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Huellas N.6, Junio 2016

IGLESIA

La apuesta de Creta

Giovanna Parravicini

El 16 de junio se reúne el Concilio de las Iglesias ortodoxas. Es la primera vez que sucede desde el siglo VIII. No obstante las resistencias y los vetos cruzados, el orden del día es valiente…

En estos momentos tan dramáticos para el mundo, la Iglesia parece llamada realmente a retomar su tarea evangélica de ser luz que se pone «en el candelabro, para que ilumine a todos los que están en la casa». Al encuentro entre el Papa Francisco y el Patriarca Kiril en Cuba, siguió el viaje conjunto católico-ortodoxo a Lesbos. Ahora se celebra en Creta del 16 al 27 de junio el Concilio de las Iglesias Ortodoxas. Estamos asistiendo a eventos realmente históricos. Se trata de pasos valientes, que no temen desestabilizar una quietud formal ni romper esquemas estereotipados, anclados en las culturas locales y en la conciencia de los fieles desde hace siglos. Pasos que van dirigidos a reclamar lo esencial y a proponer el rostro vivo de Cristo.
Para entender el carácter extraordinario de este Concilio panortodoxo hay que saber que no se reunía una asamblea de este tipo desde el lejano siglo VIII, es decir, desde el séptimo concilio ecuménico. Después, dada la imposibilidad de convocar un concilio ecuménico (es decir, universal) se produjo el cisma de 1054 entre Constantinopla y Roma, el fracaso de los intentos de recomponerlo (especialmente con el Concilio de Ferrara-Florencia en 1438-1439), así como los roces más o menos periódicos entre las distintas iglesias ortodoxas nacionales.

Un alcance incalculable. La principal dificultad, sin embargo, es más profunda. Lo puso en evidencia Ioannis Zizioulas, metropolita de Pérgamo, al denunciar el «colapso de la praxis de sinodalidad entre las iglesias autocéfalas». En otros términos, «nos hemos acostumbrado a concebirnos individualmente, a tener como horizonte solo la propia nación y la propia tradición cultural».
«El obstáculo más importante es el miedo a los cambios», observaba hace tiempo el teólogo ortodoxo Vladimir Zelinski: «Ninguna iglesia querría separarse de la sacralidad de su pasado, de su carácter propio, del orgullo por su historia, de sus costumbres, mitos, héroes, de su misión particular, de la cálida intimidad de la mentalidad nacional».
En este contexto, por mucho que contenidos y modos de esta cita puedan parecer (y probablemente lo sean) un compromiso respecto a proyectos más ambiciosos propuestos en años pasados, el hecho mismo de convocar el concilio constituye un gesto de un alcance incalculable, destinado a influir profundamente en las conciencias. Dos factores olvidados demasiado a menudo en la praxis de muchas comunidades ortodoxas vuelven a estar en el centro: la percepción de una unidad que trasciende cada Iglesia nacional, y la misión, es decir, el impostergable deber de testimonio que tienen los cristianos ante el mundo. De nuevo el metropolita Ioannis subrayaba: «Nos gustaría que el Concilio tuviera un interés por el mundo».
Inicialmente, ya en los años treinta, el principal tema de discusión debía ser la fecha de celebración de la Pascua, que la Iglesia griega modificó siguiendo –en unidad con la Iglesia católica– el calendario juliano. Hoy este tema se ha suprimido del orden del día, junto con otros temas importantes, como la autocefalia, los dípticos (es decir el orden de primacía de honor de las 14 iglesias ortodoxas) y los diálogos ecuménicos bilaterales. Tampoco se abordará el «tema ucraniano», es decir, la «guerra fratricida» entre ortodoxos que ensangrienta el país desde hace dos años, ni las tendencias cada vez más fuertes de la ortodoxia local a pasar de Moscú a Constantinopla. A propósito de esto, además de los «vetos políticos» y la estigmatización de herejía procedente de los círculos teológicos conservadores (pues todas las verdades doctrinales fueron confirmadas por los siete primeros concilios y por tanto no hay motivo para añadir nada, de hecho cualquier reforma posible sería una traición), acerca del Concilio no faltan acusaciones de signo opuesto. Se le acusa de ser un «evento selfie», una pasarela formal, el escaparate de una aparente unidad que en realidad no existe.
Pero la agenda acordada en la reunión colegial de los primados en Chambésy es valiente. Cuenta con temas como la misión de la Iglesia ortodoxa en el mundo contemporáneo, la diáspora ortodoxa, la autonomía de las iglesias locales y los mecanismos para proclamarla, el sacramento del matrimonio y sus impedimentos, la importancia del ayuno y su aplicación actual, las relaciones entre la Iglesia ortodoxa y las demás confesiones cristianas.
Y no solo eso. La Iglesia de Constantinopla, principal promotora del Concilio, insiste en que solo la experiencia directa de un trabajo común en un clima fraternal puede ayudar a aclarar el planteamiento teológico y apartar cautelas excesivas. «La divina providencia nos asigna el deber y el privilegio de dar cuerpo a la visión de nuestros beatos predecesores, que hace más de cincuenta años tuvieron la idea de convocar este Concilio. Por tanto, tenemos la gran responsabilidad de reducir los tiempos, ya muy restringidos, para transformar esa visión en realidad, sin retrasos ulteriores». En la alocución con la que abrió la reunión preparatoria en Chambésy, el Patriarca Bartolomé de Constantinopla glosó el dilatado esfuerzo que culmina en este Concilio en los términos de una maduración abierta al soplo del Espíritu. Lo que esperamos del Concilio es «una experiencia espiritual común, una unión en Cristo, el acontecer de algo más allá y por encima de todo cuanto podamos establecer en las relaciones y resoluciones». En estos términos describía el padre Sergi Bulgakov la sinodalidad, hablando de los trabajos del movimiento ecuménico en los años treinta del siglo pasado.
Por su naturaleza, la sinodalidad –el manifestarse de «Cristo en medio de nosotros», como dice la liturgia bizantina– es ecuménica: el acontecimiento del Concilio panortodoxo es por tanto un acontecimiento que supera los confines del mundo ortodoxo para construir la «Iglesia una», entra a formar parte de los «signos inesperados y proféticos» del albor de una unidad que muchos ortodoxos, también en Rusia, comenzaron a reconocer en el abrazo entre Francisco y Bartolomé en el Fanar, en noviembre de 2014.

Muros que se tambalean. De estos signos hablaba el padre Zelinski, antes incluso del encuentro en Cuba, recordando el gesto «del Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras que, en 1965, revocaron casi repentinamente sus excomuniones mutuas. El gesto de Atenágoras dispuesto ya a proclamarse hermano menor ante el obispo de Roma y el de Pablo VI, después de la muerte de Atenágoras, arrodillándose ante el metropolita Melitón en 1975. O el del Patriarca Bartolomé que, sin pensar demasiado en los errores de Occidente, abrazó al Papa Francisco quien, sin preocuparse por el primado de Pedro, pidió su bendición. Y los muros de la división empezaron a temblar».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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