Hace treinta años, el 22 de febrero de 1987, moría el exponente más conocido del Pop Art. Nos dejó una biografía contradictoria, obras exitosas y una pregunta capital. ¿Cómo puede un arte intencionalmente superficial ser expresión auténtica de un ánimo sinceramente religioso?
«En el momento de su muerte, que le alcanzó a la edad de 59 años, el 22 de febrero de 1987, Andy Warhol era para muchos poco más que la parodia de un artista», ha escrito Jerry Saltz del New York Times: «Era considerado un parásito de la sociedad que vivía sobre las espaldas de artistas más jóvenes. Un individuo ya cocido y sobreexpuesto, el mito de sí mismo, un artista de night club que se iba por ahí con Liza Minelli y hacía retratos de gente famosa por dinero. Después murió y de repente todas sus apariciones mundanas, sus fotos, los programas de televisión, las películas, las revistas, hasta los cuadros que mucha gente había mirado siempre con sospecha, tomaron vida, creciendo de estatura. Mi pregunta es: ¿Cómo es que Warhol es más respetable muerto que vivo?»
A treinta años exactos de la desaparición del Pope of the Pop, el papa del pop, hay varias maneras de responder a esta pregunta. Una manera es considerar lo que sucedió en la misa en sufragio por Warhol, en la catedral de Saint Patrick en Nueva York, algunos días después de su muerte. En el elogio fúnebre tomó la palabra el crítico John Richardson, que reveló no solo que el artista era un fiel voluntario de un comedor para pobres, sino que como católico de rito bizantino, hasta sus últimos días, frecuentaba la iglesia en la misa dominical y para rezar los días laborables. «Los que lo hayáis conocido en circunstancias que eran la antítesis de lo espiritual os habréis sorprendido de que este lado haya existido», dijo Richardson ante decenas de celebridades: «Pero existió y cómo, y era la clave de su mente de artista».
Para muchos aquel momento fue la ocasión de reconsiderar la obra de Warhol desde otra perspectiva. Cómplice de este gran malentendido fue él mismo, que hizo de todo para confundir las cartas: «No toméis nunca a Andy al pie de la letra», aconsejaba Richardson. No obstante, a treinta años de distancia, lo que aparece como un enigma no ha sido aclarado del todo. ¿Cómo puede un arte intencionalmente superficial ser expresión auténtica de un ánimo sinceramente religioso, por no decir católico?
Una clave para resolver el enigma. Sus biógrafos han recogido muchas anécdotas que atestiguan el apego real de Warhol a la Iglesia. Alguien ha dicho que siempre llevaba en el bolsillo un Rosario. Su amigo Bob Colacello sostiene que después del atentado de 1968, cuando una desequilibrada le disparó dejándolo en trance de muerte, prometió que, si sobrevivía, iría a misa cada domingo. Está la fotografía de su encuentro con el papa Wojtyla en la Plaza de San Pedro en 1980. En su mesilla se encontró el libro de oraciones de su infancia. Richardson dice que Andy pagó el seminario a un nieto y, al menos en un caso, fue responsable de una conversión (el crítico no dio más detalles). Sin embargo todos sabían que Warhol no era un santo. Su Silver Factory en los años sesenta fue para muchos un lugar de autodestrucción (un ejemplo sobre todos: el bailarín Fred Herko, que se arrojó desde el techo del edificio). Tenía debilidades como todos, e incluso alguna más. Es evidente que el misterio no puede resolverse confiando solo en los datos autobiográficos y limitándose a constatar que, entre iconos del consumismo y celebridades, en su producción artística aparecen también sujetos religiosos.
Si hay una clave para resolver el enigma, esta ha de encontrarse –esta vez sí– en profundidad, es decir, en la concepción que Warhol tenía de aquello que más le interesaba: las imágenes. En este sentido viene bien saber que su familia provenía de un pequeño pueblo de los Cárpatos –en el registro estaba inscrito como Andrew Warhola– y que, llegada a Pittsburgh, frecuentaba la iglesia bizantina católica de San Juan Crisóstomo. Esa iglesia posee un iconostasio y los fieles, como hacen también los ortodoxos, al entrar besan los iconos. El beso indica una unión casi sacramental con la imagen, que es instrumento de la relación con lo divino. El fondo dorado de los iconos es el espacio eterno de la dimensión sagrada. Y sin embargo el icono está vivo y mira al fiel, el cual, con humildad, se deja mirar. Por eso la tradición oriental ha codificado cánones para la composición y la simbología a la que se atienen los pintores de iconos.
La repetitividad y la despersonalización típicas del arte bizantino son los mismos que marcan la obra de Warhol ya en sus primeras obras maduras. Las latas de la sopa Campbell se reproducen de manera fiel, sin voluntad de interpretación. La figura se repite idéntica a sí misma. Los objetos de la vida cotidiana se ofrecen como un gesto de estima hacia todo lo que nos rodea.
Solo podemos suponer hasta qué punto la pintura, en Warhol, invita al espectador a hacer lo que el fiel hace ante el icono sagrado. Es decir, entrar en relación real con lo que está representado. Sin duda la suya era una propia y verdadera bulimia de realidad. En América, un diario visual Warhol cuenta que cuando los periodistas preguntaron a Juan Pablo II qué le gustaba más de Nueva York, respondió: «Todo». Y el artista añade: «Esta es exactamente mi filosofía».
Un extraño destino. Incluso su pasión por las celebridades, en el fondo, es un modo totalmente americano de celebrar el deseo de ser amados. Y no resulta para nada frívolo proponer los retratos de Marylin Monroe, Jackie Kennedy y Liz Taylor en los momentos más dramáticos de sus vidas. También aquí: parecería la invitación a un gesto de afecto, a un beso, a una mirada que entre en relación con lo que de no superficial hay en los rostros que todos se contentan con mirar con superficialidad.
Esto no significa que Warhol quisiera hacer un arte religioso y mucho menos arte sagrado.
Sin embargo, por un extraño destino, en sus últimos dos años se encontró trabajando de modo feroz sobre la imagen de Cristo. La ocasión, bastante casual, fue la invitación del galerista Alexander Iolas a hacer una exposición en Milán, en el Palazzo delle Stelline, a pocos metros de la Última cena de Leonardo. Será su última muestra, inaugurada pocos días antes de su muerte.
Jane Dagget Dillenberg, en The Religious Art of Andy Warhol, ha calculado que el artista, incluidas las versiones en que usó el rostro de Cristo como múltiplo, lo representó 448 veces. Se trata del ciclo con sujeto religioso más amplio de todo el arte americano. Y algunas obras son las más monumentales de la producción de Andy: The Last Supper (Red) de 1986, con sus diez metros de longitud, es incluso más grande que el original de Leonardo.
Que Warhol se apasionase en este trabajo es más que comprensible: se enfrenta a una de las imágenes más reproducidas de la historia del arte, cuyo protagonista, Jesús, mirándolo bien, es la celebridad al máximo grado: Jesus Christ Superstar. Todos lo conocen, todos lo quieren. No solo: la familia Warhola tenía suspendida la imagen de Leonardo sobre la mesa de la cocina en su casa de Pittsburg. Y su madre, Julia, que vivió hasta su muerte con su hijo, tenía en su libro de oraciones una estampita del Cenáculo. El encuentro con el tema de Cristo puede considerarse, con razón, el cumplimiento de una poética ya madura, que hunde sus propias raíces, como afirmaba Richardson, en la religiosidad popular. El trabajo sobre Leonardo, de alguna manera, no se limita a proponer de nuevo con alguna modificación la imagen del Cenáculo. Warhol usa como base para sus pinturas un dibujo sacado de una enciclopedia del siglo XVIII, y para las serigrafías una reproducción comprada en un negocio coreano de objetos religiosos no distante de la Factory. Nacen así The Last Supper (Wise Potato Chips), en la que superpone a la escena evangélica, para indicar su aire de sabiduría (wise), el logo con forma de ojo de una marca de patatas fritas. En The Last Supper (Dove), usa el logo del conocido jabón y una paloma. La referencia, sugiere Dillenberg, es a un episodio importante para la Iglesia oriental, el del Bautismo en el Jordán, donde el Espíritu Santo desciende sobre Jesús en forma de paloma. A la izquierda el precio, “59¢”, para indicar que, como los productos de uso común a bajo precio, Cristo se ofrece a todos. Y a la derecha el logo de General Electric, la empresa que lleva energía y luz a todas las casas de los americanos.
Otro ciclo de pinturas se titula Be Somebody with a Body (with Christ of The Last Supper), en que la inscripción que da título a la obra se sitúa entre las imágenes de Jesús de la última cena y un sonriente bodybuilder, vagamente semejante a Warhol. Aquí se inicia un cortocircuito entre la experiencia del artista, a quien en sus últimos años había comenzado a seguir un entrenador personal, y la figura de Cristo en el acto de instituir la Eucaristía. Así la frase «Sé alguien con un cuerpo» se convierte en una doble oración, a sí mismo y a Jesús: ambos no pueden permanecer como almas desencarnadas.
Monumentales y majestuosas son las tres grandes serigrafías, siempre dedicadas al cuadro de Milán: la rosa, la de camuflaje y la roja. Pero quizá la imagen más impactante es la que ofrece Christ 112 Times, en la que el Jesús de Leonardo se repite de manera obsesiva 28 veces sobre cuatro órdenes. No es la primera vez que Warhol hace una operación similar. Pero aquí es el modo de traducir en imágenes la manera en que, seguramente de niño, Warhol estaba acostumbrado a rezar. Típica del cristianismo oriental, de hecho, es la jaculatoria «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador», que se repite como un mantra decenas y decenas de veces: Gospodi pomilui.
Del último periodo, hay además dos pequeñas obras, que reproducen la inscripción: «Repent and Sin No More» (Arrepentíos y no pequéis más), y «Heaven and Hell Are Just One Breath Away» (El Paraíso y el Infierno están a un respiro de distancia). Y un pequeño y conmovedor Christ $9.98, un Jesús popular verdaderamente al alcance de todos.
Si alguien le hubiese preguntado a Warhol por qué pintaba esos temas, se habría limitado a un lacónico: «Porque me gustan». Y no obstante, su aparente desapego de las cosas y de sus significados parece contradecirse por una frase que le arrancó Pierre Restany, gran crítico francés, que presenció la inauguración de la muestra de Milán. «Me sorprendió lo que me dijo Warhol: “Pierre, ¿crees que los italianos verán el respeto que siento por Leonardo?”», cuenta el crítico: «Conscientemente o no, me parece que Warhol actuó como alguien que tiene a su cargo una obra maestra de la cultura cristiana, preocupado por continuar una tradición de la que se siente parte».
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