Uno de los pintores más famosos del planeta explica por qué sus obras son sencillas («todas las cosas importantes deberían serlo»). Sean Scully, con setenta años, se encuentra trabajando en una pequeña iglesia románica. «La he vuelto a despertar como la Bella Durmiente…»
Tenía diez años y todavía vivía en Dublín. Un día un sacerdote llamó a la puerta de su casa. Él fue a abrir. El cura le preguntó si tenía algo que pertenecía a Dios. El chaval le contestó que poseía una bicicleta, pero que esa era suya. La verdad era que en las dos semanas anteriores, de vuelta del colegio, había empezado a robar de la iglesia católica de Saint-Philip unas gruesas velas. Se hacía con unos periódicos para envolverlas y, una a una, las sepultaba en el jardín delante de casa. La cosa acabó con que el sacerdote ayudó al chaval a desenterrar las velas y los dos se hicieron amigos. Fueron varios los motivos que movieron a Sean Scully, hoy entre los pintores más famosos y apreciados del planeta, a cometer ese robo. En un texto de 2010, titulado Body of Ligth, el artista recuerda que aquellas velas eran «sólidas, lisas y pesadas: extrañamente fascinantes en su silencio traslúcido. Se erguían como figuras delgadas, centinelas, aunque todavía no conocía a Giacometti. Y aquella luz que se encontraba en ese cuerpo, me encantaba».
Hoy tiene 71 años, sus obras se exponen en los mayores museos de arte contemporáneo. Entre sus coleccionistas se encuentran personajes como Bono, voz de U2. Los difíciles años de la infancia, primero en Dublín, luego en los suburbios de Londres, parecen muy lejanos. Como muchos otros irlandeses, encontró fortuna en Nueva York, convirtiéndose en el punto de referencia de una generación, por lo menos, de artistas. Entre sus alumnos está la star china de la arquitectura contemporánea Ai Weiwei, aunque entre los dos no corre buena sangre. En su estudio corretean hoy un gato y un hijo de seis años, fruto de su reciente matrimonio con Liliana Tomasko. En el verano de 2005, por mediación de su galerista de Barcelona, Carles Taché, entró en contacto con el Museo de Montserrat, con el que estableció un estrecho vínculo de amistad. Cinco años más tarde, el propio director del museo, el padre Laplana, bautizó en Montserrat al hijo de Scully y Tomasko, Oisin. Como muestra de afecto el pintor donó al museo un importante cuadro que tituló La montaña de Oisin.
En verano de 2015 presentó la restructuración de la iglesia de la antigua abadía benedictina de Santa Cecilia de Montserrat, de planta basilical con tres naves y tres ábsides, que se remonta al siglo X. Una pequeña joya que muy pocos conocen.
Su pintura es elemental, casi naif: áreas de color rápidamente extendidas, que se alternan rítmicamente con una andadura casi hipnótica. Lo que llama la atención de su etapa más reciente, además de la energía para nada descontada en un artista de su edad, es la felicidad que se desprende de estos lienzos simples e intensos. Quizás se deba a su sensibilidad acusada y tan especial por la luz.
¿De dónde le viene esta energía?
Del compromiso con la vida. Del estar ligado a la energía de la vida. Estoy implicado con el mundo, con sus cambios políticos, con su humanidad. Creo en el arte y en su bondad. No soy un pintor que se aparta para pintar y nada más. Escribo, viajo, realizo esculturas, enseño mis trabajos. También me ocupo de mi hijo y de sus amigos. Estoy muy motivado y esta motivación, esta conexión, me alimenta. Si das amor, el amor se te devuelve con intereses.
¿Qué busca con su arte?
Mi arte se apoya en el realismo, no en la abstracción. Es un arte hecho de superficies, relaciones táctiles, muy fácil de entender. Los colores en mis cuadros están ligados a la energía del mundo. Mi pintura no es culta; es bastante brutal. Y pienso que por esta razón la ama la gente. En el fondo, Picasso fue toda su vida un pintor cubista. Yo, en cambio, soy un pintor geométrico, constructivista. Las imágenes me nacen a partir de objetos construidos: ventanas, puertas, muros, fachadas. Pero la mía es una geometría humanística.
¿En qué sentido?
Me gustaría hacer accesible a todos el arte abstracto. Mis cuadros son muy reales, resulta evidente que «están hechos a mano». En ellos cada cosa es frontal, al igual que un muro o una puerta, y no represento el espacio o la profundidad. Además tienen un fuerte sentido táctil, como de algo que tiene un cuerpo con su peso. Pienso que esto es lo que distingue mi pintura de tanto otro arte abstracto. Me interesa traer la abstracción al mundo de la experiencia.
El año pasado presentó su trabajo de restauración en la iglesia de Santa Cecilia de Montserrat. Habló de esta obra como una de las más importante y significativas de su carrera. ¿Por qué?
Una iglesia es, por sí misma, importante. Lo que he tratado de hacer es devolverle vida. Algo así como la historia de la Bella Durmiente: yo he besado a la princesa. Era un edificio antiguo de escaso interés artístico. Pero esos cuadros, esas ventanas, las vidrieras, han devuelto vida a aquel espacio. Ha sido una operación importante para mí porque se trataba de trabajar con un ambiente entero. Cada cosa está elegida para estar junto con todo lo demás. Con el paso del tiempo, esas cosas entran en la dimensión del mito. Piense usted en la Rothko Chapel de Houston y en la Capilla del Rosario de Matisse en Vence.
¿Cómo vive la confrontación con esas obras?
En mi cabeza la que yo he realizado es la mejor (se ríe) y le explico también por qué. El mito de la capilla de Rothko es mayor que el valor de los cuadros que hospeda, por lo que a mí respecta, son obras bastante mudas. Mientras en el de Matisse no veo verdaderas obras maestras a la altura del maestro. Me parece más bien una operación decorativa, aunque me parece más lograda que la de Houston. Yo he buscado una gran variedad de aproximaciones, de técnicas diferentes, una fuerte ligazón con el paisaje circunstante. Pienso que es realmente mucha vida. Cuanto más se mira, tanto más se entra en ella. Hace falta algo de tiempo.
Usted ha dicho que el catolicismo no ha alimentado el arte de esta capilla y que su obra es algo más universal. ¿Qué quería decir?
Digámoslo así: tome usted catolicismo, protestantismo, luteranismo, judaísmo, islam, zen, hindú… El arte abstracto es una manera de poner juntas estas cosas y obtener una justa religión.
¿Es un cuadro abstracto la “justa religión”?
Creo que no se puede “describir” la religión. En el zen se dice que para describir una cosa hace falta explicar lo que no es. Es una aproximación que no hay que tomar al pie de la letra, pero que me resulta sumamente interesante. Me interesa buscar la universalidad que existe en cada cosa. Y pienso que con una imagen abstracta logramos acercarnos más a este objetivo. En el contexto del arte actual pienso que es realmente muy difícil realizar una iglesia con un lenguaje figurativo de altísimo nivel. El arte ha pasado por tantas revoluciones que hoy resulta casi imposible. Espiritualidad y arte con sujetos explícitamente religiosos hoy viven en dos dimensiones paralelas. Encuentro sumamente complicado tratar de describir en sentido narrativo, con lenguaje artístico, una religión particular.
¿Por qué?
Yo soy por encima de todo un artista. Mi propósito es hacer gran arte. Y este es verdadero por sí mismo, es decir, encierra algo de la verdad. Mi actividad no está al servicio de un sistema de ideas particulares, mi pintura se presenta por sí misma, en el máximo nivel que consigue alcanzar. Y las personas se conmueven al verla. Lo que quiero decir es que si pones este tipo de arte, que toca realmente la sensibilidad de la gente, dentro de una iglesia… Pues algo acontecerá, estoy seguro. Luego yo no puedo controlar lo que va a pasar, ni tengo intención de hacerlo.
¿Cómo llegó a trabajar en Sta. Cecilia?
Conocí a un monje con el que me hice amigo, el padre Laplana. Él me lo propuso. Tenía tiempo para dedicarme a ello y acepté su invitación.
¿Todo tan simple?
Todas las cosas importantes en la vida deberían ser muy sencillas.
En su obra se advierte una relación estrecha con la luz.
La pintura es un modo totalmente particular de iluminar la realidad. Es imposible hacer algo parecido con los nuevos medios. Es la misma diferencia que existe entre un disco de vinilo y una grabación digital. Mucha gente vuelve a escuchar música en vinilo, porque el sonido es mucho más suave y cálido. La materialidad de la vida lo tiene dentro todo. La pintura utiliza esta materialidad para crear una luz que no pierde el contacto con la realidad que perciben los sentidos. La luz que habita en las cosas del mundo en el que vivimos. La pintura nunca podrá ser sustituida por otra forma de arte: es la luz que toma cuerpo. Es algo milagroso y nunca pasará de moda.
QUIÉN ES
Sean Scully nace en Dublín (Irlanda) en 1945. Crece en Londres donde, en 1968, se licencia en el Croydon College of Art. A finales de los setenta se muda a Nueva York, donde da clase en la universidad de Princeton.
Fue candidato dos veces al Turner Prize. Es miembro de la Royal Academy of Art. Ha expuesto sus obras en museos de arte contemporáneo de todo el mundo.
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