Desde su entrada en la Casa Blanca hasta hoy, entre alianzas y pasos atrás, inmigración, libertad religiosa, y mucha confusión… El dilema de los católicos, que siguen siendo los “sin techo” en la política de los USA. Entre luces y sombras, balance del gobierno de uno de los presidentes más impopulares de la historia
Hace más de un año los católicos norteamericanos tuvieron que afrontar, en la intimidad de las urnas, lo que el jurista Harvard Adrian Vermeule define como «un tremendo dilema». Al final, algo más de la mitad optó por apoyar a Donald Trump, y los análisis electorales dicen que llegó a ser presidente gracias al apoyo de los católicos en ciertos Estados decisivos. El drama de esta decisión devolvió al centro del debate una cuestión ineludible, aunque a menudo sepultada bajo las afiliaciones partidistas y la dialéctica entre demócratas y republicanos, interiorizada en la sociedad norteamericana durante generaciones. «Políticamente, los católicos son los homeless de EEUU», explica Vermeule. Al verse obligados a decidir entre Trump y Hillary Clinton se hizo patente que ninguno de los dos grandes partidos es un refugio seguro para los fieles “sin techo” que históricamente se dividen por la mitad cuando se trata de elegir presidente. «Los demócratas», prosigue este profesor de Derecho, «son el partido de la permisividad radical en el aborto, los republicanos los de los recortes fiscales para los ricos y la hostilidad hacia los inmigrantes, especialmente para los que vienen de Méjico y América del Sur».
Un año después de la entrada de Trump en la Casa Blanca, el dilema no se ha resuelto. Hemos visto el nombramiento de un juez conservador y prolife en el Tribunal Supremo y un cambio de ruta respecto a la libertad religiosa, pero también una serie de bloqueos a la inmigración para poner en práctica el principio de America first; se ha exacerbado el inquietante enfrentamiento con Corea del Norte; ha habido clamorosos despidos y pasos atrás, apresuradas y fallidas alianzas de conveniencia; hemos visto toda la fragilidad de una administración en continua fase de remodelación, en jaque por la investigación que debe aclarar las interferencias de Rusia en las elecciones norteamericanas. Resultado: no desaparece la sensación de los católicos de seguir siendo los homeless de la plaza pública.
Si esta conducta es confusa, peor ha sido el eco que le han dado en los medios en este año de gobierno caracterizado por la violación sistemática de todas las convenciones presidenciales, lo cual hace difícil una valoración ecuánime de la labor de Trump hasta el momento. Pero el gobierno de uno de los presidentes más impopulares de la historia ha “secularizado” en cierto sentido el escenario. De una administración así no cabe esperar modelos de virtud, pero podemos juzgar con realismo su actuación punto por punto, procedimiento por procedimiento. Ser homeless tiene sus ventajas.
Áreas que observar. El intelectual Joseph Bottum, profesor en la universidad de Madison, en Dakota del Sur, exdirector de la revista First things, señala la ironía que envuelve la relación entre Trump y los católicos. «Es uno de los presidentes más inquietantes y vulgares de la historia, pero con él las enseñanzas de la doctrina social tienen la posibilidad de avanzar mucho más de lo que lo hacían con Barack Obama o George W. Bush». Vida y libertad religiosa, según Bottum, son las dos áreas que observar para encontrar signos de esperanza. «A quien le preocupa la protección de la vida, especialmente en sus estadios más vulnerables, tiene buenas razones para considerar de forma positiva ciertos aspectos de este primer año de gobierno. No son cuestiones secundarias o que afecten solo a los católicos llamados conservadores, la dignidad de la vida es el fundamento de la justicia social. Por desgracia, en los últimos cincuenta años, en América y en Occidente ha habido más niños abortados que inmigrantes rechazados. El nombramiento del juez Neil Gorsuch en el Tribunal Supremo ha reavivado la esperanza de poder anular la sentencia del caso Roe vs. Wade (que en 1973 legalizó el aborto a nivel federal, ndr.) y devolver las decisiones sobre la interrupción del embarazo a las autoridades de cada Estado». En línea con la tradición política republicana, la administración también ha vuelto a introducir la Mexico City Policy, el reglamento que impide a las ONG que reciben fondos públicos promover el aborto como método de planificación familiar. La Conferencia Episcopal americana ha aplaudido esta decisión.
Sentido común. Sobre la libertad religiosa, la cuestión más debatida entre los obispos y la Casa Blanca en los años de Obama, Trump ha anulado el mandato que obligaba a las instituciones de inspiración religiosa –escuelas, universidades, hospitales, etcétera– a violar su propia conciencia ofreciendo anticonceptivos y fármacos abortivos gratuitamente a sus empleados mediante los planes aseguradores incluidos en el Obamacare. Se trataba de un asunto crucial, y no solo para los cristianos. Esa orden reducía la libertad de la experiencia religiosa a mero culto, impidiendo la libertad de expresión de la fe en la sociedad. Los obispos han hablado de un «retorno al sentido común» después de un «desastre anómalo que nunca debería haberse producido ni debe volverse a repetir». Vermeule, que ha criticado mucho al presidente, vislumbra una esperanza oculta entre los pliegues de una situación política increíblemente fragmentada y críptica. «Es un signo positivo que algunos políticos se estén convenciendo a la hora de adoptar ciertos puntos válidos de la agenda de Trump» sin tener que transformarse necesariamente en guardia pretoriana de su administración.
El ámbito de la política exterior es el más complicado de descifrar para los observadores. El presidente había prometido inaugurar una era de retirada del mundo de América, pero este año ha circulado por varios informes internacionales con criterios distintos. No ha renovado el acuerdo nuclear con Irán y ha alimentado la escalada de amenazas contra Pyongyang, justo cuando el Papa Francisco pedía a los líderes coreanos «oponerse a la retórica del odio». Ha puesto en discusión todos los tratados de libre comercio. Ha estrechado las ya sólidas relaciones con Arabia Saudí y ha recompensado a una parte de su electorado con la decisión de reconocer Jerusalén como capital de Israel, preparando los trámites para el traslado de la embajada. Otra maniobra muy criticada en el Vaticano, y en gran parte de la comunidad internacional. Resulta difícil identificar líneas estratégicas coherentes en una administración que prefiere las negociaciones bilaterales y mira con escepticismo, cuando no con abierta hostilidad, a las mesas multilaterales y a las instituciones internacionales.
Muros. La inmigración, la política ambiental y la fiscal también son zonas problemáticas. Pero hay que ser claros para evitar secundar las distorsiones que abundan en esta era de la posverdad. Bottum observa que «fuera de los Estados Unidos, la cuestión de la inmigración se ha inflado de manera desmedida. Yo estoy totalmente a favor de leyes más generosas y acogedoras que las actualmente en vigor en América, pero hay que decir la verdad. Esta administración no ha cambiado radicalmente la política migratoria vigente».
A fin de cuentas, el muro en la frontera con México, símbolo trumpiano por excelencia, no se ha construido. El travel ban, que después de tres redacciones obtuvo recientemente una significativa –aunque parcial– aprobación por parte del Tribunal Supremo, limita temporalmente la entrada a los ciudadanos de ocho países (que ya estaba considerablemente limitada antes de esta iniciativa) en virtud de razones ligadas a la seguridad nacional. En la campaña electoral, Trump prometió repatriar a entre dos y tres millones de inmigrantes clandestinos con antecedentes penales (de un total de casi once millones en todo el país), pero en el primer año de gobierno la maquinaria de las repatriaciones ha funcionado mucho más lenta de lo que se esperaba. Con Trump, la agencia federal ICE, que se ocupa de los controles fronterizos, ha repatriado cada mes a una media de 17.500 inmigrantes irregulares que habían cometido algún delito, frente a los 20.000 del año anterior. En 2012 expulsaban a 34.000 al mes. Sin embargo, han aumentado las detenciones a inmigrantes clandestinos.
Matrimonio. Entre las decisiones más duramente criticadas por los obispos, en el ámbito de la inmigración, está la drástica reducción del número de refugiados que Estados Unidos está dispuesto a acoger. Trump ha bajado a 50.000 el tope de entradas anuales, que Obama había puesto en 110.000, y amenaza con reducir aún más las cifras de acogida. La marcha atrás respecto a los llamados dreamers, los inmigrantes clandestinos que entraron en el país siendo menores y siguiendo a sus padres, una categoría para la que Obama concedió una amnistía por decreto, también ha generado muchas críticas entre los católicos.
El abandono de los acuerdos de París sobre las políticas de reducción de las emisiones desató un terremoto político, y el último debate sobre el que los obispos se han pronunciado con fuerza ha sido la reforma fiscal. El texto propuesto por la Casa Blanca, según ha explicado la Conferencia Episcopal, «aumenta los impuestos a los pobres y se los recorta a los ricos, violando los principios básicos de la justicia».
«Es muy interesante señalar que, a la hora de afrontar los problemas, los obispos no se han dejado condicionar por el clima político. Han elogiado a Trump cuando ha hecho cosas buenas desde el punto de vista católico y lo han criticado, incluso muy severamente, cuando ha promovido políticas incompatibles con la doctrina social», explica el padre Thomas Reese, SJ, columnista del National Catholic Reporter. «Esta libertad, en mi opinión, muestra una actitud que contrasta con la de otros grupos, pienso sobre todo en los evangélicos, que apoyan al presidente a priori, incluso cuando dice justo lo contrario que el Evangelio», continúa el jesuita americano, que señala el encuentro entre Trump y el Papa Francisco el pasado mes de mayo como testimonio de la posibilidad de un diálogo constructivo sobre ciertos temas comunes, desde la libertad religiosa hasta la protección de los cristianos en Oriente Medio. «Los medios lo describían como el antipapa, un personaje inaceptable, pero luego cuando se encontraron era evidente que hallaron varios puntos de convergencia sobre los que dialogar. Se trata de una actitud general de la Santa Sede, pero los medios no lo entienden. Ya dijeron que Juan Pablo II había tenido quién sabe qué desencuentro con Clinton, y lo mismo escribieron de Benedicto XVI con Obama. No hubo dramas sino puntos de diálogo y de desacuerdo reconocidos con franqueza. A menudo y en muchos aspectos, la Iglesia ha trabajado mejor con los presidentes más “alejados”».
Hace unos meses, Reese realizó un particular análisis lingüístico de los comunicados de los obispos americanos sobre inmigración y encontró una serie de expresiones especialmente duras. Se han declarado «desanimados», «decepcionados», «profundamente turbados», han hablado de miedo al «fanatismo», de un clima de «intolerancia», de ciertas decisiones «alarmantes», «devastadoras», «dañinas». Este cambio de tono marca, según Reese, el «final de la luna de miel» con Trump, que empezó con una serie de medidas compartidas. Pero con una nota reveladora. «Puesto que para los obispos el matrimonio con Trump nunca se ha celebrado, será más fácil salir silenciosamente del lecho y desaparecer en la noche».
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