Cuando se cumplen cien años del nacimiento de Aldo Moro, su hija Agnese (protagonista de uno de los encuentros más emotivos del Meeting) cuenta cómo era su padre que «de pequeña me tomaba de la mano hasta que me dormía». Recuerdo de un estadista que entregó toda su vida para construir el bien común
«Tengo un recuerdo infantil de mi padre que adoro. Por la noche, cuando estaba en casa, venía a rezar conmigo mis oraciones antes de acostarme. Yo tenía miedo de muchas cosas. Con paciencia, me ayudaba a mirar por toda la habitación, revisando que no hubiese ningún peligro al acecho, ni cosas por el estilo. Luego me tomaba de la mano hasta que me dormía. Tenía unas manos preciosas, suaves, tranquilizadoras. Esa mano que me acompañaba en mi sueño durante la noche no la he olvidado nunca. Sigue todavía aquí, protegiéndome y animándome». El padre en cuestión es Aldo Moro, secretario de la Democracia Cristiana, asesinado por los terroristas de las Brigadas Rojas el 9 de mayo de 1978, después de 55 días de secuestro. Fue un asesinato que marcó el culmen de los trágicos “años de plomo”. Este recuerdo pertenece a su tercera hija, Agnese, 63 años, psicóloga social, protagonista de uno de los actos más multitudinarios del último Meeting de Rímini. Junto al criminólogo Adolfo Ceretti y Maria Grazia Grena, miembro de la lucha armada en los años setenta, narró una experiencia extraordinaria: el encuentro de algunas víctimas con ex terroristas, un camino que ha durado siete años y al que da voz un volumen publicado con el título Il libro dell’incontro (Ed. Il Saggiatore, 2016). Porque «lo más horrible de la violencia es que transforma a las personas en cosas», afirmó en Rímini. «Y las cosas no dialogan entre sí. Para reabrir un camino decididamente comprometido hay que recobrar el ser personas».
Diálogo, apertura. Y también justicia y bien común. Fueron precisamente estos los rasgos más destacados del pensamiento y la obra política de Aldo Moro, de cuyo nacimiento se cumplen cien años este 23 de septiembre. Con Agnese Moro tratamos de recuperar la actualidad de la enseñanza de uno de los padres de la Constitución italiana.
Su padre fue uno de los protagonistas de lo que los historiadores consideran un auténtico milagro: la salida de Italia de la destrucción de la Segunda Guerra Mundial, gracias a un diálogo en el que prevalecieron las razones del bien común sobre los intereses de las partes enfrentadas. El fruto más llamativo fue la Constitución italiana. Setenta años después, ¿qué lección podemos aprender para afrontar una etapa en la que parecen extraviadas las razones de una unidad más fuerte que las divisiones?
Me parece que, a pesar de sus enormes diferencias, las personas que protagonizaron ese momento estaban unidas por dos vínculos muy fuertes. Uno, más visible, fue el anti-fascismo, en su sentido más global, como profundo horror por el desprecio radical que el fascismo mostraba hacia la vida humana, la dignidad de las personas, la libertad, la solidaridad social y la justicia. El segundo, menos evidente, fue el sentido de responsabilidad ante la vida de todas esas personas, entre ellas muchos jóvenes, que trabajaron por una Italia libre y democrática y que murieron antes de verla realizada. Escribe mi padre a un grupo de universitarios católicos del Trentino: «Porque de ellos (…) nos llega la consigna, a nosotros que seguimos aquí, y no sabemos por qué, de retomar el fatigoso camino de nuestra historia». Ese «y no sabemos por qué», ese estar vivos inmerecidamente, esa deuda contraída de algún modo con ellos, creó este segundo y profundo vínculo entre los que construyeron la República. Sería importante recuperar aquellas razones, aquellas aspiraciones humanas, aquellas esperanzas, sintiéndonos todavía parte de una gran historia de liberación.
«La experiencia política, como compromiso por la justicia en el orden social, por superar la tentación de encerrarse en lo particular en lugar de tender a valores universales, está implicada por tanto en el esfuerzo de hacer, mediante el consenso y la ley, al hombre más humano y a la sociedad más justa». Vivimos una época de profunda crisis política, ¿qué valor tienen hoy estas palabras de su padre?
Creo que nos ayudan a reflexionar sobre el sentido de la palabra “política”, tan importante y utilizada demasiado a menudo para indicar cosas que nada tienen que ver con el bien común. Constituyen también una propuesta para retomar el camino que abrió paso a la Constitución y que se refiere al conseguimiento de grandes fines, como la justicia social y una humanidad más plena. Creo que pueden servir también para animar a todos aquellos que no se resignan a vivir en un mundo de egoísmos y desconfianza mutua.
Es conocida la profunda relación que unía a Aldo Moro y Pablo VI. ¿Qué significó para su padre ser católico ante el “riesgo” que conlleva la acción política y el ejercicio del poder?
Mira, lo que veo en su vida es sobre todo una extrema cercanía y confianza en Dios. Veo pocas afirmaciones de principio y mucha vida vivida. Ningún desprecio hacia los demás, ni a los que eran distintos. Ninguna obcecación partidista. Ninguna cruzada. Se mantuvo apegado a Jesús mediante la Comunión diaria que necesitaba para tenerle cerca y ser sostenido. Nunca utilizó su fe como bandera o amenaza. También le ayudó a tener conciencia de ser una pieza minúscula dentro de un enorme esfuerzo hacia el bien, para “no contentarse” y levantar siempre la mirada. Me dio un testimonio precioso de que nada nos puede separar del amor de Dios. No le alejaron de Él ni el horror que sufrió los últimos 55 días de su vida, ni las lisonjas de los “palacios”. Estoy segura de que Dios estuvo siempre a su lado y de que él, a pesar de las dificultades, fue consciente de esto. Sabía que el mundo ya había sido redimido –¡y a qué precio!– y, sin censurar que el mal existe y es poderoso, sabía ver el camino del bien y su silencioso prevalecer.
Un joven que hoy sienta el deseo de «no mirar la vida desde la barrera», como dijo el Papa Francisco, y que decida comprometerse con la sociedad y la política, ¿qué lección puede aprender del pensamiento y la acción de su padre?
Creo que podría apasionarse por la defensa de la dignidad humana y el placer de un esfuerzo común para ir más allá de uno mismo y del propio egoísmo. Encontraría pasión, respeto, sentido del humor, amor por la vida y por la gente común. Y, obviamente, la conciencia sufrida de que buscar y defender la libertad y la justicia cuesta. A él no solo le costó la vida, sino también el esfuerzo de perseverar, la entrega de todos sus recursos para el crecimiento de la sociedad y del país, la renuncia cotidiana al descanso, al ocio y a la posibilidad de disfrutar de las cosas más sencillas de la vida. Podría aprender lo importante que es ser afectuoso, culto e inteligente.
En la época de la guerra fría, de los frentes contrapuestos –entre católicos y comunistas, por ejemplo–, Aldo Moro no dudó en abrir una línea de diálogo con el Partido Comunista, igual que a finales de los años 50 buscó la implicación del Partido Socialista, inaugurando la etapa del centro-izquierda. En un Parlamento donde parece incomprensible por qué prevalecen inexorablemente los intereses partidistas, ¿por dónde volvería a empezar su padre?
Es imposible saber cómo se comportaría. Tal vez se situaría en el centro, como hizo siempre. Crearía ocasiones y lugares de diálogo. Para «tratar de entender a los demás y de hacerse entender», restableciendo vínculos y proponiendo objetivos concretos.
Aldo Moro fue profesor universitario. Don Giussani lo recordaba en la platea del Palalido de Milán, entre miles de jóvenes durante un congreso de universitarios de Comunión y Liberación, invitado por algunos de sus alumnos de la Sapienza, lleno de curiosidad por aquel nuevo movimiento. ¿Cómo fue su relación con los jóvenes?
De profundo respeto y confianza, de estima y ánimo. Le gustaba estar con ellos, escucharles, enseñar. Es algo a lo que no habría renunciado nunca y que llenaba su vida. Por decirlo con sus palabras: «Creo haber buscado, desde el momento en que empecé a dar clase, un diálogo desinteresado y cordial con los jóvenes. Un diálogo que siguió desarrollándose muchísimos años, en las condiciones humanas y sociales más diversas, siempre constructivo y, para mí, útil y agradable. Es difícil decir objetivamente qué derivó de aquello. No hay indicadores de acierto ni medida. Por mi parte, he adquirido una sensibilidad abierta al movimiento y a la renovación; garantía contra la cristalización y el conformismo. Acaso he ofrecido, o he contribuido a ofrecer, el gusto por lo que respecta a la dignidad humana y a la realización de la propia tarea en el mundo. Porque de esto se trata, de llegar a creer que tenemos un deber que cumplir tanto en la alegría como en la amargura. Y polarizar en torno a ello las complejas y misteriosas razones de la vida».
UNA VIDA EN SIETE FECHAS
1916. Aldo Moro nace en Maglie (Puglia) el 23 de septiembre.
1938. Se licencia en Derecho. Al año siguiente, es elegido presidente de la FUCI (Federación Universitaria de los Católicos Italianos).
1945. Se casa con Eleonora Chiavarelli. Del matrimonio nacerán cuatro hijos: María Fida, Anna María, María Agnese y Giovanni.
1946. Es elegido miembro de la Asamblea Constituyente.
1955. Primera experiencia como ministro de Justicia en el gobierno Segni. Luego será ministro de Educación y varias veces ministro de Exteriores. En 1959 es elegido secretario de la Democracia Cristiana.
1963. Se convierte en Primer Ministro y preside, hasta 1976, cinco gobiernos.
1978. El 16 de marzo es secuestrado por las Brigadas Rojas que, en la Vía Fani, matan a todos los hombres de la escolta. El 9 de mayo es asesinado por las BR.
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