Fue uno de los momentos más importantes de los tres días de Rímini. La primera visita del cardenal PIETRO PAROLIN, secretario de Estado, que llevó la bendición del Papa. Reclamó al hecho de que «al comienzo de la vida de fe no existe una intención, un voluntarismo, un cálculo, un razonamiento correcto. Al comienzo hay siempre un movimiento de atracción». Publicamos su homilía
Queridos hermanos y hermanas, estoy contento de celebrar junto a vosotros la Eucaristía durante los Ejercicios Espirituales de la Fraternidad de Comunión y Liberación de 2014. Y os saludo a todos con afecto fraterno y con esa alegría que «llena el corazón y la vida entera de aquellos que se encuentran con Jesús» (Evangelii Gaudium, 1).
Deseo que estos sean días de intimidad con el Señor, de estar de tú a tú con Jesús, que es lo “esencial”, de forma más intensa y prolongada, de profundizar en la relación de comunión con Él. Deseo también que sean la ocasión para volver a poner a punto nuestra identidad cristiana, nunca como ahora tan probada por la agotadora interacción con el espíritu insidioso de la mundanidad, capaz de insinuarse y de contaminar cualquier ambiente y realidad, sin ahorrar nada.
Pido para vosotros la abundancia del Espíritu Santo, que es el protagonista por excelencia de la experiencia de los Ejercicios Espirituales, como lo es de toda la vida cristiana. Os confío a la intercesión de María, madre de Dios y madre nuestra, y a la de todos los Santos. Y os traigo una especial bendición del Santo Padre Francisco, extensiva a toda la Fraternidad, con el fin de que – como ha escrito Julián Carrón, presidente de vuestra Fraternidad – «el Espíritu Santo nos disponga al cambio del corazón y al compromiso de dar nuestra vida por la obra de Cristo en todos los ambientes y lugares en los que vivimos».
“Prosigo mi carrera para alcanzarlo” es el título de estos Ejercicios. Me imagino que se inspira en el versículo 12 del capítulo 3 de la Carta de san Pablo a los Filipenses: «No es que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús».
De nuevo nos encontramos aquí delante de la iniciativa divina. Es como un juego: Pablo escapaba de Jesús y Jesús le perseguía. Pero Jesús le alcanzó, le tocó, le aferró, y ahora es él quien corre tras Jesús para aferrarle. Dios nos precede siempre, nos ha creado, nos ha redimido, nos habla en su Hijo, nos renueva con Su gracia.
La oración inicial de la liturgia de hoy se expresa de modo muy similar: «Señor omnipotente y misericordioso, atrae hacia Ti nuestros corazones, ya que sin Tu ayuda no podemos complacerte». Creo que en esta oración, en esta breve invocación, se señala la dinámica inconfundible de la existencia cristiana.
Al comienzo de la vida de fe no existe una intención, un voluntarismo, un cálculo, un razonamiento correcto. La fe no es seguir verdades construidas o alcanzadas por nosotros con nuestras fuerzas. Al comienzo hay siempre un movimiento de atracción, algo que atrae nuestros corazones. «Atrae Señor hacia Ti nuestros corazones».
Y esta palabra describe también la dinámica propia de la vida de la Iglesia. Lo dijo con fuerza el Papa emérito Benedicto XVI: «La Iglesia no hace proselitismo. Crece mucho más por “atracción”: como Cristo atrae a todos hacia sí» (Homilía en la V Asamblea de los obispos latinoamericanos en Aparecida, 13 de mayo de 2007). Y lo repite continuamente el actual sucesor de Pedro, el Papa Francisco. Cito sólo algunas líneas de la homilía del 1 de octubre de 2013 en Santa Marta; allí, repitiendo precisamente la frase que acabo de citar de su predecesor, el Papa decía: «Cuando la gente, los pueblos ven este testimonio de humildad, de mansedumbre, de apacibilidad, sienten la necesidad de la que habla el profeta Zacarías: “¡Queremos ir con vosotros!”. La gente siente esa necesidad ante el testimonio de la caridad. Es esta caridad pública sin prepotencia, no suficiente, humilde, que adora y sirve. Y este testimonio», continuaba el Papa, «hace crecer a la Iglesia. Precisamente por esto santa Teresa del Niño Jesús, tan humilde pero tan confiada en Dios, fue nombrada patrona de las misiones, porque su ejemplo hace que la gente diga: “Queremos ir con vosotros”».
El signo de la humildad. Para don Giussani, del que vosotros os consideráis hijos en la fe, si el Señor puede atraer hoy los corazones de los suyos es porque está vivo y actúa ahora, aquí y ahora. Este es «el atractivo de Jesucristo», del que os hablaba tantas veces con sus palabras tan sugerentes cuando narraba los episodios del Evangelio. Porque uno se puede apegar con sentimientos nobles de devoción a las ideas justas o incluso a recuerdos bonitos de las personas queridas que nos han dejado, pero en este caso se trata de un apego, no de un atractivo. Sólo podemos sentirnos humanamente atraídos, sólo podemos vivir la experiencia de la atracción por una persona que está viva, que se mueve, que respira. No somos nosotros los que lo ponemos en el primer lugar con nuestro esfuerzo o con nuestra autosugestión. ¡Es Él quien actúa!
Y si el Señor atrae hacia Él nuestros corazones quiere decir que está vivo. Y si atrae nuestros corazones quiere decir que nos quiere, que quiere darnos la salvación. Está tan vivo y nos quiere de tal manera que con el tiempo, a medida que crecemos y nos hacemos adultos, a medida que luego empezamos a envejecer, nos damos cuenta, podemos reconocer con sencillez que el atractivo en realidad es un abrazo, es ser aferrados y llevados en brazos. A medida que crecemos y envejecemos esto puede llegar a ser cada vez más evidente para nosotros, como llegó a ser evidente para los primeros apóstoles. La cuestión no soy yo, que corro hacia Jesús, sino Él, que corre a mi encuentro, que me mira, que me abraza como el padre en la parábola del Hijo Pródigo. Y cuando uno está a punto de caer, es Él quien le puede sostener. Y cuando uno ha caído, sólo Él le puede levantar. De este modo, Jesús llega a ser cada vez más para nosotros lo que decía san Pablo. «Por tanto, no se trata de querer o de correr, sino de que Dios tenga misericordia» (Rm 9,16). El Señor puede concedernos la gracia de volver a ser como niños y de ir al Paraíso, porque la única condición que Él ha indicado para ir la Paraíso es volver a ser como niños: «Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3).
Existen signos que nos dicen que somos llevados en brazos y que avanzamos por el camino justo. Uno de estos signos es la humildad. Cuando el encuentro es real, lo que hemos encontrado nos hace humildes. No nos orgullecemos de ello. Ser atraídos y aferrados por el Señor, ser llevados en brazos por Él, por su propia naturaleza, no puede degenerar nunca en una pretensión de posesión y de predominio. Nunca somos señores de la palabra, de la promesa y de la ternura de Dios, es más, nos volvemos humildes cuando experimentamos la misericordia por nuestros pecados. Como decía Giussani: «Cristo no vino para los justos, esa gente que no sufre por estar deshecha y herida, sino para la gente que sí sufre por ello» (L. Giussani, «Es siempre una gracia», en Está, porque actúa, Ediciones Encuentro, 1994). Justamente en ese momento podemos llegar a ser buenos, con el corazón en paz, lleno de gratitud, «mansos», como dice la primera lectura de hoy, con un corazón manso que puede, por gracia, permanecer sereno incluso en las circunstancias angustiosas o en el dolor, porque se ha confiado completamente al Señor. «Soy como un cordero manso llevado al matadero, porque a Ti he encomendado mi causa».
Un impacto siempre nuevo. Sólo por la misericordia del Señor, que abraza y olvida nuestros pecados, puede el camino de la vida cristiana, que empezó quizá hace mucho tiempo, estar poco a poco marcado por nuevos inicios, por nuevas reanudaciones. Como repetía don Giussani: «La continuidad con lo que sucedió al principio sólo se produce, por tanto, mediante la gracia de un impacto siempre nuevo, que produce la misma clase de asombro de la primera vez», pues, en caso contrario, continuaba Giussani, «se pasa en seguida a teorizar el acontecimiento ocurrido. En lugar de dicho asombro prevalecen los pensamientos que nuestra evolución cultural nos hace capaces de articular, las críticas que nuestra sensibilidad formula a lo que hemos vivido y a lo que vemos vivir, la alternativa que pretenderíamos imponer». Domina en última instancia el pecado, el propio error, que el hombre no sabe cómo perdonarse. En cambio, explica de nuevo Giussani, la paradoja suprema del anuncio cristiano es que «el pecado es perdonado. (…) Esta es la sorpresa, la experiencia de la misericordia que cualquiera puede vivir en la relación con Cristo».
Es en la misericordia donde Dios manifiesta Su omnipotencia. El milagro de la caridad, que la Iglesia reconoce desde siempre y exalta en las obras de misericordia espiritual y corporal, es el milagro que hace más evidente para todos la gloria de Dios: el milagro de vidas descarriadas que son redimidas, de hijos e hijas que parecían perdidos, condenados, y que son curados por el abrazo del amor gratuito.
Si no se da esto, si los corazones no son renovados y sanados en la experiencia de la misericordia del Señor, vuelve a suceder lo que les pasaba a muchos fariseos, y que se menciona en el Evangelio de hoy: nos convertimos en militantes tristes, quizá un poco rencorosos, de ideas correctas, nos convertimos en personas que pretendemos estar en regla, con todo en regla. En los peores casos, por motivos de interés y de poder, se sigue recitando un papel, se sigue llevando una cierta máscara, la máscara de nuestras presuntas seguridades. Y se pretende dictar leyes para los demás. Los fariseos rechazan a Cristo venido en la carne porque, según sus conocimientos, según lo que les parece, el Salvador no puede venir de Galilea. Ellos ya lo saben, lo saben todo con antelación. Por ello se ríen y maltratan el asombro de los demás. Si los pobres se conmueven, si el pueblo de Dios expresa su gratitud ante el milagro de la gracia que se comunica cuando quiere, como quiere, a quien quiere, ellos se ponen nerviosos y dicen: «¿Acaso os hemos autorizado a entusiasmaros, a alegraros, a estar agradecidos? ¿Tal vez ha creído en él – se preguntan en el Evangelio que hemos leído – algún jefe o fariseo? Esas gentes que no entienden de la ley son unos malditos». Y a Nicodemo, que da testimonio del Señor con la fuerza de su conciencia individual, le responden con desprecio: «¿También tú eres galileo? Estudia y verás que de Galilea no salen profetas». «¡Estudia!»: para ellos todo se resuelve en la adquisición de una cierta competencia, de un conocimiento, de un método correcto, de una terminología; basan su pretensión de dominar a los demás en que dominan bien, sin errores, el “discurso” religioso. Son los que, como ha dicho el Papa Francisco, se ponen a la puerta de la Iglesia y no dejan entrar a los demás y, sobre todo, no dejan salir a Jesús (homilía del 18 de octubre de 2014, Santa Marta).
Llevados en brazos. En nuestros días, como en los días del Evangelio, se ponen al descubierto los corazones ante las obras de Jesús. Podemos desbordar de gratitud por los milagros y los signos nuevos que el Señor realiza en su Iglesia o podemos seguir cultivando nuestras propias presunciones. Esos son los dos caminos posibles que se abren ante nosotros cada día. El Señor nos lo ha dicho en el Evangelio: en la historia de la Iglesia en el mundo, la palabra de Dios permanece viva en el corazón de los sencillos y de los humildes, en la multitud sencilla que, como ha repetido recientemente el Papa, «iba tras Jesús porque lo que Jesús decía hacía bien y caldeaba el corazón» (homilía del 21 de marzo de 2014, Santa Marta), daba calor a su corazón.
Pidamos a María y a su Hijo que atraigan nuestro corazón, que nos hagan sentir que somos llevados en brazos incluso en lo más escondido de nuestra vida cotidiana, como reza uno de los himnos que cantáis también vosotros: «Acerca este corazón a Ti, oh Jesús».
Pidamos el don de caminar en la alegría del Señor en medio de todo el pueblo de Dios esparcido por el mundo. Que así sea.
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