POR QUÉ ME APUNTO A LA FRATERNIDAD
Querido Julián: El pasado mes de septiembre me vine a Italia para trabajar como profesora de español en un colegio, La Traccia, de Bérgamo. Cuando llegué a Italia, hubo muchísimas cosas que me llamaron la atención. Todo, absolutamente todo era una provocación para mí: las cosas que tenía que estudiar, la relación con los alumnos, la Escuela de comunidad, la relación con los demás profesores… Siempre pasaba algo que me llamaba la atención y volvía a casa contando cosas que habían sucedido. No podía dejar de reconocer que aquí, en Italia, había un lugar preparado para mí, que el Señor seguía haciéndose presente en mi vida. Sin embargo, después de las vacaciones de Navidad, en las que volví a España, empecé a agobiarme muchísimo con todo lo que tenía que hacer: preparar las clases, hacer los exámenes de la universidad para el máster de formación del profesorado, organización de cosas con los bachilleres, reuniones en el colegio, clases particulares… Hacía muchísimas cosas, pero rápido y mal. Sin disfrutar en ninguna de ellas. Me daba cuenta de que había dejado de preguntarme qué tal estaba, cómo había ido el día, ya que solo pensaba en lo que «aún me quedaba por hacer». Me di cuenta de esto justo antes de que llegaran los Ejercicios espirituales, ya que me notaba siempre enfadada, de mal humor y que estallaba a la mínima. A la vuelta de los Ejercicios, no podía dejar de pedir que el Señor volviera a aferrarme por entero, que volviera a hacer vibrar mi corazón, porque me daba cuenta de que así, no me gustaba vivir. Y han pasado dos cosas que te cuento brevemente. La primera fue en Semana Santa, cuando volví a Madrid. Una amiga mía tiene un hermano menor que lleva cinco años con una vida muy difícil. Justo antes de Semana Santa, este chico de 19 años llamó a sus padres por la noche y les dijo que no tenía dinero, que tenía deudas y que quería volver a casa. Al día siguiente, un amigo nuestro del CLU se lo llevó toda la mañana al Escorial a pegar carteles para el vía crucis. Y desde ese momento no se separaron. Quedaban todos los días, para jugar al fútbol, para ver los partidos en la tele, para ir al monte o al gimnasio… ¡No se separaban! Nuestro amigo le hizo conocer a todos los del CLU, y se ha apuntado a hacer un módulo de cocina con el CEPI. Mientras mi amiga me contaba todo lo que estaba pasando, yo no daba crédito. Me preguntaba: pero ¿qué le ha pasado? ¿Qué hace que este chico, que durante cinco años no se ha levantado antes de las cuatro de la tarde se levante a las 8 de la mañana para ir con esta gente a la montaña? ¿Por qué no se separa de ellos? Me resultaba inevitable comparar esta historia con el Evangelio, con el hijo pródigo o con los apóstoles que seguían a Jesús aunque no entendieran nada, solo porque querían estar con él. Y me daba cuenta también de que era exactamente lo mismo que me había ocurrido a mí, años atrás por primera vez y muchísimas veces a lo largo de estos años. Fue como ver un milagro delante de mis ojos. Me daba cuenta de la potencia que tiene el Señor para tocar el corazón de las personas y cómo, a través del hermano de mi amiga, estaba llegando a mí. Y así, volví de las vacaciones pidiendo cada día volver a reconocerlo tan potentemente como cuando mi amiga me contaba esta historia. Y muy, muy agradecida. Pero nuevamente, el colegio, el trabajo, las notas, la preparación de la fiesta final, los trabajos de la universidad y todo lo demás me hacían pensar solo en «las miles de cosas que tenía que hacer». Otra vez volvía a estar agobiada con todo, volvía a tratar mal a mis compañeras de piso, a mis alumnos y a mis amigos. El fin de semana pasado fui al santuario de Oropa y volvía a pedir insistentemente que el Señor me volviera a tomar, porque soy capaz de olvidarme rapidísimo de todo lo que he visto. Y el lunes, un compañero de trabajo y amigo mío me dijo que había dado la disponibilidad para irse de misiones y que ya le habían contestado que a principios de julio se iba a EEUU. Cuando me lo contó, me quedé alucinada. Fue como volver a mirarme a mí y a mi amigo con una perspectiva mucho mayor. Recordaba la Escuela cuando habla de Juan y Andrés que siguen a Jesús atraídos por él, y me reconocía a mí, atraída por todo lo que me contaba mi amigo y viendo que nuestra vida es mucho más grande que lo que tenemos que hacer. Cuando terminamos de hablar le dije: «Gracias por contármelo. Necesitaba algo que me hiciera respirar, que pusiera todo en su justo lugar, que recolocara las prioridades»; y él me contestó: «Es la misericordia del Señor que viene a rescatarte. Él siempre está aunque nosotros no estemos». Después tenía que volver al cole para preparar una exposición, pero volvía de un modo totalmente cambiado: me puse a pintar y a redactar con mis alumnos y mis compañeros consciente de que yo ya lo tenía todo. De que no necesitaba hacer la exposición más bonita o ser la mejor profesora, porque yo ya lo tenía todo; yo también he conocido a un hombre que me hizo seguirle a lo largo del camino; ya he visto que la vida puede ser grande, interesante, una auténtica aventura.
Y recordé que esa misma mañana me había levantado diciendo: «Señor, que te pueda ver», pero en el fondo con un escepticismo enorme, como pensando «ya… pero es imposible». Y en cambio, ¡volvía a suceder! ¡Volvía a pasar algo que era más grande que yo, que vuelve a agarrarme por los pelos y a despertarme! Los días siguientes (o sea ayer y hoy), cuando tenía que ponerme a estudiar, a preparar la exposición y hacer los trabajos, pensaba: «¿Y si estos trabajos, estos exámenes, la fiesta del cole es lo que el Señor me pone ahora para relacionarse conmigo? ¿Y si también se muestra potentemente ahí?». Y mi modo de ponerme a estudiar y a trabajar es totalmente distinto. Agradecida por haberle conocido y pidiendo que cada cosa, todo, esté en relación con Él. Por miles de ejemplos más como estos, decidí apuntarme a la Fraternidad. Porque es aquí, en este lugar, con esta gente, en este movimiento dentro de la Iglesia, donde me pasan estas cosas, donde vuelvo a renacer cada vez y de donde no me quiero ir.
Meme, Villanueva de la Cañada (España)
LO QUE VENCE EL MIEDO
Querido Julián: Quiero contarte lo que estoy descubriendo en este tiempo. Ver cómo se mueve el Papa Francisco me conmueve y me llena de alegría y de certeza. Es un hombre que no tiene miedo, rebosa un atrevimiento ingenuo y expresa toda su humanidad, así como nos dijo una vez don Gius, que este sencillo sí a Cristo nos daría. Pedrito, mi hijo de 8 años, hace unas noches me pidió que le leyera la parábola de los talentos. Luego le pregunté qué es lo que había entendido y me dijo: «Que no tengo que tener miedo». Me admiré, pues para nuestros parámetros culturales lo primero que nos viene es un deber hacer, un deber, pero Pedro entendió con la simpleza de los niños lo esencial: no hay que tener miedo. El tercer siervo le dijo a su Señor: «Señor, sé que eres un hombre duro, que cosechas donde no has sembrado, y recoges donde no esparciste, por eso tuve miedo y lo escondí para que no se perdiera, aquí tienes tu talento». Y a los siervos que negociaron los talentos, les dijo: «siervo bueno y fiel, entrarás en el gozo de tu Señor»; y al tercero le dijo: «siervo malo y perezoso, te separo allí donde habrá llanto y rechinar de dientes». El miedo. Una tentación cotidiana ante las circunstancias de la vida. Incluso muchas veces ni lo percibimos como tal. No lo registramos, no lo hacemos consciente, no lo juzgamos. ¿Pero a qué tenemos miedo? Miedo a lo desconocido, claro está. Pero, ¿por qué? Hay una sutil y última falta de certeza de que Aquel que nos da la vida es Aquel que nos pone en este instante, en esta circunstancia; hay un resquemor al abandonar nuestras ideas preconcebidas, nuestro ego de dónde en una última instancia nos sostenemos, a falta de un verdadero abandono. Pensamos: no puedo, yo no puedo. Pero no se trata de poder, sino de no tener miedo a abandonarse a Aquel que nos da este instante, esta circunstancia para abrazarla así como viene. Y esto no es mecánico, se juega en cada instante, y en la medida que crezca en nosotros la certeza de su Presencia en este instante, el miedo se va diluyendo. No en vano, el Señor comienza siempre diciéndonos: «No tengan miedo». Me doy cuenta de que la potencialidad de mi yo, mi atrevimiento ingenuo, se juega en este abandono cierto en oposición al miedo del que habla la parábola de los talentos, y lo constato mirando al Papa Francisco, que abraza a los palestinos y a los israelitas y los invita a su casa y reza con ellos pidiendo a Dios la paz; que abraza a nuestra presidenta argentina y a los maestros y a los cartoneros, y a cada uno de nosotros en cada catequesis semanal, cuando nos explica el temor de Dios, o manda a nuestros jóvenes a hacer lío. Le doy gracias al Señor por hacérmelo ver y le imploro la gracia de un abandono verdadero a Él, que me llene de ese atrevimiento ingenuo, de esa alegría y de ese amor que me lleve a abrazar todo por la certeza de su Presencia en cada instante.
Laura, Buenos Aires (Argentina)
¿A QUIÉN TIENES QUE DAR LAS GRACIAS?
Querido Julián: Tengo 17 años, y vengo de una familia que, por distintas razones, lleva muchos años alejada de la Iglesia. Hasta los 13 años, esto me influenciaba de tal manera que yo me declaraba siempre “fieramente” ateo. Sin embargo, cuando tenía 11 años conocí a un profesor de religión, un sacerdote, don Marcelo. En él, ya desde la primera vez que le conocí, empecé a ver claramente algo que ni mis padres, ni los demás profesores, ni yo, teníamos pero que yo deseaba ardientemente tener. Su manera de estar en clase, de pasar lista, de interrogarnos, el modo en que contestaba a mis preguntas me resultaba absolutamente nuevo e interesante. Ese profesor mío tenía algo que yo no tenía, que le envidiaba y que quería para mí. Acabando el ciclo escolar, a los 13 años, quedamos a comer con él y con algunos compañeros de clase. Le di las gracias por esos tres años estupendos, pero él me sorprendió diciéndome: «No es a mí a quien tienes que dar las gracias». Después del verano, en el que yo volví a pensar a menudo en esas palabras, empecé el primer curso de liceo: un mundo nuevo, compañeros nuevos, profesores nuevos, pero yo seguía pensando en ese profesor de religión, y cada día me repetía que tenía que volver a verle. Mientras tanto, me alejaba cada vez más de la Iglesia, y me interesaba en las actividades del Colectivo político del instituto, en el intento de encontrar una respuesta a la pregunta por la felicidad que me quemaba por dentro. Pasó el primer curso, luego el verano, pero no pasaba, más aún se agudizaba una herida: «¿Por qué nada parece bastarme, por qué los amigos, la escuela, mis intereses, no me hacen feliz?». Una tarde de invierno del segundo año, mi madre me preguntó si me encontraba bien; le contesté que no, que no era feliz; en ese momento me dio una respuesta que, en un primer momento, me heló la sangre: «Michi, tú te tomas demasiado en serio». En ese momento la odié, pero hoy, dos años después, le estoy agradecido porque esas palabras me empujaron a volver a buscar a mi profe de religión. Él se acordaba de mí, me invitó a algunas comidas y a unos encuentros que llamaba los “raggi”, en los que veía que había gente que se tomaba en serio y por eso era feliz: entonces empecé a comprender que Cristo podía ser algo interesante para mí, algo que se corresponde con lo que soy. Hoy han pasado dos años de ese retorno, de mi primer “sí” a Cristo, y ¡cuántas cosas han cambiado! ¡Cómo he cambiado! Yo que rezo, que voy a misa, que me confieso... hubiera sido imposible hasta hace dos años. La caritativa, GS, el Triduo, las vacaciones juntos, el Angelus por la mañana, todo, todo es para mí y para mi felicidad. Llevo unos meses preparándome con don Marcelo para la Confirmación. La espero con ansia para poder ser más Suyo aún, para poder gritar con mayor conciencia, en cualquier situación, ante cualquier dificultad: «Si no fuera tuyo, Cristo mío, me sentiría criatura finita».
Michelangelo, Córsico / Milán (Italia)
LO ESENCIAL SE HACE VISIBLE
Para prepararnos a un momento de conversación entre universitarios, el padre Lorenzo nos desafió preguntándonos qué significa hacer visible lo esencial, si lo esencial es Cristo. Para mí, el signo de que durante el día he vivido frente a lo esencial es que cuando llega la noche, en medio de la fatiga (porque en general mis días son intensos y con bastante trabajo), lo que predomina no es el cansancio, sino una alegría. Y no una alegría eufórica, sino un gozo sereno, una paz gozosa, lo que en italiano se dice letizia y no tiene una palabra adecuada para traducirla al español. Es una alegría que persiste independiente del éxito o del fracaso que haya tenido en el día. Hacer visible lo esencial, para mí, es responder todos los días a Cristo. Por ejemplo, la semana pasada estuve atendiendo a un paciente al que no hubiese querido atender. Era justo lo que, cuando llegué al servicio del hospital, no quería: hombre, adulto mayor, desorientado, es decir, que no sabe dónde está, ni qué fecha es. Algunas veces alucinaba y le tenían las manos amarradas porque se tiraba las sondas que tenía conectadas. Cuando lo vimos por primera vez con mis compañeros quedamos impactados porque estaba amarrado y llamaba muy despacio a alguien que lo soltara porque las amarras estaban muy apretadas. Yo quería evitarlo (¡Ya había elegido otro paciente más fácil para estar con él!) pero al final no pude. No pude ignorarlo. Me quedé con él para que pudiese tener las manos desamarradas mientras lo acompañaba. Esta semana, una de las formas más evidentes del rostro de Cristo ha sido el de ese paciente. Él tiene una herida muy grande por estar tanto tiempo acostado y por falta de cuidados en el hospital, una herida que no va a curarse. Todos los días de la semana teníamos que curar esa herida, sabiendo que no va a sanar, con la única esperanza de que no se agrande y no se infecte. Otro paciente de una cama que está enfrente, un día me preguntó: «Señorita, ¿alguna vez le ha tocado ver a alguien morir?». Le respondí que no. Me dijo: «Ahora le va a tocar». Quedé impactada cuando me dijo eso, pero era verdad: mi paciente se está muriendo, los médicos solo esperan poder dejarlo sin oxígeno para mandarlo a morir a otro hospital. ¡Antes me hubiese desentendido! ¡Ni siquiera lo hubiese pensado! Nosotros decimos que hay que vivir despiertos, que la alegría es más verdadera, más intensa. Y es cierto, pero también es cierto que el dolor se vive con más intensidad. La alegría y el dolor: todo es más verdadero. Y el miedo no se quita. Tengo el mismo miedo que tenía antes. La diferencia es que ahora sé que existe algo más grande, sé que Cristo sostiene toda la vida, sostiene todo el dolor, que Él es más grande que la muerte. ¡Lo sé! Entonces ya no me arranco de la muerte, ni del dolor. No es verdad que trabajando en el hospital uno se acostumbra al dolor, nadie verdaderamente humano lo hace. Uno puede acostumbrarse a la sangre, a ver heridas, a sentir olores, pero no al dolor de las personas. Cuando vivo para lo esencial, me doy cuenta de que puedo incluso hacer “cosas inútiles”, como limarle las uñas a mi paciente, porque es Otro el que da el valor a cada gesto mío, si se lo ofrezco. Cuando le limaba las uñas, llegaron los técnicos de enfermería a burlarse un poco de mí. Nadie se iba a fijar después en las uñas de mi paciente, ni siquiera él mismo se iba a acordar porque su mente está alterada. Ningún familiar me lo iba a agradecer, ninguna profesora lo va a evaluar. Técnicamente, no es mi trabajo. Ese gesto era solo para dar gloria a Cristo en ese momento, era solo para Él. Al final del día, haciendo cosas “inútiles” –curando una herida que no sanará, limando las uñas que seguramente nadie notará cortas–, mirando el dolor a la cara, con el cansancio de una vida universitaria muy ajetreada, que no predomine nada de esto, sino otra cosa, significa para mí que he vivido para Cristo, lo esencial.
María José, Puente Alto (Chile)
DE LEOPARDI AL TRIDUO DE GS
Con ocasión de un examen oral de fin de curso una alumna de cuarto de liceo, al terminar el coloquio me dice que Leopardi es realmente interesante y «realista ante la vida». Un tanto maravillado, busco en mis papeles y encuentro las fotocopias de las primeras seis o siete páginas del Triduo de GS. Se las entrego, diciéndole que me dijera qué le parecían. Este es el texto que unos días después me envió: «Buenos días profe, quería decirle que la lectura me ha hecho pensar en muchas cosas y sobre todo encontrar respuestas, o al menos me ha permitido compartir las preguntas que me asaltan. Creía que era yo la rara porque no encontraba a nadie que entendiera la sensación de falta que pruebo. Intentaban consolarme pensando que estaba triste por cosas del todo superficiales y entonces empecé incluso a “odiarles” porque pensaba: «¡Cómo pueden ser tan estúpidos, superficiales e inmaduros!». Todo me molestaba, incluso un abrazo de una amiga, porque yo le daba pena. Es impresionante cómo el texto describe las distintas fases por las que he pasado, parece como si lo hubiera escrito yo: del sentirme perdida y vacía al enfadarme por todo; desde ceder a un sentimiento de derrota al fingir que no pasa nada y pasar de todo; al final, intentar conformarse con lo que hacen los demás para ser felices y cancelar estas preguntas. Es fantástico que el texto concluya con una fase que, ahora lo entiendo, yo he alcanzado y por eso siento alivio: todo esto forma parte del hombre verdadero y estoy contenta de haber pasado por el pesimismo porque ahora puedo captar mejor el lado positivo, mejor dicho, realista ya que se debe creer y actuar para llegar a una meta, nada sucede si uno se queda parado en una esquina, en cualquier campo de la existencia».
Pierluigi, La Spezia (Italia)
Tiempo de libertad
CUANDO NO SE PUEDE IR DE VACACIONES CON LOS AMIGOS
Tengo un problema cardiaco, me proponen las vacaciones del CLU en Pontresina como la posibilidad de encontrar a Cristo y de vivir el tiempo de las vacaciones como un tiempo de libertad. Yo no podré ir. Pero sé que esto no me priva de lo esencial, quiero ofrecer la posibilidad a otra persona de vivir la experiencia que hace tres años me tomó a mí en un aula universitaria y que todavía hoy me sostiene en todas las circunstancias que vivo. Esto lo puedo hacer dando una ayuda económica. Yo ahora no puedo hacer muchas cosas, no puedo hacer deporte, respiro con dificultad; antes podía estudiar más horas, ahora debo descansar más. Si consigo estudiar cuatro horas, lo hago; si no puedo, Otro se ocupará de mí. Lo que me sorprende en este tiempo es que, ante mi problema, todos tratan de buscar una solución. Somos unos activistas. Intentamos arreglar todo nosotros. Pero llega un punto en que te das cuenta de que la vida está en Su mano, que es Él quien me mantiene en pie y tiene un proyecto sobre mí, que traza un camino solo para mí que pasa a través de las personas que me pone al lado. Podemos encontrarnos con Él en cualquier circunstancia. En Pontresina, en el Meeting, en la universidad, ¡en cada instante! ¡Incluso en una cama de hospital! Sin duda nos toca a nosotros, luego, responder “sí” o “no”. Un “sí” relanza. Un “no” cierra.
Giulia, Universidad Católica / Milán (Italia)
LA POBREZA QUE ME DA PAZ
A raíz de las dos últimas escuelas sobre nuestras rebeliones ante la posición de mendigo y nuestra concepción moderna de la vida, «basta con proponerse lo que sea para conseguirlo, incluso si mi problema es que soy un moderno, ahora me pongo yo y lo soluciono», me doy cuenta de que el comienzo de los Ejercicios me aclara muchísimo: impotencia y soledad. Si no llegas a sentir verdaderamente la impotencia, no conoces al Señor. ¿Qué me ha enseñado a mí la enfermedad? La pobreza. Siempre crees que vas tú a aportar algo, pero de golpe la vida te frena. No puedes más. Justo ahí empieza la posición verdadera, cuando te das cuenta de que no tienes nada que defender, nada que pensar y que no sabes nada. Hasta que no pruebas la impotencia no te haces mendigo y, cuando eres mendigo, es cuando te sientes liberado de verdad porque ya nada depende de ti. No puedes nada pero tienes lo esencial: Dios te quiere, sabes que hay un designio bueno sobre tu vida. Antes de entrar en la UCI estaba exhausta por encontrarme tan mal, intentaba aguantar y tenía hasta cierta paz, pero llegó el momento en que ya no pude más y, con todo, me exigía a mí misma «debo ofrecerlo», pero era mi última afirmación de mí misma y me eché a llorar. Aunque pensé «no estoy viviendo bien», realmente no podía más. Justo en ese momento me trajeron la Comunión y luego la Unción de Enfermos y ahí me abandoné a lo que ocurriera. Me liberé. En la Unción de Enfermos me dijeron: «El Señor te precede y va detrás de ti». Al instante sentí alivio y compañía. Hasta el camillero que venía a trasladarme y el médico que tenía que intervenirme esperaron a que acabara el sacerdote que, cuando ya me iba yendo, me dijo: «Ya te vas mejor acompañada, con la Virgen, Jesús y los ángeles». Y a pesar del ahogo, de pronto, tenía paz. Ya nada dependía de mí. Estaba todo ofrecido de verdad. Si vivía estaría bien, si moría también. Ángel, mi marido, que no me perdía de vista, me dijo que me había cambiado la cara. Es evidente que uno no puede cambiar la cara sencillamente porque quiera, había sido el Señor.
Leonor
Uruguay
POR ALGO LA PROVIDENCIA ES DIVINA
El domingo pasado, por invitación de nuestra amiga Emanuela (una “gracia” que haya llegado a Montevideo desde Italia, y ¡a dos cuadras de mi casa!) fuimos a Montes a visitar a un sacerdote que, hace 35 años, vino de Italia y que nació en el mismo pueblo de Emanuela. Este sacerdote conoció a Giussani. Limitaría muchísimo si intento describir a este hombre. Llevó adelante la misa del pueblito Migues, con un teclado al lado del altar ya que acompaña con ese instrumento las canciones de la misa. Mientras lo escuchaba hablar en la homilía, pensé: «Yo no conocí a Giussani, pero la convicción con la que habla Miguel Ángel, seguramente es igual a la de don Gius. Además, tiene cierta similitud con su rostro…». Luego fuimos a almorzar a su casa. Lo que estuvo siempre presente fue una inmensa alegría de estar juntos. Beatriz, la señora que le ayuda en la casa, almorzó con nosotros y nos mostró toda la obra de la parroquia. La vitalidad de Miguel Ángel nos impactó a todos. A pesar de sus 80 años, impresiona su certeza a la hora de llevar el evangelio a la cotidianidad de la gente del lugar, muchas veces a costa de ser perseguido y amedrentado. «Acá en Uruguay la gente tiene miedo de hablar y decir lo que piensa», cuando se trata de hablar de política. Al despedirnos, sentí mucha nostalgia y ganas de volver pronto a visitarle. Pero, como dijo él: «Bueno, por algo están acá hoy. ¡Dejemos que el Misterio actúe! Por algo la providencia es divina».
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