esta fue la primera meta que marcó un avance objetivo, publicado en Human Molecular Genetics en 2016.
¿Qué habéis encontrado en el interior de esta región crítica?
Es un verdadero rompecabezas, porque en ese segmento, que ocupa menos de una milésima del cromosoma, ¡no aparecen genes conocidos! Nuestra investigación trata de entender qué hay allí dentro que provoca el síndrome. Para hacerlo utilizamos una metodología nueva, CRISPR (acrónimo en inglés de Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente Espaciadas, ndt.), que permite modificar el genoma muy rápidamente y, por lo tanto, hace que podamos ver qué pasa en las células trisonómicas si quitamos ese segmento común a todos los niños con síndrome de Down.
¿Y la segunda línea de investigación?
Es la Metabolómica (el estudio de los procesos químicos que involucran metabolitos, ndt.). Tomamos muestras de plasma y orina de nuestros pacientes y dosificamos el mayor número de sustancias para estudiar sus alteraciones. Esto siempre con el fin de comprobar la intuición de Lejeune, según la cual el síndrome se debe a la formación de algunos subproductos tóxicos que luego van a dañar las neuronas. Hoy, gracias a estas dosificaciones, sabemos cuáles son los valores más alterados en nuestros pacientes y cuáles las sustancias candidatas a ser las responsables. Los resultados de este estudio están en la fase de revisión antes de publicarse en una revista científica internacional.
¿Cómo se combinan los datos proporcionados por las dos líneas de investigación? ¿En qué dirección apuntan?
Cuando estemos en grado de fundir los dos resultados, entendiendo qué hay en el cromosoma que desequilibra el metabolismo y qué sustancias se producen a causa de esta alteración del metabolismo, podremos pensar en proponer un tratamiento. Eliminando o suministrando la sustancia crítica, el sistema entero podría volver a un estado de normalidad. Lejeune había sintetizado todo esto en un dibujo: una enorme máquina en la que cada engranaje representa una sustancia y cada cinta una enzima que transforma una sustancia en otra. En el momento en que uno de estos engranajes no gira como debería, va demasiado lento o demasiado rápido, la máquina deja de funcionar de manera perfecta. De momento, nosotros hemos identificado cuál es la zona donde probablemente todo se bloquea. Nos falta comprender el punto específico.
¿Esto significa que la discapacidad intelectual podría retroceder?
Todo procede en esa dirección. Pero los descubrimientos de la verdadera ciencia nunca son “productos”, como se tiende a decir hoy. Cualquiera podría descubrir el tratamiento, pronto o dentro de diez años. En la investigación pura el descubrimiento es siempre un acontecimiento y no un producto de nuestra habilidad.
Lejeune sentía que estaba a un paso de hallar la solución, cuando decía: «Es una empresa intelectual menos difícil que enviar a un hombre a la Luna». ¿Qué es la certeza para usted?
Lejeune decía también: «No puedo dejaros creer que en un tiempo definido encontraremos el tratamiento. Nadie conoce la medida del camino que tenemos que hacer. Solo sabemos que los niños están aquí y que, si fuera necesario trabajar veinte años, hay que empezar ya». La certeza está en la hipótesis positiva: si existe una solución, y si la busco, ciertamente la encontraré.
¿Cómo influye esto en la manera de buscar?
Dicha hipótesis me ha alentado a abrir lo más posible el campo de investigación, a recurrir a metodologías “abiertas”, es decir, sin preconceptos, que me permitan mirar lo mejor posible la realidad que estoy estudiando. Con la bioinformática, por ejemplo, podemos analizar millones de datos, sin dejar fuera nada. Un método más circunscrito, determinado por ideas más fuertes, me llevaría a mirar solo desde una ventana que yo he establecido de antemano, cerrando el paso a la posibilidad de observaciones originales.
¿Quién financia vuestro proyecto de investigación?
Fundamentalmente, las donaciones. En particular, la Fundación privada de Milán, algunos padres, la empresa Illumina y muchas personas que nos conocen. En Dozza, cerca de Ímola, un pueblo entero organiza dos cenas al año para recaudar fondos. Los comerciantes regalan la materia prima, los jóvenes sirven como camareros y las incansables madres cocineras de Emilia Romaña preparan pasta fresca para más de 200 invitados. Hay muchas iniciativas de este tipo que permiten que sigamos investigando. Por ello, cuando publicamos nuestros artículos en revistas científicas, en los agradecimientos incluimos a estas madres, mientras otros ponen Teletón o los fondos europeos. En esas ocasiones las familias de niños con trisomía 21 se conocen entre ellas y conocen nuestro trabajo. También ha pasado que mujeres embarazadas de un hijo con síndrome de Down, entrando en contacto con otras familias, han encontrado la fuerza para afrontar este doloroso trance.
¿Qué significa tener un hijo con síndrome de Down?
Una vez una madre me dijo: «Si pienso en todas las lágrimas que derramé los primeros meses… Hoy no sé qué haría sin él. Con él nuestra familia se ha unido mucho más. Nos queremos más. Nos ha ayudado a descubrir qué es lo esencial en la vida». Esto porque en las personas con el síndrome hay un aspecto compensativo por el que generan a su alrededor un clima afectivo muy intenso. Se suele decir que son más buenos, más afectuosos. En realidad, es algo más sutil. Saben sacar lo mejor de cada uno, porque son capaces de pedir ser amados. Pero esto puede inducir a error, generar un equívoco…
¿Cuál?
Puesto que amo a este niño, amo su enfermedad. Es una actitud tan errónea como su opuesta: puesto que odio la enfermedad, elimino al niño. A pesar de su extraordinaria capacidad de ser felices, hay un momento de su desarrollo en el que se dan cuenta de que son más lentos, tienen menos capacidades, y esto conlleva mucho sufrimiento. Una madre me contó un diálogo con su hija a propósito del carnet de conducir. La chica, con 18 años, quería llevar el coche y su madre, después de mil explicaciones, le dijo exasperada: «Basta, ya sabes por qué no puedes, tienes un cromosoma de más». Y la chica: «¿Y qué? ¿No se puede quitar?». Ellos esperan algo de nosotros y nuestro deber es curarles, ponerles en disposición de expresar toda su racionalidad.
¿Qué significó para usted “mucha observación” cuando, con cuarenta y siete años y una buena carrera a las espaldas, tomó un rumbo totalmente nuevo?
Mi naturaleza es poco inclinada a los cambios. Ato mi bicicleta al mismo poste de la vía Belmeloro 8, en la universidad, desde hace treinta y cinco años. No me apasiona viajar, no añoro los congresos. Desde que me ocupo de este plan de investigación he tenido que superar todo tipo de resistencias. En primer lugar, sin duda, la de aceptar la responsabilidad de un proyecto de estas características. Pero los hechos se impusieron con una fuerza tal que al final tuve que rendirme. El asombro por los estudios y la humanidad de Lejeune, tratar de cerca a los niños con síndrome, el apoyo de algunos compañeros de trabajo, conseguir con esfuerzo, pero puntualmente, los fondos necesarios. Y sobre todo la alegría, sentir que cada vez era más yo mismo siguiendo esta propuesta. Mi sí nació y nace mirando estos hechos totalmente imprevistos. Son momentos en que lo que Dios hace prevalece sobre cualquier cálculo o pensamiento.
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