Hay un modo muy sencillo de darse cuenta de lo que la Iglesia aporta al mundo: mirar lo que pasó cuando el Papa Francisco llegó a Milán. Gente por todas partes durante todo el día. Un millón de personas. Era un pueblo alegre, contento, sonriente a pesar de sus fatigas. No tanto las del viaje o las horas de espera bajo el sol en el parque de Monza, sino las fatigas de la vida, la trama de preocupaciones y pruebas que forman parte de la vida cotidiana. «Y cada uno de estos tendrá su demonio que lo atormenta», decía el Innombrable de Manzoni mirando a la muchedumbre que iba al encuentro del cardenal Federico. Pues bien, así fue también ese sábado de finales de marzo, idéntico. Entonces, ¿qué esperaba la gente del Papa? ¿La solución a sus problemas? ¿La resolución de cualquier nudo, prueba o drama?
Evidentemente, no. Y, bien mirado, es muy llamativo. Porque sobre aquel puntito blanco, en el fondo efímero como cualquier hombre pero decisivo en cuanto que representa a la Iglesia entera, se volcó una espera mucho más grande. Puede que fuera una espera inconsciente, pero mucho más grande en cuanto que reunía y abrazaba todas las demás.
Y el Papa respondió. Acogió las ansias, los problemas y las fatigas, una por una, haciendo lo que la Iglesia hace desde siempre: abrir el horizonte, remitir a la relación con el Dios bueno que es Padre, a la dependencia de Él y de su misericordia. Lo hizo continuamente, ante cualquier situación que se le planteaba. ¿Las periferias? Son ante todo el lugar donde «podéis encontraros con el Señor, renovar su misión como fue al principio, volver a la Galilea del primer encuentro». ¿La evangelización? Es una alegría colaborar con Dios, pero es él quien la lleva a cabo, quien «pesca los peces», porque «Él es quien conduce la historia». ¿La educación de los hijos? Se afronta fijando la mirada en la «gratuidad de Dios». Hasta culminar en una expresión que, en cierto sentido, es una síntesis: «No debemos temer los desafíos y es bueno que existan. Son signo de una fe viva, de una comunidad que busca al Señor y tiene los ojos y el corazón abiertos. Más bien temamos una fe sin desafíos, que se considera completa como si todo hubiera sido realizado. Porque los desafíos nos ayudan a hacer que nuestra fe no se vuelva ideológica».
La Iglesia no aporta la solución de los problemas, sino «ojos y corazón abiertos». Es decir, esa actitud sincera que nos permite afrontarlos, como explica don Giussani. Es la religiosidad, la conciencia de que dependemos de Dios. «Él es quien conduce la historia». Y esto abre un horizonte que no nos aleja de la realidad, al contrario, nos dispone a contemplarla por lo que realmente es, porque nos da un punto de vista que permite captar en la vida cotidiana una profundidad que de otra manera no percibiríamos o sufriríamos pasivamente.
Por eso la palabra que más se oyó entre los milaneses fue «esperanza». Antes y después de la llegada de Francisco (impresionante leer las palabras de los vecinos de las Casas Blancas o de los presos de San Vittore). Siguen los problemas, pero la Iglesia está viva, está con nosotros, las «palabras eternas» de Jesús siguen «vivas en el tiempo», como escribía Charles Péguy. Ante los problemas que siguen como la vida misma, el manifiesto que CL propone para la Pascua nos invita a descubrir el gusto de afrontarlos.
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