Hemos ido tan a gusto a Muga de Sayago porque allí D. José entregó su vida por Cristo, esparciendo por media España el buen aroma de su persona y sus obras. Su experiencia ha sido como un eco vivo del acontecimiento original. Tampoco entonces nadie sabía dónde estaba Nazaret…
No hubiéramos ido a Muga de Sayago. No hubiéramos podido ni situarlo en el mapa, a unos 40 kilómetros al suroeste de Zamora. Tampoco es para sorprenderse porque nadie puede saber el nombre de todos los pueblos de España, y menos aun de éste, con apenas 400 habitantes en una de las zonas rurales más deprimidas de Castilla y León, junto a la frontera portuguesa. Eso ahora, porque en los años 50 la dureza de las condiciones de vida y las malas carreteras lo dejaban aun más aislado, sin atractivo para nadie de fuera.
¿Qué ha hecho entonces que nos haya interesado este pueblo, hasta tocarnos en lo hondo del corazón? Sólo tenemos una respuesta: la existencia de una institución educativa insólita, conocida con el pasar de los años en Castilla y León, en Extremadura y Galicia, y en otros puntos de España.
La historia comienza en 1957 cuando destinan al pueblo a un joven sacerdote de origen valenciano, llamado José Luis Gutiérrez Maceres. Las peripecias que vivió D. José, desde las primeras horas de clase a los niños del pueblo, poniendo una pizarra encima de la chimenea de su casa, hasta crear el Instituto de Bachillerato y las dos Residencias que existen hoy (se pueden encontrar en wikipedia y en youtube). Allí remito al que tenga curiosidad.
Lo más interesante es que esta pasión educativa, cuyos resultados beneficiosos han sido reconocidos por la sociedad y por los políticos –atravesando también sus momentos de crisis– nace de una pasión por Cristo. La aventura de educar, tal y como la ha vivido D. José, no quedará tan sólo en los anales de la educación en Castilla y León. Eso sin duda. Además, es un caso paradigmático de lo que llamaríamos “una obra”, para comprender la naturaleza propia de la experiencia cristiana. Por eso hemos visitado el pueblo y hemos querido cuidar una relación de amistad con D. José.
En realidad, la iniciativa la tomó él mismo hace bastantes años. Había leído algunos textos de don Giussani y le habían impresionado tanto que se puso en contacto con la Secretaría de Comunión y Liberación en España para conocer de cerca la propuesta educativa del sacerdote lombardo.
Así empezaron a trabajar desde 1988 en su colegio algunos jóvenes profesores, entre los que recuerdo, en diferentes etapas, a Marisol, a Juan, a Inma, a Rey. Ellos encontraron a estudiantes como Beatriz, Isabel o Susana. Y cuando Manuel fue a trabajar a Zamora en 2005 también estuvo acompañando a D. José y a su gente –Benito, Angelines, Casas y tantos otros– haciendo la Escuela de comunidad en el pueblo y visitándolos con frecuencia. A través de ellos, nos habíamos ido conociendo y nos quedamos fascinados con la personalidad entrañable y sorprendente de este cura rural. Tenía un temperamento fuerte, como recuerdan sus antiguos alumnos. Era capaz de enseñar griego, latín, literatura clásica y española, lenguas modernas, poesía, teatro o música a aquellos chicos que le llegaban de toda España. Recuerdo la emoción con la que el año pasado rebuscó entre una montaña de papeles amarillentos las gramáticas de latín y griego que él mismo había compuesto e impreso a multicopista para facilitar el estudio. Luego, con una satisfacción apenas disimulada, me enseñó la espléndida poesía ¡latina! que había escrito una de sus tantas alumnas a finales de los 70. No sé si en muchos colegios bien de cualquier capital se llegaba a eso por entonces. Para Charles Péguy la causa de la fe y la causa de las humanidades iban de la mano, y por eso polemizaba con igual rigor contra quienes desnaturalizaban lo cristiano y contra quienes empobrecían la formación clásica y humanística. No es difícil aplicar esa sensibilidad del escritor de Orléans al cura valenciano afincado en Castilla.
En 2006, durante la campaña “Tiempo de educar”, presentamos en Zamora el libro Educar es un riesgo de Giussani. Fue la ocasión de rendir un pequeño homenaje a este educador español, que había reconocido en la propuesta educativa venida de Italia un horizonte inesperado, más rico y prometedor de lo que él había sido capaz de llevar a cabo. Se consideraba un discípulo giussaniano, y utilizaba sus textos para los momentos de oración cotidiana, para las clases de religión, para mejorar el método educativo. En esa estela, empezó a leer también algunos textos que yo había escrito y me enviaba regularmente sus comentarios y observaciones por correo. Yo le respondía –con algo de ironía pero no mucha– que tenía que venir a verle de vez en cuando a Muga para cuidar a mi único lector. Le salía esa sonrisa pícara e inteligente que no olvidará quien le haya conocido.
No le han faltado homenajes y reconocimentos públicos. En abril de 2015 se descubrió un busto en el pueblo, precisamente en la calle que lleva su nombre, para dejar memoria de sus muchas y buenas obras en favor de Muga y la comarca. Pero quizá me queda un recuerdo más hondo de la homilía que predicó en la romería de Nuestra Señora, en la ermita de Fernandiel el lunes de Pascua de 2014. Ya estaba muy consumido por los achaques, encorvado, más sordo que nunca. Su voz resonaba con la autoridad y el afecto de un padre. El pueblo recibía en silencio cada palabra que pronunciaba. «Después de haber conmemorado los misterios del Señor, hoy vamos a honrar a su Madre –decía– y para ello, nada mejor que fijarnos en la oración de la Virgen». «¿Qué es la oración?» –preguntaba a los romeros– y proseguía: «es la conciencia más profunda de sí mismo en cuanto que reconoce su dependencia de Dios». Para ejemplificarlo, remitía a la conciencia de Jesús, al sentimiento de sí mismo que tenía Cristo, tal y como se refleja en los Evangelios: «mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo»; «el Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que ve hacer al Padre»; «lo que yo hablo, lo hablo como me ha encargado el Padre…», «El que me ha enviado está conmigo…». Y así iba desgranando el misterio filial de Jesús, el enviado del Padre, para introducirnos en el misterio de María, que vivió como ninguna otra criatura su dependencia amorosa del Señor. En la raya de Portugal, en una preciosa ermita románica decorada con frescos del XVI, resonaba la belleza penetrante de una predicación honda y cercana al mismo tiempo, como quizá no se escucharía en algunas catedrales españolas.
Por eso hemos ido tan a gusto a Muga de Sayago, un pueblo del que probablemente no hubiéramos oído hablar en nuestra vida si D. José no se hubiera entregado allí para siempre, como el grano de trigo que cae en tierra y da mucho fruto. El buen aroma de su persona y sus obras se ha esparcido por media España, enseñándonos cómo es la experiencia cristiana común.
Su experiencia ha sido como un eco vivo del acontecimiento original. Donde uno menos se lo espera, a través de circunstancias que no hubieran sido nunca el resultado de una programación o de una “estrategia pastoral”, D. José nos ha mostrado la conveniencia para todos de la fe en Jesucristo. Con las debidas diferencias, nos damos cuenta de que nadie sabía donde estaba Nazaret, en la inmensidad de aquel imperio, y desde luego no era la capital de los juegos de poder. Algo semejante sucede en la vida de la Iglesia. Por poner ejemplos evidentes, nadie sabía donde estaban pueblitos como Ars, o Lisieux, o Lourdes: lugares insignificantes sin la presencia humana de quienes allí se entregaron al Señor, preocupados tan sólo de obedecer al encuentro que habían tenido. Lugares visitados hoy por peregrinos que recorren la distancia que haga falta para familiarizarse con esas historias concretas. Así es la experiencia humana cuando está atravesada por la potencia del Espíritu de Cristo: abre a la universalidad de lo humano no a pesar del temperamento particular o a pesar de las condiciones históricas concretas, sino a través de ellas, gracias a ellas. El Señor construye la historia de la salvación eligiendo a los que Él quiere para llegar a todos. No hay otro método. Bien lo sabía Péguy: «la historia no pasa por donde queremos. Pasa por donde ella quiere. Hombres, pueblos, promociones, razas sin número, habrían hecho sacrificios inauditos para ser inscritos en el libro temporalmente eterno. La historia pasa siempre por otros sitios. Y a los que no querían nada les da todo».
«La historia no pasa por donde queremos. Pasa por donde ella quiere. Hombres, pueblos, promociones, razas sin número, habrían hecho sacrificios inauditos para ser inscritos en el libro temporalmente eterno. La historia pasa siempre por otros sitios. Y a los que no querían nada les da todo»
(Charles Péguy)
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