Se ven solo durante unos segundos. Son los rostros que aparecen en el vídeo para los 60 años del movimiento. Hemos ido a ver quién es el ganadero que sale trabajando en su establo, quién es el afroamericano de Nueva York y quién es el joven matrimonio de 85 años…
ITALIA / CREMONA
EN EL ESTABLO
El vídeo empieza con él, cuando todavía no es de día. Solo se oyen los ruidos del establo. Beppe cita de memoria una frase de don Giussani, acompasando las frases con la mano y los ojos abiertos de par en par, puntuación incluida: «Este es el problema de la fe. Dos puntos. Todo aquello de lo que está hecho el mundo, un día se hizo Uno de nosotros, y el que lo conoce debería ir por todo el mundo y contárselo a todos. Y la verdad es que también puedes ir al mundo y contárselo a todos estando en el lugar donde Cristo te ha puesto». Botas de campo y bastón, empuja a las vacas en la sala de ordeño. «Cuando leí estas palabras sentí que estaba a salvo».
Creía que la misión era cosa de especialistas. «En cambio, me compete a mí, aquí donde trabajo, incluso cuando estoy solo, sin ver nada más que estos animales».
Beppe Mantovani se levanta cada día antes de que amanezca en su Stagno Lombardo, el pueblo donde vive y donde nació, que cuenta con dos mil almas y seis mil reses. Se llega allí por un camino que desemboca delante de un río: «Aquí llegas solo si quieres, porque no pasa ningún otro camino». Beppe tiene la cara luminosa de quien ha sido alcanzado por el perdón cristiano.
Junto con tres amigos, tenía una empresa de construcción que tuvo que cerrar hace dos años con graves consecuencias. «Cuando me preguntaron si este fracaso laboral había puesto en entredicho mi fe, entendí que había pasado justo lo contrario: había fracasado por falta de fe». Los números hablaban claro desde hacía tiempo, «pero nosotros seguíamos aguantando; con tal de llevar adelante nuestra idea hicimos de todo. Digo que fue una falta de fe por nuestra parte porque no prestamos atención a la realidad y seguimos ciegamente nuestro plan. El resultado fue un desastre…». Fue un duro golpe que, sin embargo, enseñó a Beppe a prestar atención a la realidad, a escucharla, a saber pedir ayuda cuando es necesario. Mientras que «cuando algo se tuerce, lo más fácil es pensar que la culpa siempre la tienen otros». Y así todo se viene abajo. A raíz de la quiebra de la empresa, el matrimonio de uno de sus amigos se rompió.
«Me salvaron tres cosas». Primero, la noche en que supo que había quebrado la empresa, su mujer le dijo: «No sé si lograré seguir fiándome de ti como hasta ahora». «¿Entiendes? No me dijo: ya no puedo confiar en ti. Me dijo: no sé si lo lograré… Me dio una oportunidad. No me negó su confianza». Segundo, en esos días salió la carta de Carrón en La Repúbblica del 2 de mayo. «Empecé a leerla para entender la situación política, pero me di cuenta de que estaba dirigida a mí: ¿Qué hemos hecho con la gracia que hemos recibido?». Una gracia que lo ha acompañado desde hace tiempo y que se renueva todas las mañanas cuando encuentra sus camisas planchadas y todas las noches la mesa puesta y la cena preparada. Beppe levanta la mirada del periódico y se da cuenta de que lo que estaba leyendo lo tiene al lado: «Carrón, sin tener ninguna culpa, pedía perdón y no rechazaba a nadie. Mi mujer ha hecho lo mismo conmigo. Es el abrazo del Señor a mi vida». Francesca fue fiel a su historia: «Asumió su responsabilidad, se hizo cargo de su matrimonio y de mis errores».
Beppe no se olvida de lo tercero: «Nunca abandoné la Escuela de comunidad». Cuando tenía 16 años, llegó al pueblo un cura nuevo. Decían que era “cielino” y la gente pensaba que era de otra religión. «Yo también fui corriendo a verle y me encontré con un hombre que lloraba y reía a la vez, junto con los chavales de la parroquia que dejaba. Además, hablaba de Jesús como nunca había oído».
Fue en 1986, desde entonces nunca ha dejado el camino de la Escuela de comunidad. Está aprendiendo a seguirlo también gracias a sus cuatro hijos, «porque son hijos y me indican lo que yo tengo que ser con el Papa y con Carrón: un hijo. Mis chicos saben lo que me ha pasado, me han escuchado contarlo también en público y saben que hay algo más grande que nuestros propios límites, más grande que su propio padre. Es lo que más deseo para ellos».
Hay un señor, entre otros, que ha pagado muy caro el precio de la quiebra. Le construyeron una casa y se la vendieron, pero el dinero del último pago lo utilizaron para solventar otras deudas en lugar de cerrar la hipoteca y hacer la escritura. Lleva dos años habitando en una casa que todavía no es suya. «Una injusticia terrible. La primera vez que nos vimos me insultó durante veinte minutos. Yo, callado. Tenía toda la razón. Cuando estuve a punto de irme, se levantó y me dijo: “Tengo que pedirte disculpas por cómo te he tratado”. “Soy yo quien tiene que pedirle disculpas…”». Le dio un abrazo. Desde entonces, cada mes invita a Beppe a cenar a su casa. «Para mí eres como el hijo que siempre he deseado. Me tienes que prometer que, incluso cuando este asunto se resuelva, seguiremos viéndonos. De lo contrario, preferiría que no se resolviera…». El juez que llevaba la quiebra de la empresa no creía a sus ojos. Las dos partes se abrazaban. Beppe no tenía un abogado: «Usted no puede defenderse sin un abogado». Pero él no tenía nada que defender.
«Sin pasar por todas estas dificultades no vería las cosas como las veo hoy». Una vez perdido el trabajo, volvió a la ganadería donde trabajaba antes, al sueldo de antes, y se sintió como el obrero de la undécima hora: «Las parábolas no son cuentos irreales». Su primer sueldo lo compartió con un antiguo socio que todavía no había encontrado un trabajo. Con su nuevo jefe habla a menudo por teléfono: «Un día me interrumpió: tengo que darte las gracias. Tu curiosidad, tus preguntas e incluso tus errores me han devuelto interés por mi hacienda. Quería vender los animales. Te veo a ti y digo que este establo tiene que crecer». El trabajo es una condición privilegiada, continua Beppe: «Es donde se pone de manifiesto lo que amas. En tus elecciones, en cómo cumples el horario, en el corazón que pones en lo que haces, te das cuenta de ti mismo, de lo que eres. No tiene precio».
Para los 60 años de CL hubiera querido hacer cientos de vídeos, por gratitud, para decir a todos lo que antes no sabía: «Lo más querido para mí es lo que me es dado vivir día a día». (A. S.)
EEUU / NUEVA YORK
UNA SÚPLICA EN EL METRO
Frank Simmonds es un afroamericano de unos cincuenta años, que tiene un cáncer del sistema endocrino en estado avanzado. Repite siempre: «Si una persona aprende qué es la verdad conociéndome a mí y mi historia, entonces habrá valido la pena vivir».
Tenía quince años cuando le diagnosticaron un cáncer a su madre. Tras su muerte, creció en él una fuerte rebelión contra Dios porque no la había salvado. Comienza así su declive. Droga, robos, detenciones en la cárcel. La chica con la que vive le deja y se lleva a su hijo. Años después, encuentra a su hijo por la calle: «Papá, te echo de menos, vuelve a casa». Humillado por su estado deplorable, con la ropa hecha pedazos y maloliente, Frank se excusa e intenta echarle. Pero el chico insiste: «Papá, sé que eres importante. En una tienda vi una foto tuya con el cartel de “Se busca”». La había atracado unas semanas antes. Tras años de vagabundeo, le arrestaron por venta de droga. Todavía recuerda las palabras que el agente le dijo al detenerle: «Frank, escucha, no te estamos quitando la libertad, te estamos salvando». En su celda, una noche, escribe estas líneas: «Señor, por favor, no tengas en cuenta mi pasado, perdona mis pecados para que al fin pueda encontrar la felicidad… ¡Ayúdame a cambiar de vida, Señor! Bendíceme con tu Palabra. Líbrame de la ansiedad de mi espíritu en cadenas. Te amo de todo corazón, Señor mío. Te doy gracias porque Jesús dio su vida por nuestros pecados. Te ruego, purifica mi mente y mi cuerpo, de modo que pueda vivir. La realidad se impone: sé que he pecado. Mi corazón quebrantado te suplica, ¡necesito tu perdón!».
Se acerca el día de la sentencia con el riesgo de que le caigan quince años de reclusión. Al juez se le acababa de morir un hijo por sobredosis y es muy duro con los camellos. Pero en la audiencia saca una hoja con la oración de Frank y le pregunta: «Señor Simmonds, ¿escribió usted estos versos?». «Sí, señoría». «Entonces, pasará seis meses en la cárcel y luego dos años en un centro de rehabilitación».
Una vez cumplida la condena, Frank vuelve a casa de su padre. Desde hace tiempo querían volver a verse, pero al poco tiempo su padre enferma y muere. Frank se encuentra otra vez en la calle. «Crees que peor que así no puede ir y en cambio se abre una vorágine y te hundes». Pasa tres años terribles, entrando y saliendo de los centros de rehabilitación.
Un día, habiendo decidido atracar al primer transeúnte, se cruza con un sacerdote. «Maldita sea, no puedo atracar a un hombre de Dios», piensa. El sacerdote se da la vuelta y le mira a los ojos: «Dios no vendrá a vivir en el fango porque es Santo, pero si se lo pides te puede sacar de él». Le llega tanto al alma este encuentro que retoma su antiguo diálogo con Dios: «No existes. Eres un invento. Eres una estatua. Y auque existieras, ¿por qué me diste una vida tan terrible? No la quiero. Quédatela». Se va a la estación de metro más cercana para acabar con ella. Una vez allí, ante las vías del tren, se le ocurre un pensamiento: «Si eres capaz de impedirme lo que estoy a punto de hacer, te serviré todo el resto de mi vida». Le inunda una sensación inexplicable, totalmente nueva. «Cuando murió mi madre, murió el amor. Pero en ese instante, después de pronunciar para mis adentros esas palabras, experimenté un amor arrollador. Llamé al número de emergencia para drogodependientes y en taxi me llevaron a un hospital».
Desde entonces vive en una casa de acogida. Rita, una voluntaria, le manda una carta. En el sobre va también una medalla de la Virgen. «Mientras intentaba recomponer las piezas rotas de mi vida y no tenía nada que ofrecer a nadie, había alguien que se interesaba por mí. Desde entonces, para él Rita es alguien especial, como su madre. Sabía que no me lo merecía y estaba orgulloso de conocerla. Antes, no podía fiarme de nadie. Más de una vez mis amigos vagabundos me creyeron muerto. Era como una basura».
Rita reconoce en Frank su misma menesterosidad y le lleva a conocer a sus amigos de CL: «Al comienzo me resistí. Les preguntaba: “Pero, ¿quién es este Giussani?”». Pero pronto se da cuenta de que estas personas «hablaban de cosas verdaderas, que yo también había vivido. Y la Verdad habla por sí sola. No necesita marketing. Empezaba a mirarme a mí mismo de manera diferente y a entender que tenía que responder yo». La relación con Rita fue creciendo y, al cabo de cinco años, se casaron.
Cuando Frank recibe el diagnostico de su enfermedad, piensa enseguida en don Giussani que estando enfermo repetía: «Mi fuerza y mi canto eres tú, Señor». «Cuando tomas conciencia de quién eres, de que eres Suyo, todo cambia –dice Frank–. Dios es el Señor de mi vida, no el cáncer. Hace tiempo odiaba mi vida, ahora entiendo que me es dada para que haga un camino porque su meta es el Infinito». (C. B.)
PORTUGAL / LISBOA
EN CASA DE PEDRO
El corazón de la casa Días da Silva está tras los barrotes de una camita de hospital. Se ve en el vídeo durante unos instantes: un padre en el coche con dos niños pequeños, la mesa para preparar, la foto del matrimonio… Y la voz de la madre: «Pedro nos permite experimentar una dependencia radical de Dios. Nos enseña a dejar que sea Él quien construye nuestra familia».
He aquí la pequeña familia de Pedro: Gonçalo, 36 años, trabaja en un banco; Inés, 33 años, es psicóloga; los hermanos mayores de Pedro, Gonçalo y Francisco. Pedro tiene solo dos años, pero una historia mucho más larga.
«Mi hermana Leonor murió con siete años de una enfermedad rara. Cuando yo tenía diez, nació Constanza. Tenía los mismos problemas de crecimiento que Leonor». Esta vez el diagnóstico fue implacable. Se trataba de una rarísima enfermedad genética, menos de 200 casos en el mundo. Ralentiza el crecimiento y el desarrollo, debilita los músculos, los pulmones. A menudo resulta letal, tras años dentro y fuera del hospital.
«Cuando en Portugal se discutía sobre el aborto, a raíz del referéndum, muchos decían que era mejor que no nacieran los niños que tienen graves problemas de salud. Yo estaba de acuerdo, pero luego volvía a mi casa y allí estaba mi hermana Constanza. Estaba viva y era feliz. La felicidad es algo muy distinto de las ideas que tenemos sobre ella. Yo había empezado a leer los libros de don Giussani y quería aprender a partir de mi experiencia: mi hermana era un bien indudable para mí. Gracias a ella, empecé a entender el sentido de muchas cosas».
Constanza murió en 2003. Ya se había confirmado que se trataba de una enfermedad hereditaria. Inés resultó ser portadora sana. «Tenía 21 años. No fue fácil aceptarlo. Tenía novio, pensábamos casarnos. De repente, mi futuro se oscureció. No fue nada fácil decírselo a Gonçalo. Tardé un año en encontrar el coraje. Su reacción fue preciosa. Me pidió que le explicara bien qué implicaba, pero me dijo que, en cualquier caso, no sería un problema». Él mismo lo explica: «Lo más importante es que yo quería a Inés, por tanto no habría obstáculo infranqueable en nuestra relación. Claro, fue duro. Ante nuestro deseo de tener hijos, cabía la posibilidad de que nacieran enfermos. Pero yo conocía a su familia, veía cómo sus padres estaban con Constanza. La suya era una vida difícil, con muchos problemas, pero ellos estaban felices. Al igual que Inés. Esto me daba la seguridad de que, si nos tocara vivir esa misma circunstancia, no sería para mal, sino para nuestro bien».
Inés y Gonçalo se casaron en 2007 y en seguida Inés se quedó encinta. «Claro, te entra el miedo. Te gustaría controlarlo todo. Decidimos estar totalmente disponibles a lo que Dios quisiera. Nos ayudó la oración, el ir a misa a diario, los amigos y la Escuela de comunidad». Gonçalo hijo nace en 2008, sanísimo. 18 meses más tarde, nace Francisco, él también sano. Hace dos años, llegó Pedro. «Me quedé bloqueada. Al comienzo le miraba como a un extraño, casi como si no fuera nuestro hijo. Luego, poco a poco… –recuerda Inés–. Una noche nos dio un susto, no respiraba. Le llevamos corriendo al hospital. Pasó quince días entre la vida y la muerte. Los médicos hablaban de quitarle el respirador. Era una discusión continua con ellos, si valía la pena o no que este niño viviera».
«También para mí al comienzo fue difícil –cuenta Gonçalo–. No lo asumía, no sabía cómo quererle y, además, no quería que mi mujer sufriera más al darse cuenta de que me costaba aceptar este hijo. Luego, cuando estuvo en el hospital, mi corazón cambió de golpe. Le vi sufrir. Me di cuenta de que, enfermo o sano, era mi hijo. Y empecé a quererle como a los demás. Entendí que vale la pena que él exista, al igual que vale la pena que exista yo. Que su valor y el mío no dependen de la salud, sino de que somos de Dios, de que Él nos ama; existimos porque Él nos ama. Lo descubrí gracias a Pedro».
Le pregunto cómo han cambiado, y sus respuestas se entrecruzan. Se anticipa Inés: «Dejé mi trabajo en una agencia de publicidad para cuidar de él. Aprendo a seguirle, a esperar sus tiempos, a tener paciencia, a descubrir cómo puedo hacerlo mejor, disfruto viéndole crecer. Pedro crece lentamente y yo quiero descubrir de qué manera mostrarle la belleza de la vida. Estoy agradecida de que él exista. Y esto ilumina mi mirada hacia todos los demás».
Gonçalo añade: «Tengo una actitud más abierta ante la vida. Las cosas cobran su sentido a la luz de lo que vivo día a día con Pedro. Si él no existiera, yo sería distinto, menos atento, menos consciente, menos agradecido».
Gracias al movimiento se sienten acompañados en esta vocación hermosa y fatigosa, porque las circunstancias, vividas a la luz de la fe, muestran su fecundidad, el bien que encierran. Ahora, Inés espera otro hijo. El niño (o la niña) nacerá en marzo. «¿Temor? Claro que sí. Pero sostenido por la memoria de lo que ya estamos experimentando. Y de una imprevista pero honda alegría». (D. P.)
ITALIA / BESATE CRIANZA
«EL 99% ES LA MISERICORDIA»
Por la noche, cuando Mario y Gina se sientan a cenar, solos, tras sesenta años de matrimonio, miran la silla vacía en la cabecera de la mesa: «Gina, allí está Jesús», le dice él con un corazón de niño. Tienen 85 años, es alto, delgado, con una voz ronca y apasionada. «Nosotros estamos todavía en camino», dice golpeando la mesa con entusiasmo. «Siempre pidiendo», añade en voz baja Gina, casi fijando un punto en el río impetuoso de su marido. «Lo más importante es perseverar. Perseverar en el camino en el que Dios nos ha puesto hace tantos años. Si uno se para, pierde también lo que había construido hasta entonces». Brindamos con un buen tinto.
Sopla un aire fresco en esta casa de dos jóvenes corazones de 85 años, oriundos de Bassano del Grappa, emigrados a la Brianza lombarda. En las paredes, las fotografías de los muchísimos hijos acogidos por Gina y Mario Zarpellon. «En nuestras familias de origen la acogida y el sentido de Dios eran el pan nuestro de cada día. No teníamos nada, pero mi madre, por la noche, me daba un cuenco con la sopa para una viuda con tres hijos, que era nuestra vecina», recuerda Mario. Su abuela le llevaba a misa a las cinco de la mañana y le contaba la vida de los santos. «Y a mí, me encantaba». Mario se iba al campo y entre las espigas le pedía a Dios el don del martirio, la entrega completa, porque era lo mejor que podía pasarle. «Cuando fui mayor, le pedí al Señor que lo que deseaba ardientemente en mi infancia me lo concediera diluido en el tiempo». Sonríe a su mujer: «Nos tomó la palabra, ¿verdad?».
Nunca faltaron las pruebas: «Giussani decía que el sufrimiento ofrecido a Dios es abono para la fe. Para nosotros ha sido así». Gina ha tenido siempre muchos problemas de salud. Le prohibieron quedarse embarazada. Tuvo cuatro hijos. «Ana nació enferma y a los seis meses volvió al Paraíso». Mientras tanto, Mario trabajó a destajo en el campo, hasta el día en que, providencialmente, le ofrecieron un puesto de celador en el ayuntamiento. Estuvo allí 23 años, haciéndose cargo de cada persona y cada familia que se acercaba. Cuando no sabía cómo ayudar a alguien, volvía a su hogar y su mujer le decía: «Tráetelo a casa». Empezaron así a acoger, en 70 metros cuadrados, durmiendo en el suelo para dejar la cama al pequeño Giovanni que todos consideraban loco o a hospedar a una familia vietnamita. «Deberíamos besarles los pies a nuestros hijos de acogida», dice Mario. Fueron ellos los primeros en aceptar una vida cristiana. A pesar de las múltiples pruebas, el dolor más grande para Gina y Mario era no tener una compañía. La buscaron siempre. Con paciencia, sin conformarse, entregándose con generosidad, colaborando en primer lugar con la parroquia.
Un día, en la revista Familia Cristiana leen unas líneas sobre la ciudad de Nomadelfia «donde la fraternidad es la ley». Nos miramos y nos echamos a llorar. Era 1965. Pocos años después, venden su casa, él toma una excedencia y se trasladan a Subiaco, en una comunidad asociada a Nomadelfia. «La gente pensaba que estábamos locos…», se ríe, «pero para nosotros era la llamada del Señor que preparaba grandes cosas para nuestra vida». «Mario, no te agites…», dice Gina cuando él se enciende. Por motivos de salud, dejan Subiaco, pero no renuncian a buscar. Hasta que llega a vivir en el piso debajo del suyo una joven pareja del movimiento: ven llegar a muchos amigos, los oyen cantar. En agosto de 1978, pasan sus primeras vacaciones con CL. «Aparcamos y un chico nos recibe exultante. ¡Una verdadera fiesta! Nos miramos, ¿pero este quién es? Fue un flechazo, como en mi juventud, con mi mujer».
Tenía 23 años cuando entendió que era ella. Iba en bicicleta por los pueblos de la zona buscando a la mujer con quien se casaría. Gina vivía al otro lado de la calle, se veían a diario. Un día estaba trabajando, la ve y le pregunta: «¿Me echas una mano?». «Vale». Un flechazo. «Pensé: esta es mi mujer». Lo mismo que le pasó con CL. Lo cuenta en el vídeo: «Era lo que buscábamos desde hacía muchos años: la unidad, la comunión».
Al cabo de un tiempo, abren una casa de acogida en Seveso, acompañados por sus amigos, por don Giussani y por la asociación Familias para la acogida. Durante 15 años, han acogido a centenares de personas, niños y adultos. «Cada uno tiene una historia única». Un día le llevan a una prostituta en el maletero de un coche, Emanuela. Una noche, esta se asoma a la habitación de Gina y Mario y empieza a llorar. En casa, hay una regla: «Pedir, contentarse con lo imprescindible, trabajar, acoger. Cada uno que llegaba era un bien para nosotros y para los que ya vivían en la casa de acogida. Todos nos enseñaban a querer».
A estas alturas, siguen yendo a la caritativa en su antigua casa de acogida, que han donado a una entidad caritativa. Por la mañana y por la noche, Mario besa al crucifijo: «Así empiezo bien el día y lo acabo mejor. Es un juicio continuo: Jesús está aquí, con nosotros, y nos quiere». En esta casita donde él le ayuda a ella a ponerse y quitarse las medias, donde le lee la biografía de don Giussani, porque la letra es demasiado chica para ella, la juventud es el deseo de totalidad que late en sus corazones. «Aunque puedas dar solo 1, el 99 % lo hace la misericordia divina, que puedes pedir como un mendigo. Es el único, verdadero, camino». (A. S.)
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón