Crisis, precariedad, desempleo. En un escenario laboral que cambia muy deprisa, la batalla por encontrar un puesto de trabajo abre mil preguntas incluso entre los que ya lo tienen. ¿Qué podemos aprender de un desafío como este? Se lo preguntamos a GIORGIO VITTADINI
¿Cuáles son los criterios para elegir un trabajo? ¿Qué hacer cuando uno no está satisfecho con el puesto que tiene? ¿Se puede aceptar un empleo que no te gusta? ¿Por cuánto? Las aspiraciones, los deseos, las ambiciones, ¿hasta qué punto son importantes? ¿Cómo conciliar la familia con la carrera? «Son preguntas que me plantean muchas veces los jóvenes, pero que nos afectan a todos, incluso a los que llevamos años trabajando. Son indicio de una situación que se complica cada vez más», dice Giorgio Vittadini, presidente de la Fundación por la subsidiariedad y profesor de Estadística metodológica en la Universidad Bicocca de Milán, con una larga actividad de investigación en este tema. La realidad habla de una precariedad creciente, de reducción de salarios, de aumento de la competitividad, de subempleo y de una preocupante tasa de paro. Pero también de jornadas laborales cada vez más largas. Y luego están las cifras de una crisis que no deja de hacerse notar desde 2008, con una tasa de desempleo en España del 18%, que roza el 43% entre los menores de 25 años. Y con un futuro nebuloso por delante. «En un panorama como este, con continuos cambios y lleno de incertidumbres, el riesgo es el de quedar aplastados».
Partamos de este contexto. Usted ha realizado estudios sobre capital humano y sobre los cambios que han revolucionado la relación entre la persona y el trabajo (véase Huellas de enero). ¿Qué es lo que está en juego?
Ante todo, una concepción. Se está librando una batalla entre dos concepciones. La primera concibe el trabajo como algo omnicomprensivo, que otorga sentido al vivir, por lo cual tú eres tu trabajo, tu carrera; al margen de una identidad personal, que queda reducida al estar en función de la empresa; y que carece de ideales, puesto que implica conformarse con obtener un beneficio individual. Antes de la crisis, parecía que el bienestar colectivo solo podía venir de esta falta de valores, del egoísmo del individuo, como en el cuento de las abejas de Bernard de Mandeville del siglo XVIII. En cambio, con la crisis financiera se han puesto de manifiesto los efectos perversos de esta conducta incluso para la gente común, la que ha tenido éxito. Uno lo sacrifica todo por la carrera, pero cuando esta le pasa factura, a los cuarenta o cincuenta años se siente acabado, deprimido, porque su valor dependía del éxito.
Pero muchos parecen escaquearse del trabajo, trabajan mal…
Es la misma concepción, pero a la inversa. Pensar que la vida está en otra parte, fuera del trabajo. Ceder a esta lógica quiere decir encerrarse en la diversión, en la familia, en los hobbies, en un sindicato, en la parroquia, en cualquier otra cosa. Pensando que la empresa es una especie de vaca que ordeñar: obtengo mi sueldo, trabajo lo mínimo, pero «querida empresa, tu destino no es el mío». También en este caso uno vive deshumanizado, dividido, alienado, igual que quien concibe como el único ideal la carrera profesional.
Entonces, ¿cuál es la concepción alternativa?
Cada vez se multiplican las evidencias empíricas de la necesidad de recuperar en el ámbito del trabajo los aspectos ligados a la persona y a su originalidad, como explicaba en Huellas de enero: estabilidad emocional, amigabilidad, apertura a la experiencia, por citar algunos. Muchos expertos en recursos humanos y economistas, empezando por James Heckman, Premio Nobel de Economía, se han dado cuenta de que incluso la productividad en el puesto de trabajo suele conjugarse con esto. Hace unos días, un profesor de Finanzas en Denver me escribió al respecto, diciéndome que últimamente empiezan a abrirse paso, de manera inédita, teorías que muestran cómo el background educativo y cultural, la edad y los rasgos del carácter contribuyen a explicar ciertas variables también en el ámbito financiero. La pregunta, entonces, es si la “persona” tiene que ver o no con un cierto resultado económico, si marca la diferencia.
¿Y usted qué responde?
Que tiene que ver, y de qué manera. Lo estamos viendo cada vez más. Empezamos a darnos cuenta de que hasta los grandes empresarios no son tiburones enfermos de éxito, sino personas que se mueven a partir de “otra cosa”.
¿Por ejemplo?
Pensemos en el mito laico de Steve Jobs, que iba a Stanford en chanclas, no se graduó y solo estudió caligrafía. Su mayor contribución, más que informática, fue comunicativa. Intuyó que delante de la pantalla había una persona que en la mayoría de los casos tenía pocos conocimientos técnicos. Él se identificó con esa persona e inventó objetos fáciles de usar, como el Mac, el iPhone y el iPad. Los grandes genios empresariales son personas así. Un manager puede conformarse con gestionar, pero un empresario que crea, inventa y desarrolla un producto nuevo debe tener una genialidad humana, una capacidad para intuir la necesidad de la gente, para entender cuáles pueden ser los puntos de fuga positivos en la realidad. La “genialidad de lo humano” está también en el origen del desarrollo económico. Una célebre frase de Saint-Exupéry dice que para construir un barco no basta con juntar obreros, materiales y proyecto: es necesario el anhelo del mar infinito. La investigación sobre los character skills a la que nos referíamos nos invita a reflexionar sobre estos aspectos. Lamentablemente, incluso muchos de los que empiezan a reconocer los efectos positivos en el trabajo de estos non cognitive skills creen que solo son nuevos mecanismos del hombre.
¿En qué sentido?
Pensemos en la idea del team building, una nueva técnica de formación de directivos. Se cree que para formar la creatividad de una persona y su disponibilidad para el cambio, hay que ponerla en condiciones extremas, en las que pueda desarrollar reacciones igualmente extremas: encontrar el hotel de noche en un bosque, hacer rafting… En cambio, lo que hace falta es que descubra su corazón, su razón, su capacidad para leer la realidad, el gusto por su libertad, el deseo de una felicidad plena e integral. Es “otra cosa” que no se puede inducir mediante nuevos procedimientos. “Algo que está antes” que el trabajo, que “nace” fuera de la empresa, que no pertenece a la empresa. Y esto suele producir escándalo.
¿Por qué?
Como decíamos antes, normalmente se piensa que nadie te puede ser útil si no lo dominas. Es todo lo contrario. Precisamente porque uno es libre, puede servirte mejor. En el Imperio romano, los primeros cristianos nunca pusieron en discusión el poder. Sencillamente decían: «Yo no te pertenezco». Podían ser soldados, pero sin adorar al emperador. Santos como Nabor, Félix, Gervasio y Protasio fueron mártires por ello. Aquí sucede lo mismo. El desafío es que yo sirvo a la empresa, te ayudo y trabajo, precisamente si antes me dejas ser libre. Sin embargo, te dicen: «No, yo –empresa– lo quiero todo».
¿Pero qué es ese “algo que está antes”?
El corazón de la persona, lo que te hace desear algo o alguien que responda a tu necesidad de felicidad, de justicia, de belleza. Es lo que te hace desear un sentido dentro de lo que haces, es tu character, tu personalidad en su origen más profundo.
¿Qué es ese origen?
El alma del trabajo es un amor a lo que tienes delante, a las condiciones laborales, aunque sean difíciles. ¿Por qué hay personas que desempeñan tareas humildes y siempre están contentas? Sobre todo porque saben que, con su trabajo, con el sueldo que ganan, permiten vivir a alguien que aman. Pienso en los que emigraban para ir a la mina, gente que amaba a su familia y que quizás tenía que alejarse de ella para ir al extranjero. Todos los días varios kilómetros bajo tierra. Una vida peligrosa para mandar dinero a casa. El afecto daba razones para todo esto. Y el gusto de contribuir con el propio esfuerzo al bienestar del propio pueblo. Y más aún, la percepción, incluso en un trabajo humilde, de estar transformando la realidad para hacerla mejor.
Entonces, ¿el problema es que se ha extraviado esta conciencia?
Decir eso sería reactivo. Se dice demasiado pronto que ya se ha perdido esta conciencia. Hace falta salir a buscar estos ejemplos. Verlos. Hay gente de buena voluntad que, sin tener un “antes” o un “después”, tal vez sin saber por qué, se toma verdaderamente en serio lo que tiene entre manos. ¿Cuántos cuidadores trabajan día y noche para mandar dinero a sus familias? Quieren a alguien y con ese querer motivan lo que hacen. Lo mismo vale para muchos inmigrantes. La noche de Navidad conocí a un chico que vendía flores por la calle. Cuesta hacer ese trabajo, es muy difícil vivir de eso; ahorra en comida para mantener a los suyos, que están en Bangladesh. Tenía un empleo fijo que perdió, pero verlo cómo vendía flores daba una idea de amor al trabajo, porque estaba ligado a un afecto. Es una prioridad distinta, que cambia la circunstancia concreta.
Pero esos son casos límite…
No. Hay mucha gente que ama su trabajo. Jóvenes que quieren incidir en la realidad y construir un futuro para ellos, para la nación a la que pertenecen, o tal vez emigrando. Madres que quieren cuidar a su familia y trabajar. Profesores que siguen educando en escuelas degradadas. Gente que tiene el gusto de aprender un oficio o descubrir las oportunidades –no contra sino para el hombre– de las novísimas tecnologías, como las de la industria “4.0”. Trabajadores y empresarios que hacen de todo por salvar una fábrica o crear empleo. Gente que trabaja con pasión aunque tenga contratos precarios.
¿Cómo se puede vivir humanamente el trabajo?
Creo que hay que recordar los tres criterios de los que habla don Giussani a propósito de la vocación. Ante todo, uno solo puede partir de su corazón, de su deseo, de sus aspiraciones, de sus pasiones, de sus talentos. Muchas veces ya no se mira esto porque no nos fiamos de nosotros mismos, no nos damos cuenta de que tenemos un corazón donde hay algo hermoso. La inclinación personal, de hecho, es un don. Para entender si estas inclinaciones se pueden realizar solo hay una manera, que es el segundo criterio: verificar en los signos de la realidad si se pueden realizar tal como son o si hay que modificarlas en virtud de las sugerencias de la realidad misma. Descubriendo además que estos cambios de ruta no van en menoscabo de la propia realización, sino a favor de la concreción del camino. Hace años había chicas que, tal vez por la muerte de sus padres, no se casaban, dejaban de estudiar y empezaban a trabajar para hacerse cargo de sus hermanos pequeños. Esto puede pasar muchas veces en la vida, también en las circunstancias más complicadas. Tercero, no hay que demonizar sino valorar a quien, mirando lo que sucede a su alrededor, se pone a disposición para responder a las necesidades más evidentes. Por lo que puede, por ejemplo, hacerse médico o enfermero para aliviar la necesidad de los enfermos, o querer educar, o dedicarse a los pobres... Y dedicarse a estos trabajos si puede.
Todo lo contrario de una cuestión de balances o cálculos, ¿no?
Sí. Hay que educar para reconocer las propias inclinaciones, obedecer a la realidad, moverse con gratuidad. Solo puede suceder mediante ejemplos adultos que nos acompañen e indiquen el camino. En Italia, pienso en casos como Galdus en Milán, Cometa en Como, la Plaza de los Oficios en Turín y muchas otras realidades que nos han devuelto la oportunidad de aprender un oficio: pastelero, esteticista, carpintero... Pero no como un recurso para chicos en riesgo de fracaso escolar. ¿Qué hacen los jóvenes en estos ámbitos? Guiados, meten las manos en la masa, prueban. Y empiezan a descubrir que pueden amar lo que hacen. No solo enseñándoles la técnica sino contagiando una pasión. Hace falta alguien que les diga: «Prueba, mira, haz y deshaz». Que les haga descubrir su corazón. Uno “pierde” la capacidad de trabajar cuando ha perdido el corazón. Y por tanto la capacidad de construir que lleva dentro. Si recuperas tu corazón, tu humanidad, recuperas una pista para trabajar.
Resumiendo, hacen falta testigos. ¿Pero quiénes?
Hacen falta personas que den la vida para que otro viva. «No hay sacrificio más grande que dar la vida por la obra de otro». Gente que viva con gusto su trabajo diario y lo suscite en otros, enseñando técnicas y ganas de trabajar sea cual sea la situación en que se encuentre.
Y la fe, ¿qué añade?
Cuando empecé a trabajar me enseñaron un cuadro que escondía detrás una cruz. Como diciendo: «¿Ves? Nadie la quita pero aquí no debe verse». Ante la objeción de que para estar allí yo tuviera que ser “solo universidad”, me di cuenta de que para mí la fe no era una pertenencia ideológica que esconder u ostentar, según el caso. Era el reconocimiento de Alguien que me hace compañía, lo mismo que hizo aquel carpintero de Nazaret hace dos mil años. Él dialoga con mi corazón, como una presencia que siempre está cerca de mí, esculpida en los rostros de la comunidad cristiana en los que se encarna y que me corrigen, inspiran, confortan, aconsejan y, sobre todo, me enseñan a reconocerlo a mi lado. ¡Qué ayuda para vivir el trabajo de un modo más humano!
EL MANAGER AHORA LLEVA UN TAXI
Tenía un puesto de trabajo estupendo y un currículo de primera. Luego, Giorgio se dio cuenta de que algo no marchaba bien y entonces…
«El trabajo no lo es todo. Pero en tu trabajo lo das todo». Para poder decirlo Giorgio, 53 años, ha tenido que pasar por una carrera brillante y acelerada en la dirección de recursos humanos de grandes empresas multinacionales.
Licenciado en Derecho, con las ideas claras desde el principio, su primer empleo fue en un banco. A los pocos meses se despidió, con cierto desconcierto por parte de su padre, porque no le ofrecían formación en lo que le interesaba, la gestión de relaciones. Luego, con 26 años, le contratan en una empresa colectiva de restauración. Allí se faja en las relaciones con los trabajadores y con las asociaciones sindicales. Al año y medio, pasa a la dirección del Grupo Rinascente, homólogo italiano del Corte Inglés: «Fue la etapa formativa más interesante para mí. Éramos un grupo de jóvenes que entramos en la empresa a la vez. Se establecieron relaciones sólidas, que siguen todavía hoy». De ahí, el salto a las multinacionales: «El mercado del trabajo era entonces muy distinto al de hoy: receptivo, dinámico, con oportunidades siempre nuevas». Entra a trabajar en Coca Cola, durante dos años. Le toca reestructurar las plantas de producción y toma contacto con lo más duro para quien trabaja en recursos humanos, los despidos. Los ritmos de trabajo se aceleran progresivamente. Pasa a Nestlé, luego a una empresa de tecnología informática.
En 2000 entra en la alemana Software AG. El ritmo es inhumano: «Contrataba, contrataba, contrataba… gente que a los dos meses se iba, ¡y cambio otra vez! Una movilidad extrema». En un momento dado la burbuja se pinchó y Giorgio tuvo que gestionar la crisis, pasando de 400 empleados a unos diez: «Me di cuenta de que el estrés de esa situación podía conmigo. Incluso cuando estaba en casa, no estaba presente. Trabajaba en el ordenador o estaba demasiado nervioso para estar a lo que tenía que estar. Ángeles, mi mujer, tuvo una paciencia infinita conmigo. No me reprochó nunca que estuviera ausente, ni me pidió que cambiara de trabajo. Me apoyó siempre, discretamente». De su último trabajo en una empresa de consultoría italiana, empezado en 2013, se fue el pasado mes de febrero. Hoy trabaja de taxista.
«Fue una decisión difícil. Llevaba años comentando con mi mujer y mis amigos la dificultad con el trabajo, pero aguantaba estoicamente», cuenta Giorgio. «El orgullo es tremendo. Casi no me atrevía a desear un cambio; pensaba: “si esta es la realidad que tengo, tengo que aguantar”. Estaba prisionero de una abstracción. No conciliaba el sueño». Un día, hablando del trabajo con un sacerdote, este le habló de la vida como vocación. «No entendía. Mi fe se había quedado al margen, a pesar de repetir ciertos eslóganes. Mi mujer me ayudó a entenderlo». Un día un amigo le pregunta a Ángeles por su marido: «No me casé con un manager. Me casé con Giorgio». Fue como si se acordara de sí mismo y, poco a poco, dice, «fui entendiendo el malestar humano que tenía; sin darme cuenta, había absolutizado el valor de un cierto tipo de trabajo. Ahora empiezo a entenderlo; el trabajo no es el objetivo de tu vida, sino la condición en la que caminas hacia el objetivo que tiene tu vida. Es totalmente diferente».
El cambio ha tenido repercusión en la calidad de vida, en las relaciones, en la imagen social y en el uso del dinero: «Soy ciertamente más consciente del valor de todas estas cosas. Cuando llego a casa le entrego a mi mujer lo que he ganado durante el día y juntos hacemos cuentas con las necesidades familiares». No es la apología del “pobre pero feliz”. Todo lo contrario: «Estoy descubriendo la sacralidad del trabajo cotidiano, lo que significa cumplir con mi deber y sobre todo con la tarea de la vida: acordarme del Señor y de quién soy yo».
Alessandra Stoppa
DENTRO Y FUERA DEL ESQUEMA
Tiene un doctorado en Literatura rusa y acaba en Irlanda vendiendo software. «Sin embargo, cada día aprendo quién soy»
Tener verdadera pasión por la literatura y los idiomas, cultivarlos desde siempre y conseguir un doctorado en Literatura rusa con la perspectiva de una carrera académica. Luego encontrarse en Dublín en una empresa americana de software.
Michele tiene 31 años y llegó a la isla siguiendo a su mujer, que tenía trabajo allí. Al principio buscó trabajo en su sector, pero todos los caminos en este sentido eran intransitables. Entonces puso rumbo a un nuevo puerto.
No da ningún rodeo: «Es duro». En perfecto estilo anglosajón, el nuevo trabajo es todo cifras y resultados, en una empresa de tecnología informática que crece como la espuma. «Eres lo que produces y, si no, te quedas fuera». Eres una marca, que corresponde a tu nombre, en un organigrama que está bajo la mirada de todos: «Si tu marca sube es que están subiendo las ventas». Puntúa cuántas llamadas haces en un día, cuántas veces hablas con los clientes. En un mundo que corre sin parar, corre la economía (la irlandesa se encuentra entre las más rápidas del mundo) y corre la gente para ganar más, encontrar una casa, pedir un préstamo…
«Aquí no es difícil encontrar trabajo. Recuperé todo lo que había aprendido en mis años de formación y me presenté a la entrevista de trabajo», cuenta Michele. Su punto fuerte es su manera llana de hablar y de trabajar. Lo contrataron. «Al comienzo me resultaba extraño, pero voy aprendiendo que en todo el esfuerzo y el estrés que supone alcanzar los objetivos que me piden, también hay un bien para mí».
¿Qué bien? «Me enseña a responder ante alguien, a asumir mi responsabilidad ante las decisiones que tomo, a tener el valor para presentarme ante mi jefe y ser sincero, diciéndole: “necesito una ayuda”, en lugar de esconder las dificultades». Así también el jefe cambia de actitud: «Si planteas una relación sincera y constructiva, también el otro te toma en serio».
Lo que más estima es una constante que subyace a la fatiga cotidiana: «El trabajo es una ocasión continua para juzgar mi experiencia. Llego aquí por la mañana consciente de que no coincido con los resultados que obtengo, porque la pertenencia a la Iglesia, a través del movimiento, me educa constantemente a profundizar en el valor que tiene mi vida. Esta conciencia es un recurso impagable y se acrisola precisamente en el día a día».
¿Y el deseo que te movió a estudiar un doctorado? «No me quejo de no haber podido proseguir en la carrera académica. Prefiero vivir lo que tengo, gastar aquí mis talentos en lugar de perderme en ensoñaciones. Además es bueno saber que el trabajo hoy no es para toda la vida. Siempre puede aparecer una ocasión que te sorprende. Cuesta dejar lo que te apasiona, pero me hace ilusión descubrir, en un mundo que me resultaba ajeno, lo que desconocía de mí mismo y del mundo».
A. S.
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