¿Por qué un sacerdote, mirando un grupo de jóvenes, puede decir: «Aquí está el futuro del continente»? En febrero, un centenar de jóvenes africanos se han reunido para celebrar los Ejercicios espirituales de los universitarios. Para poder firmar: «Yo»…
Arnold acaba de empezar la universidad. Marketing internacional en Kampala, Uganda. Tiene diecinueve años y una enfermedad en los ojos. Ya ha perdido la visión en uno, el otro está dañado. Hace unos meses fue a Italia y quiso visitar la tumba de don Luigi Giussani. Allí dejó una nota con una petición. «Pedí que se me concediera un corazón que desea como el suyo». No pidió ver. «La vida está llena de personas que pueden ver, ¿pero cuántos son felices?». Por tanto, incluso ahora cuando vuelve a pensar en ello, no le cabe duda y está en paz: «Es el deseo lo que te lleva lejos. No los ojos».
Arnold sabe lo que quiere, quiere desear. Puede dar cierto miedo esta necesidad extrema, a veces dolorosa, este «agujero negro» como lo llama Esther, 18 años. También ella, al igual que Arnold, ha participado con un centenar de jóvenes africanos en los Ejercicios espirituales de los universitarios de CL en Eldoret, una ciudad a medio camino entre Kampala y Nairobi. Comenta Esther: «No quiero quitarme de encima este agujero». ¿Por qué estos chicos estiman tanto su deseo?
Su vida ha cambiado a raíz del encuentro con el cristianismo. «Aunque sus duras condiciones existenciales sigan siendo las mismas», apostilla Rose Busingye, responsable de CL en África. No se han hecho ricos. Siguen comiendo una vez al día, teniendo que andar kilómetros por caminos de tierra, con familias desastradas. «Yo quiero evitar esto o aquello…», continúa Rose: «Ellos, a pesar de lo que han vivido y siguen viviendo, no quieren evitar nada. Y yo les sigo».
Además de Uganda y Kenia, llegan también de Burundi, Angola y Mozambique para pasar tres días con Ignacio Carbajosa, el sacerdote español que ha viajado hasta allí para guiar los Ejercicios con el lema: “A ti anhela todo mi deseo”. Desde Kampala han viajado once horas. Nueve, desde Nairobi. Para sufragar los gastos han lavado coches en la parroquia, mientras el país está azotado por la sequía y las universidades están cerradas a causa de las huelgas de profesores. La situación puede seguir así durante meses.
Cruzando la carretera. Para los jóvenes keniatas, después del colegio, la idea de la universidad (para los que consiguen entrar) coincide con la idea de hacer, por fin, lo que uno quiere. Entiéndase, de día clases y por las noches fiestas con droga y sexo. Es lo normal. Pero el padre Gabriele Foti, misionero de la Fraternidad San Carlos en Nairobi, piensa en Alex, Patrick, María y los demás que han empezado a compartir la vida de una manera totalmente nueva para ese ambiente: «El estudio juntos, la Escuela de comunidad, el compartir la vida… Incluso el poner en discusión el aspecto afectivo, que aquí es brutal, en todos los sentidos». Aquí las relaciones dependen de la sangre, la etnia, la tribu y la amistad es un bien absolutamente raro. «Sobre todo entre los adultos».
En cambio, en Eldoret los jóvenes son todo un río de preguntas, en la asamblea, comiendo, en los descansos, hasta por la noche. «En su cultura un chaval crece sin poder mirar a la cara a un adulto hasta que no se casa», dice Nacho: «Se ve que estos chicos han encontrado una propuesta que desafía su libertad. Si pensamos en la crisis educativa que hay en África, al igual que en Europa, impresiona ver cómo se van generando personalidades firmes y libres, cómo madura su fe y cómo la ponen en juego a la hora de afrontar su vida. Te miran a la cara y miran su propio corazón». Y lo interrogan potentemente.
Gladys viene de una familia numerosa y difícil del suburbio de Kireka, con un padre alcohólico que llegó a odiar tanto que se odiaba a sí misma. «Para mí la vida no tenía ningún sentido. Solo esperaba morirme». Tiene diecisiete años. Al encontrarse con el movimiento se sintió tan amada que empezó a amar a su padre incluso cuando estaba borracho. Y a hacer Escuela de comunidad con él, hasta verle abrirse como un niño ante la posibilidad de una vida distinta. «Creía que mi deseo comenzaba y acababa conmigo», cuenta Gladys: «En cambio he entendido que es la ocasión de una relación con Aquel que me está haciendo, que me llama precisamente a través de mi deseo». Cada noche antes de acostarse, pide una sola cosa: «Señor, mañana quiero volver a encontrarte». Y por la mañana pide mirar la realidad sin dar nada por supuesto. «Para ir a clase todas las mañanas tengo que cruzar dos carreteras muy anchas por donde pasan los coches a toda leche sin importarles un bledo los que tienen que cruzar. Es algo que siempre me ha molestado y me ha hecho enfadar. Pero ahora sé que en ese momento Dios me dice: “Gladys, aprende a tener paciencia”. También con este incordio de los coches, con todo, Él está educando mi corazón».
«A veces creemos que la Escuela de comunidad es demasiado difícil para los chicos», cuenta Nacho: «En cambio ellos aprenden todo de ahí. Se la toman muy en serio. La gran novedad, la “palabra que salva”, no viene de una introspección o de una ideología; es la palabra de Cristo que nos llega a través de la Iglesia. Esta palabra les ha dicho que tienen un valor. Y esto se convierte en una experiencia: la “persona” tiene un valor irreductible porque depende solo de Dios; y el “Reino de Dios”, el hecho de que las cosas tienen un significado y la vida tiene un Destino bueno».
Sin someterse a una banda. Giorgio Vittadini jr., un chicarrón negro de 18 años al que Rose puso el nombre de un amigo suyo, creció en la Welcoming House para niños abandonados. Participaba por primera vez en unos Ejercicios: «Tenía los entrenamientos de fútbol, pero cuando leí el lema pensé que tenía que ir. Quería entender qué es lo que anhela mi alma». Escucha a Nacho decir: «Nuestro verdadero deseo no lo entendemos analizándonos, sino a través de una historia particular que acontece». A la luz de esta afirmación volvió a leer toda su vida. «Recorrí toda la belleza que Rose y los demás me han ofrecido para poder crecer. Hay alguien que lucha para que yo viva. Dios me alcanza, se hace carne para mí».
Arnold acabó viviendo con su familia en un barrio controlado por una banda. Prácticamente todos los jóvenes de la zona pertenecen a esa banda. Él no. «Quiero seguir siendo yo mismo», piensa: «Quiero una firma: “Yo”». Pero los de la banda empiezan a perseguirle. Están siempre allí en la calle, en grupo: ropa cara, relojes, móviles. Cosas que cualquier chico querría. «Pero yo sé que tengo algo que ellos no tienen». Ellos le toman el pelo, luego le insultan y se ponen agresivos. Los tiene a todos en contra, solo porque no es como ellos. Un día se da cuenta de que uno le está siguiendo. Él acelera el paso. El otro le alcanza: «¿Qué tal?». Le habla de la banda, luego le dice: «Me gustaría ser tu amigo. Necesito un amigo como tú». Arnold piensa que le está tomando el pelo: «Tienes ya muchos amigos en la banda. ¿Qué quieres de mí?». Y oye: «Tú vives feliz y seguro sin tener una banda. Yo sin ella no podría… me sentiría un don nadie». «En ese momento», recuerda Arnold, «entendí qué diferencia hay entre formar parte de una amistad o de una banda. Yo necesito ser amado, pertenecer a Alguien que me haga libre y me haga ser yo mismo».
Mientras escucha hablar a estos chicos, el padre Adriano Ukwatchali piensa: «El futuro de África está aquí». Viene de Angola, conoció el movimiento hace unos años y ha ido a Eldoret con José y Horacio, dos estudiantes de Derecho, como él de Benguela. Para ellos era la primera vez en todos los sentidos: los primeros Ejercicios, la primera vez que salían de Angola, el primer avión... «Sobre todo era la primera vez que escuchaban hablar a así del deseo. Me dijeron que nunca se habían preguntado por qué tenemos dentro una necesidad infinita», dice el padre Adriano: «Estaban impactados por ver que la fe tiene que ver con la vida, ¡con toda la vida! Además no salían de su asombro al ver que gente que no los conocía de nada les ayudaba incluso a pagarse el billete de avión». Pero es él quien se maravilla con cada cosa en estos días: «El afecto con el que nos atendieron, la unidad entre personas desconocidas, de orígenes y lenguas distintas, el secretario del Nuncio ugandés que traducía para nosotros al portugués, los diálogos… y por encima de todo la celebración de la Eucaristía juntos. Ha sido el centro de todo». Piensa en el futuro de África mirando a estos chicos. ¿Por qué? «Por la seriedad con la que se toman su vida. Ellos no pertenecen a la apatía africana, ellos quieren cambiar. Lo ves por las preguntas que plantean. Han descubierto el sentido de la vida, quieren seguirlo y no perderse nada».
Cristine frecuenta la High School en Kampala, tiene dieciséis años. Dice que lo ha intentado todo para comprender a su deseo. «¡Mi deseo es infinito!», dice feliz. «Para mí ha sido como renacer. Saber que a partir de mi deseo puedo vivir verdaderamente la relación con Dios». Le ha llamado la atención cuando Nacho hablaba de la necesidad de dar las gracias. «Si alguien me lo preguntara, le diría que la persona a la que quiero dar las gracias es Dios. Ha salido a mi encuentro de la manera más concreta: don Giussani ha descubierto la belleza del vivir y la ha transmitido a otros. Yo no lo entiendo todo… pero no importa. Jamás me iría de aquí porque perdería algo que es muy difícil tener. La verdad de mí misma».
Pero si Dios nos concediera todo lo que deseamos, ¿seguiríamos buscándole? Es tan solo una de las muchas preguntas de Prim, una chica de 17 años. Cuenta algo que soñó recientemente: «Deseo también mientras duermo. ¡El deseo nunca duerme!», dice, divirtiendo a todo el mundo, luego se pone seria: «Es el Señor el que me ha hecho con esta naturaleza. Y que me salva ya con el mismo deseo». Fredy se dice sorprendido: «Cuando supe del título de estos Ejercicios, llegué enseguida a una conclusión: “Sí, tú Señor eres lo que anhela mi corazón, porque sin ti todo es poco. Es fácil, he entendido”. Pero luego, caminando en silencio durante una hora, empezó el verdadero drama. Yo, por mí mismo, no tendría ese deseo. Lo tengo porque Otro me lo ha puesto en el corazón, porque Dios me está diciendo: “Fredy, a ti anhela toda Mi alma. Te he creado para compartir contigo este deseo, este amor que te tengo”. No sé qué pasará mañana, pero quiero vivir hasta mi último aliento este deseo que soy».
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