Apuntes de la intervención de Julián Carrón en el encuentro de presentación del documento de CL
Milán, 9 de abril de 2014
1. ¿QUÉ ESTÁ EN JUEGO?
Europa nació en torno a algunas grandes palabras, como persona, trabajo, materia, progreso y libertad.
Estas palabras alcanzaron su plena y auténtica profundidad a través del cristianismo, adquiriendo un valor que no tenían antes, y esto determinó un profundo proceso de “humanización” de Europa y de su cultura. Por poner un ejemplo, bastaría con pensar en el concepto de persona. «Hace dos mil años, el único sujeto que tenía reconocidos todos los derechos humanos era el civis romanus. Pero, ¿quién establecía quién era el civis romanus? Era el poder el que determinaba quién era el civis romanus. Uno de los mayores juristas romanos, Gayo, distinguía tres tipos de utensilios que el civis [romanus], es decir, el hombre que disfrutaba de todos los derechos, podía poseer: los utensilios que no se mueven ni hablan, las cosas; los utensilios que se mueven y no hablan, es decir, los animales; y los utensilios que se mueven y hablan, los esclavos» (Cf. Gayo, Istitutionum Commentarii quattuor, II 12-17, citado en L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2008, p. 130).
Pero en la actualidad todas estas palabras se han vaciado de contenido o pierden cada vez más su espesor original. ¿Cómo ha podido suceder esto?
Dentro de un largo y complicado proceso, no exento de la mortificación de algunas de estas palabras – como libertad y progreso – por obra de la misma cristiandad que había contribuido a generarlas, en un momento dado de la parábola europea se abre paso el intento de separar esas adquisiciones fundamentales y hacerlas autónomas con respecto a la experiencia que había permitido que surgieran plenamente. Como escribía hace años el entonces cardenal Ratzinger en una intervención en Subiaco, como resultado de un largo proceso histórico, «en la época de la Ilustración […] en la contraposición de las confesiones y en la crisis correspondiente de la imagen de Dios, se intentaron mantener los valores esenciales de la moral por encima de las contradicciones y buscar una evidencia que los hiciese independientes de las múltiples divisiones e incertezas de las diferentes filosofías y confesiones. De este modo, se quisieron asegurar los fundamentos de la convivencia y, más en general, los fundamentos de la humanidad. En aquel entonces, pareció que era posible, pues las grandes convicciones de fondo surgidas del cristianismo en gran parte resistían y parecían innegables» (J. Ratzinger, «Subiaco, 1 de abril de 2005», en L’Europa di Benedetto e la crisi delle Culture, LEV-Cantagalli, Roma-Siena 2005, p. 61). Se desarrolló así el intento ilustrado de afirmar esas «grandes convicciones», cuya evidencia parecía que se podía sostener por sí misma, prescindiendo del cristianismo como experiencia viva.
¿Cuál ha sido el resultado de esta “pretensión”? Estas grandes convicciones, sobre las que se funda nuestra convivencia desde hace algunos siglos, ¿han resistido a la verificación de la historia? ¿Se ha mantenido su evidencia ante las vicisitudes de la historia, con sus imprevistos y sus provocaciones? La respuesta está a la vista de todos.
Continuaba el cardenal Ratzinger: «La búsqueda de una certeza tranquilizadora, que nadie pueda contestar independientemente de todas las diferencias, ha fallado. Ni siquiera el esfuerzo, realmente grandioso, de Kant ha sido capaz de crear la necesaria certeza compartida. [...] El intento, llevado hasta el extremo, de plasmar las cosas humanas menospreciando completamente a Dios nos lleva cada vez más a los límites del abismo, al encerramiento total del hombre» (Ibídem, pp. 61-62).
¿Cómo se manifiesta este encerramiento del hombre? Sería suficiente con caer en la cuenta del efecto que ha tenido este proceso sobre dos de los factores más queridos para nosotros, europeos modernos: la razón y la libertad.
«Esta cultura ilustrada» – decía entonces el cardenal Ratzinger – «queda sustancialmente definida por los derechos de libertad. Se basa en la libertad como un valor fundamental que lo mide todo: la libertad de elección religiosa, que incluye la neutralidad religiosa del estado; la libertad para expresar la propia opinión, a condición de que no ponga en duda justamente este canon; el ordenamiento democrático del estado, es decir, el control parlamentario sobre los organismos estatales [...], la tutela de los derechos del hombre y la prohibición de la discriminación. En este caso, el canon está todavía en vías de formación, ya que hay también derechos humanos que resultan contradictorios, como por ejemplo en el caso del conflicto entre el deseo de libertad de la mujer y el derecho a vivir del que está por nacer. El concepto de discriminación se amplía cada vez más, y así la prohibición de la discriminación puede transformarse progresivamente en una limitación de la libertad de opinión y de la libertad religiosa [...]. El hecho de que la Iglesia esté convencida [por ejemplo] de no tener derecho a conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres es considerado, por algunos, como algo inconciliable con el espíritu de la Constitución europea». Por tanto, prosigue Ratzinger, indicando los resultados últimos de la parábola, «una confusa ideología de la libertad conduce a un dogmatismo que se está revelando cada vez más hostil para la libertad. [...] La radical separación de la filosofía ilustrada de sus raíces acaba despreciando al hombre». Pero «esta filosofía no expresa la razón completa del hombre, sino solamente una parte de ella, y a causa de esta mutilación de la razón no puede ser considerada para nada como racional». Por ello, «la auténtica contraposición que caracteriza al mundo de hoy no es la que se produce entre las diferentes culturas religiosas, sino entre la radical emancipación del hombre de Dios, de las raíces de la vida, por una parte, y las grandes culturas religiosas por otra» (Ibídem, pp. 42-43, 51-53).
Esto no significa asumir una posición de prejuicio “anti-ilustrado”: «La Ilustración es de origen cristiano y no es casualidad que haya nacido única y exclusivamente en el ámbito de la fe cristiana» (ibídem, p. 58). En un discurso memorable de 2005, Benedicto XVI invita a ese «“sí” fundamental a la edad moderna» pronunciado por él, sin subestimar, por otro lado, sus «tensiones interiores y también las contradicciones de la misma». Benedicto XVI subraya de este modo la superación de esa situación de «enfrentamiento» entre la fe y la edad moderna, propio de la Iglesia del siglo XIX, en el que «aparentemente no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y fructuoso» (Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 2005).
Llegados a este punto podemos comprender mejor cuál es el problema de Europa, la raíz de su crisis y qué es lo que está en juego verdaderamente. Dejemos de nuevo la palabra a Benedicto XVI:
«El problema de Europa para encontrar su identidad creo que consiste en el hecho de que hoy en Europa tenemos dos almas:
- una de ellas es una razón abstracta, anti-histórica, que pretende dominar todo porque se siente por encima de todas las culturas. Una razón que al fin ha llegado a sí misma, que pretende emanciparse de todas las tradiciones y valores culturales en favor de una racionalidad abstracta. La primera sentencia de Estrasburgo sobre el Crucifijo era un ejemplo de esta razón abstracta que quiere emanciparse de todas las tradiciones, de la misma historia. Pero así no se puede vivir. Además, también la “razón pura” está condicionada por una determinada situación histórica, y sólo en este sentido puede existir.
- La otra alma es la que podemos llamar cristiana, que se abre a todo lo que es razonable, que ha creado ella misma la audacia de la razón y la libertad de una razón crítica, pero sigue anclada en las raíces que han dado origen a esta Europa, que la han construido sobre los grandes valores, las grandes intuiciones, en la visión de la fe cristiana (Benedicto XVI, Entrevista “Campanas de Europa”, 15 de octubre de 2012).
Lo que está en peligro es precisamente el hombre, su razón, su libertad, incluso la libertad de tener una razón crítica.
«El peligro más grave» – decía don Giussani hace años – «no es ni siquiera la destrucción de los pueblos, el asesinato, sino el intento del poder de destruir lo humano. Y la esencia de lo humano es la libertad, la relación con el infinito». Por ello, la batalla que tiene que librar el hombre que se siente hombre es «la batalla entre la religiosidad auténtica y el poder» («La religiosidad auténtica y el poder», Huellas, febrero 2005, p. 21).
Esta es la naturaleza de la crisis, que no es en primer lugar una crisis económica. Tiene que ver con los fundamentos. «Hoy no es de modo alguno evidente de por sí lo que es justo respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales y pueda convertirse en derecho vigente. A la pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y servir así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar la respuesta y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y de nuestras capacidades, dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil» (Benedicto XVI, Discurso al Bundestag de Berlín, 22 de septiembre de 2011). Sin la conciencia de que lo que está en juego es la evidencia de esos fundamentos sin los cuales no será posible una convivencia estable, nos distraemos en el debate sobre las consecuencias, olvidando que éstas tiene su origen en otro lugar, como hemos visto. Volver a recuperar esos fundamentos es la mayor urgencia a la que nos enfrentamos en este momento.
Responder a esta urgencia no quiere decir volver a un estado confesional o a una Europa basada en leyes cristianas, como una especie de reedición del Sacro imperio romano, como si esa fuese la única posibilidad para defender a la persona, su libertad y su razón. Esto iría en contra de la naturaleza misma del cristianismo. «En cuanto religión de los perseguidos, en cuanto religión universal, [el cristianismo] [...] ha negado al estado el derecho de considerar la religión como una parte del ordenamiento estatal, postulando así la libertad de la fe. [...] Allí donde el cristianismo, contra su naturaleza y por desgracia, se había vuelto tradición y religión del estado [...], es [ha sido] mérito de la Ilustración haber replanteado [los] valores originales del cristianismo [todos los hombres, sin distinción, son criaturas a imagen de Dios, tienen todos la misma dignidad] y haber devuelto a la razón su propia voz» (L’Europa di Benedetto..., op. cit., pp. 57-58).Por ello, no debemos volver a un momento ya superado. Hace falta emprender un camino en el que sea posible un verdadero diálogo sobre los fundamentos.
Con estas nuevas condiciones, ¿desde dónde se puede partir?
2. EL CORAZÓN DEL HOMBRE NO SE RINDE
A pesar de los intentos ingentes de encerrar al hombre, de reducir la exigencia de su razón (reduciendo el alcance de su pregunta), la urgencia de su libertad (que no puede evitar expresarse en cada movimiento como deseo de cumplimiento), el corazón del hombre sigue latiendo de forma irreductible. Podemos sorprenderlo en los más variados intentos, a veces confusos pero no por ello menos dramáticos y de algún modo sinceros, que los europeos de nuestros días realizan para alcanzar esa plenitud que no pueden dejar de desear, y que se esconde a veces bajo ropajes que pueden parecer contradictorios.
Un ejemplo puede ayudar a comprender la naturaleza del problema, la reducción a la que se somete normalmente a la razón y a la libertad. «Anoche, – me escribe un amigo – fui a cenar a casa de dos compañeros míos del liceo que están prometidos y viven juntos. Después de la cena nos quedamos hablando mucho rato, y en la conversación salió la cuestión de si tener hijos o no. Mi amigo decía: “Nunca traeré un hijo al mundo. ¿Con qué valor puedo condenar a otro pobrecillo a la infelicidad? No quiero asumir esta responsabilidad”. Y luego añadió: “Tengo miedo de mi libertad: en el mejor de los casos no sirve para nada, y en el peor de los casos puedo causar dolor a alguien. Lo que espero de la vida es hacer el menor daño posible”. Hablamos mucho, y me contaron que vivían con miedo, y que sentían que ya no esperaban nada de la vida. ¡Y sólo tienen veintiséis años!».
Detrás del rechazo a tener hijos se esconde el miedo a la libertad, o tal vez el miedo a perder una libertad concebida de modo reducido, por tanto el miedo a renunciar a uno mismo y a sus espacios. ¿Cómo influirá en su vida ese conjunto de miedos que le bloquean? Hablar de las «grandes convicciones» es hablar de los fundamentos, del punto de apoyo que hace posible la experiencia de la libertad, de verse libres del miedo, porque posibilita a la razón mirar la realidad impidiendo que nos ahogue.
Este episodio muestra que «la confusión acerca de los fundamentos de la vida» no elimina las preguntas. Es más, las hace más agudas, como dice el cardenal Scola: «qué es la diferenciación sexual, qué es el amor, qué quiere decir procrear y educar, por qué hay que trabajar, por qué una sociedad civil plural es más rica que una sociedad monolítica, cómo podemos encontrarnos recíprocamente para edificar comunión efectiva en todas las comunidades cristianas y vida buena en la sociedad civil; cómo renovar las finanzas y la economía, cómo mirar la fragilidad, desde la enfermedad hasta la muerte, la fragilidad moral, cómo buscar la justicia, cómo compartir incesantemente aprendiendo cuál es la necesidad de los pobres. Todo esto debe ser reescrito en nuestro tiempo, debe ser repensado y por tanto revivido» (A. Scola, Palabras pronunciadas después de la Homilía del IX aniversario de la muerte de don Giussani y XXXII aniversario del reconocimiento pontificio de la Fraternidad de CL, Milán, 11 de febrero de 2014).
Reescrito, repensado y por tanto revivido.
Esta es la naturaleza de la provocación que procede de la crisis en la que nos hallamos inmersos.
«Una crisis – decía Hanna Arendt – nos obliga a volver a plantearnos preguntas y nos exige nuevas o viejas respuestas, pero, en cualquier caso, juicios directos. Una crisis se convierte en un desastre sólo cuando respondemos a ella con juicios preestablecidos [sean los que sean], es decir, con prejuicios. Tal actitud agudiza la crisis y, además, nos impide experimentar la realidad y nos quita la ocasión de reflexionar que esa realidad nos brinda» (H. Arendt, Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península, Barcelona 1996, p. 186).
Por ello, más que un pretexto para lamentarnos o encerrarnos, todos los problemas de la convivencia común en Europa pueden llegar a ser una gran ocasión para descubrir o redescubrir las grandes convicciones que puedan asegurar la convivencia misma. No debe sorprendernos que estas grandes convicciones puedan perder su sentido. La razón la recuerda de nuevo Benedicto XVI: «Un progreso acumulativo sólo es posible en lo material. [...]. En cambio, en el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe una posibilidad similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones. No están nunca ya tomadas para nosotros por otros; en este caso, en efecto, ya no seríamos libres. La libertad presupone que en las decisiones fundamentales cada hombre, cada generación, tenga un nuevo inicio». La razón última por la que se necesita siempre un nuevo inicio es que la naturaleza misma de la evidencia de esas convicciones es distinta de la de los «inventos materiales. El tesoro moral de la humanidad no está disponible como lo están en cambio los instrumentos que se usan; existe como invitación a la libertad y como posibilidad para ella» (Spe salvi, 24).
¿Sobre qué versan estas decisiones fundamentales?
3. EN EL CENTRO ESTÁ SIEMPRE EL HOMBRE Y SU CUMPLIMIENTO
Detrás de cualquier tentativa humana se esconde una exigencia de cumplimiento. Escuchar esta exigencia no es en absoluto obvio: se trata de la primera decisión de la libertad. Rilke nos recuerda la tentación, siempre al acecho incluso en nosotros, de ceder a la conspiración para hacerla callar, porque «todo conspira para callar de nosotros, un poco como se calla, tal vez, una vergüenza, un poco como se calla una esperanza inefable» («Segunda elegía», vv. 42-44, en Las elegías del Duino y otros poemas, Editorial Universitaria, Santiago de Chile 1998, p. 45).
Quien no cede a esta tentación trata de buscar formas en las que pueda cumplirse su persona, pero siempre está expuesto al riesgo de emprender atajos que, en su opinión, le permitan alcanzar su objetivo de modo más rápido y satisfactorio.
Es lo que vemos ahora, por ejemplo, en el intento de alcanzar este cumplimiento a través de los llamados “nuevos derechos”. La discusión que se ha creado en torno a ellos muestra qué quiere decir el debate sobre los fundamentos y sus posibles salidas.
A partir de mediados de los años 70 se han desarrollado cada vez en mayor número los “nuevos derechos”, con una fuerte aceleración en los últimos quince o veinte años. Su matriz se halla en ese ansia de liberación que fue el alma del 68 – no es casualidad que el aborto se legalizara por primera vez en EEUU en 1973 y en esos mismos años empezaran a aparecer en Europa las leyes sobre el divorcio y el aborto –. Hoy se oye hablar de derecho a contraer matrimonio y a la adopción incluso entre personas del mismo sexo, derecho a tener un hijo, derecho a la propia identidad de género, derechos de los transexuales, derecho del niño a no nacer si no está sano, derecho a morir, y la lista podría continuar.
Muchos sienten estos nuevos derechos como una provocación o un verdadero atentado a los valores sobre los que, durante siglos, se ha fundado la civilización occidental, y en particular la europea. Es más, estos nuevos derechos ejercen un gran atractivo sobre muchas personas – y por eso se difunden tan fácilmente –, mientras que son temidos por otros como factores de destrucción de la sociedad. Es precisamente en torno a estos temas de “ética pública” donde se crean hoy, en Europa y en todo el mundo, las fracturas sociales más profundas y las controversias políticas más encendidas.
¿Por qué esta extraña mezcla de fascinación y aversión? Tratemos de preguntarnos dónde se originan los llamados “nuevos derechos”.
Cada uno de ellos nace en última instancia de exigencias profundamente humanas. La necesidad afectiva, el deseo de maternidad y paternidad, el miedo al dolor y a la muerte, la búsqueda de la propia identidad, etc. Cada uno de estos nuevos derechos hunde sus raíces en el tejido que constituye cada existencia humana. De aquí procede su atractivo. La multiplicación de los derechos individuales expresa la expectativa de que el orden jurídico pueda resolver los dramas humanos y asegurar satisfacción a las necesidades infinitas que habitan el corazón humano.
El rasgo común a todos ellos es que ponen en el centro a un hombre que reivindica una autodeterminación absoluta en cada trance de la vida: quiere decidir si vivir o morir, si sufrir o no sufrir, si tener o no tener un hijo, si ser hombre o mujer, etc. Se trata de un hombre que se concibe como libertad absoluta, sin límites, y que no tolera ningún tipo de condicionamiento. Autodeterminación y no-discriminación, con este trasfondo cultural, son las palabras clave de esta cultura de los nuevos derechos. «El “yo” contemporáneo – como un eterno adolescente – […] no quiere oír hablar de límites. Ser libre significa de hecho estar en condiciones de poder acceder siempre a nuevas posibilidades […], pretendiendo poder reducir el deseo a un goce […] que perseguir y aferrar. La mayoría de las veces bajo la forma, socialmente organizada, del consumo: consumo de bienes, es cierto, pero también de ideas, de experiencias, de relaciones. Cuya insuficiencia advertimos nada más haberlas alcanzado. Sin embargo, cada vez empezamos desde el principio, concentrándonos en otro objeto, en otra relación, en otra experiencia […], invirtiendo una y otra vez nuestras energías psíquicas en aquello que, según se desprende de los hechos, no deja de revelarse como desilusionante» (M. Magatti - C. Giaccardi, Generativi di tutto il mondo, unitevi!, Feltrinelli, Milán 2014, p. 14).
Esta cultura lleva en sí la convicción de que la consecución de nuevos derechos es el camino para la realización de la persona. Piensa que de este modo podrá evitar o hacer superfluo el debate sobre los fundamentos, que se puede resumir en la pregunta de leopardiana memoria: «Y yo, ¿quién soy?» (G. Leopardi, «Canto nocturno de un pastor errante de Asia», v. 89). Pero no plantearse la pregunta sobre qué es el sujeto, sobre qué es el “yo”, es como intentar curar una enfermedad sin hacer un diagnóstico. Como el debate sobre los fundamentos se ha percibido como demasiado abstracto comparado con las urgencias de la vida, al final se acaba dejando todo a las técnicas y a los reglamentos. De esta posición ha partido la carrera por obtener de la legislación el reconocimiento de los nuevos derechos.
Pero el punto crítico de la cultura contemporánea está justamente en la miopía con la que mira las necesidades profundas del hombre: al no captar el alcance infinito de esas exigencias constitutivas del corazón del hombre, propone respuestas que – tanto en el plano material como en el afectivo y existencial – se basan en la multiplicación hasta el infinito de respuestas parciales. Se ofrecen respuestas parciales a exigencias reducidas. Pero, como nos recuerda Cesare Pavese, «lo que un hombre busca en los placeres es un infinito, y nadie renunciaría nunca a la esperanza de conseguir esta infinitud» (El oficio de vivir, Seix Barral, Barcelona 1992, p. 212). Por ello, una multiplicación, aunque sea a la enésima potencia, de “falsos infinitos” (por usar las palabras de Benedicto XVI), nunca podrá satisfacer una necesidad de naturaleza infinita. No es la acumulación cuantitativa de bienes y experiencias lo que puede satisfacer el “corazón inquieto” del hombre.
El drama de nuestra cultura, por consiguiente, no radica tanto en el hecho de que todo le sea permitido al hombre, cuanto en las falsas promesas y en la ilusión que ese permisivismo lleva consigo. Cada uno podrá verificar en su propia experiencia si la consecución de nuevos derechos es el camino para la realización de la propia persona o si, por el contrario, no lleva a la consecuencia opuesta, ya que la incomprensión de la naturaleza infinita del deseo, el fracaso en el reconocimiento de lo que constituye el “yo”, lleva de hecho a reducir a la persona al género, a sus factores biológicos, fisiológicos, etc. Aquí emerge claramente la contradicción intrínseca de una cierta concepción del hombre tan difundida en nuestras sociedades avanzadas: se exalta de forma absoluta un “yo” sin límites en sus nuevos derechos y, al mismo tiempo, se afirma implícitamente que el sujeto de estos derechos es en la práctica una “nada”, porque es disuelto en factores antecedentes, ya sean materiales, naturales o casuales.
¿Qué nos dice todo esto con respecto a la situación en la que se encuentra hoy el hombre? Lo que hemos dicho juzga también los intentos que se contraponen a esta tendencia, pero que no ponen en tela de juicio el planteamiento común. Algunas personas, de hecho, esperan de una legislación contraria la solución de los problemas, evitando de ese modo el debate sobre los fundamentos. Ciertamente, una legislación justa siempre será mejor que una equivocada, pero la historia reciente demuestra que ninguna ley justa ha impedido por sí misma la deriva que tenemos ante nosotros.
Ambas posiciones comparten el mismo planteamiento. Y para ambos valen las palabras de T.S. Eliot: «Ellos tratan constantemente de escapar / de las tinieblas de fuera y de dentro / a fuerza de soñar sistemas tan perfectos que nadie necesitará ser bueno» («Coros de “La piedra”», en Poesías reunidas 1909/1962, Alianza, Madrid 1995, p. 180). Esto afecta a los unos y a los otros.
Pero el intento de resolver las cuestiones humanas con los reglamentos nunca será suficiente.
Lo dice de nuevo Benedicto XVI: «Puesto que el hombre sigue siendo siempre libre y su libertad es también siempre frágil, nunca existirá en este mundo el reino del bien definitivamente consolidado. Quien promete el mundo mejor que duraría irrevocablemente para siempre, hace una falsa promesa, pues ignora la libertad humana». Es más. «Si hubiera estructuras que establecieran de manera definitiva una determinada –buena– condición del mundo, se negaría la libertad del hombre, y por eso, a fin de cuentas, en modo alguno serían estructuras buenas. [...] Con otras palabras: las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan. El hombre nunca puede ser redimido solamente desde el exterior» (Spe salvi, 24.25).
¿Existe otro camino?
4. PROFUNDIZAR EN LA NATURALEZA DEL SUJETO
Solo si ponemos sobre la mesa el problema del hombre y el anhelo de cumplimiento que le constituye, su profunda necesidad, podremos reescribir, repensar y revivir los valores. De hecho, es «el sentido religioso [...] la raíz de la que brotan los valores. Un valor, en última instancia, es esa perspectiva de la relación que tiene todo lo contingente con la totalidad, con lo absoluto. La responsabilidad del hombre, ante las diversas solicitaciones que produce en él su impacto con todo lo real, se pone en juego en la respuesta que da a esas exigencias que el sentido religioso – o “corazón”, según el lenguaje bíblico – expresa» (L. Giussani, El yo, el poder, las obras. Encuentro, Madrid 2001, p. 152). El sentido religioso, el conjunto de exigencias últimas que definen el fondo de todo ser humano, es lo que mide qué es un “valor”. Lo único que puede abrir el camino en la búsqueda de certezas compartidas es la conciencia del factor común a todos los hombres.
«La solución a los problemas que la vida plantea cada día “no llega afrontando directamente los problemas, sino profundizando en la naturaleza del sujeto que los afronta”. En otros términos, “lo particular se resuelve profundizando en lo esencial”» (A. Savorana, Vita di don Giussani, Rizzoli, Milán 2013, p. 489).
Éste es el gran desafío que tiene Europa ante sí. La gran emergencia educativa pone de manifiesto la reducción del hombre, su encerramiento, la falta de conciencia de lo que es verdaderamente el hombre, de cuál es la naturaleza de su deseo, de la desproporción estructural entre lo que desea y lo que puede alcanzar con sus propias fuerzas. Ya hemos hablado de la reducción de la razón y de la libertad; ahora añadimos la reducción del deseo. Decía don Giussani que «la reducción de los deseos o la censura de algunas exigencias, la reducción de los deseos y de las exigencias son las armas del poder». Lo que nos rodea, «la mentalidad dominante […], el poder, produce [en nosotros] una extrañeza con respecto a nosotros mismos» (L’io rinasce in un incontro. 1986-1987, Bur, Milán 2010, pp. 253-254, 182). Es como si nos arrancasen nuestro ser: estamos a merced de muchas imágenes reducidas del deseo y esperamos utópicamente que la solución al problema humano venga de alguna regla.
Ante una situación como esta, preguntémonos: ¿es posible despertar al sujeto para que pueda ser verdaderamente él mismo, ser consciente de sí mismo hasta el fondo, profundizar en su naturaleza de sujeto, y poder así liberarse de la dictadura de sus “pequeños” deseos y de todas las falsas respuestas? Sin este despertar el hombre no podrá evitar sucumbir a las diversas tiranías que no consiguen darle ese cumplimiento que anhela.
Pero, ¿cómo se despierta el deseo? No a través de un razonamiento o de alguna técnica psicológica, sino únicamente encontrándose con una persona en la que esta dinámica del deseo esté ya activa. A propósito de esto, veamos cómo sigue el diálogo entre el joven que envía la carta y los amigos que tienen miedo de su libertad. El joven, después de haber escuchado a sus amigos hablar de sus miedos, afirma: «“Tenéis razón en tener miedo, sois inteligentes y os dais cuenta de que la libertad es algo grande y difícil, y de que la vida es algo serio. Pero, ¿no deseáis poder gustar de la libertad? ¿No querríais poder desear ser felices?”. Les dije que yo no conseguía quitarme de encima este deseo. Ellos se quedaron en silencio y me dijeron: “Esto es lo que más envidiamos de ti, que no tienes miedo”. Al despedirnos al final de la noche, él me dijo: “Veámonos más a menudo, porque cuando estoy contigo yo también tengo menos miedo”».
Nadie como don Giussani ha custodiado como un tesoro esta experiencia, tan sencilla como radical y culturalmente potente, que permite responder a la pregunta sobre cómo se despierta el “yo”: «Lo que voy a decir» – decía Giussani – «no responde a una situación circunstancial [...]; lo que estoy diciendo es una norma, una ley universal desde que el hombre existe [y mientras exista]: la persona vuelve a hallarse a sí misma en un encuentro vivo [como acabamos de escuchar describir: “Esto es lo que más envidiamos de ti, que no tienes miedo… Veámonos”], es decir, ante una presencia con la que se topa y que ejerce un atractivo, [...] pone al descubierto el hecho de que existe nuestro corazón, con todo lo que le constituye» (L’io rinasce in un incontro (1986-1987), op. cit., p. 182). Este corazón está adormecido muchas veces, sepultado bajo montañas de escombros, bajo mil distracciones, pero es despertado e invitado a reconocer que existe: el corazón existe, tu corazón existe. Tienes un amigo, encuentras un amigo verdadero cuando te sucede esto con él, cuando te encuentras ante alguien que te despierta a ti mismo. Esto es un amigo, lo demás no deja huella alguna.
«Lo que más necesitamos en este momento de la historia – decía de nuevo Benedicto XVI – son hombres que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan que Dios sea creíble en este mundo. […] Necesitamos hombres que tengan la mirada fija en Dios, aprendiendo ahí la verdadera humanidad. Necesitamos hombres cuyo intelecto sea iluminado por la luz de Dios y a los que Dios abra el corazón, de manera que su intelecto pueda hablar al intelecto de los demás y su corazón pueda abrir el corazón de los demás» (L’Europa di Benedetto..., op. cit., pp. 63-64).
Es entonces cuando uno entiende el bien que constituye el otro. De hecho, sin el encuentro con el otro – con un determinado “otro”– no podría salir a la luz ni mantenerse vivo un “yo” que se abra a las preguntas fundamentales de la vida, que no se conforme con respuestas parciales. La relación con el otro es una dimensión antropológica que nos constituye.
5. EL OTRO ES UN BIEN
La conciencia de que el otro es un bien, como nos documenta el diálogo entre estos amigos, es la base sobre la que se puede construir Europa. Si no recuperamos la experiencia elemental de que el otro no es una amenaza, sino un bien para la realización de nuestra persona, será difícil salir de la crisis en la que nos encontramos, en las relaciones humanas, sociales y políticas. De aquí deriva la urgencia de que Europa sea un espacio en el que se puedan encontrar los diferentes sujetos, cada uno con su identidad, para ayudarse a caminar hacia el destino de felicidad que todos anhelamos.
Defender este espacio de libertad para cada uno de nosotros y para todos es la razón definitiva para ir a votar en las próximas elecciones para la renovación del Parlamento Europeo, por una Europa en la que no haya ni imposiciones por parte de nadie, ni exclusiones por motivos de prejuicios o de pertenencias diferentes a las nuestras. Votamos por una Europa en la que cada uno pueda aportar su propia contribución a la construcción de la misma, ofreciendo cada uno su propio testimonio, reconocido como un bien para todos y sin que ningún europeo se vea obligado a renunciar a su propia identidad para poder pertenecer a la casa común.
Sólo en el encuentro con el otro podremos desarrollar juntos el “proceso de argumentación sensible a la verdad” del que habla Habermas. En este sentido, podemos darnos cuenta todavía más del alcance de la afirmación del Papa Francisco: «¡La verdad es una relación! De hecho, todos nosotros captamos la verdad y la expresamos a partir de nosotros mismos: desde nuestra historia y cultura, desde la situación en que vivimos, etc.» (Francisco, “Carta a los no creyentes”, la Repubblica, 11 de septiembre de 2013, p. 2). «Nuestro compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en programas de promoción y asistencia; lo que el Espíritu moviliza no es un desborde activista, sino ante todo una atención puesta en el otro “considerándolo como uno consigo”» (Evangelii Gaudium, 199). Sólo en un encuentro renovado como este podrán volver a estar vivas esas pocas grandes palabras que generaron Europa. Porque, como nos recuerda Benedicto XVI, «incluso las mejores estructuras funcionan únicamente cuando en una comunidad existen unas convicciones vivas capaces de motivar a los hombres para una adhesión libre al ordenamiento comunitario. La libertad necesita una convicción; una convicción no existe por sí misma [ni la puede generar una ley], sino que ha de ser conquistada comunitariamente siempre de nuevo» (Spe salvi, 24). Esta reconquista de las convicciones fundamentales sólo se produce dentro de una relación. El método con el que han salido a la luz de forma plena las «convicciones fundamentales» (la persona, el valor absoluto del individuo, la libertad y dignidad de cada ser humano...) es el método con el que pueden ser conquistadas de nuevo, no existe otro.
Nosotros, cristianos, no tenemos miedo a entrar sin privilegios en este diálogo a campo abierto. Para nosotros esta es una ocasión extraordinaria de verificar la capacidad que tiene el acontecimiento cristiano para mantenerse en pie ante los nuevos desafíos, puesto que nos ofrece la oportunidad de testimoniar a todos lo que sucede en la existencia cuando el hombre se encuentra con el acontecimiento cristiano en el camino de su vida. En el encuentro con el cristianismo, nuestra experiencia nos ha mostrado que la savia vital de los valores de la persona no son las leyes cristianas, o estructuras jurídicas y políticas confesionales, sino el acontecimiento de Cristo. Por eso nosotros no ponemos nuestra esperanza ni la de los demás en nada que no sea el acontecimiento de Cristo, que vuelve a suceder en un encuentro humano. Esto no significa en modo alguno contraponer la dimensión del acontecimiento y la de la ley, sino reconocer un orden genético entre las dos. Es más, lo que permite que la inteligencia de la fe se convierta en inteligencia de la realidad es precisamente que vuelva a suceder el acontecimiento cristiano, hasta el punto de poder ofrecer una contribución original y significativa reavivando esas convicciones que pueden introducirse en el ordenamiento comunitario.
Esta puntualización es la que se encuentra en el centro de la Evangelii Gaudium: la constatación de que, en el mundo católico, la batalla por la defensa de los valores se ha convertido con el tiempo en algo tan prioritario que resulta ser más importante que la comunicación de la novedad de Cristo, que el testimonio de su humanidad. Este cambio entre antecedente y consecuente pone de manifiesto la deriva “pelagiana” de una parte del cristianismo de hoy en día, la promoción de un cristianismo “cristianista” (Rémi Brague), privado de la Gracia. La alternativa no se encuentra, como se quejan algunos, en una fuga “espiritualista” del mundo. La verdadera alternativa es más bien, como hemos visto, una comunidad cristiana que no está vaciada de su espesor histórico, que ofrezca su contribución original «despertando en los hombres, a través de la fe, las fuerzas de la auténtica liberación» (Benedicto XVI, en Accanto a Giovanni Paolo II, Ares, Milán 2014, p. 18).
Las personas que están comprometidas en el ámbito público, en el campo cultural o político, tienen el deber, como cristianos, de oponerse a la deriva antropológica de nuestros días. Pero éste es un trabajo que no puede involucrar a toda la Iglesia como tal, que tiene hoy la obligación de salir al encuentro de todos los hombres, independientemente de su ideología o pertenencia política, para testimoniar el “atractivo de Jesucristo”. El compromiso de los cristianos en la política y en las esferas donde se decide sobre el bien común de los hombres sigue siendo necesario. Es más, a través del modelo de la doctrina social de la Iglesia, indica esas formas de convivencia compartida que la experiencia cristiana ha verificado. Hoy es más importante que nunca. Sin olvidar nunca que en las circunstancias actuales este compromiso asume más un valor katechontico en sentido paulino, es decir, crítico y de contención, dentro de los límites de lo posible, de los efectos negativos de los meros reglamentos y de la mentalidad que está en su origen. Sin embargo, no puede pretender que de su acción, por muy meritoria que sea, pueda surgir de forma mecánica la renovación ideal y espiritual de la ciudad de los hombres. Esto nace de «algo que viene antes», que primerea, de una humanidad nueva generada por el amor a Cristo, por el amor de Cristo.
Ésta conciencia nos permite ver los límites de las posiciones que tienen los que creen que pueden resolverlo todo mediante reglamentos o leyes, ya sean de un lado o del contrario, y que por ello piensan que es demasiado poco defender un espacio de libertad. A muchos les gustaría que la consecución de los derechos o su prohibición fuese asegurada por la política. De esta forma se ahorrarían «ser buenos», en palabras de Eliot. ¿Qué nos enseña el hecho de que «ni siquiera el esfuerzo, realmente grandioso, de Kant ha sido capaz de crear la necesaria certeza compartida»? ¿Qué aprendemos de nuestra historia más reciente, habiendo visto que no han bastado las leyes buenas para mantener vivas las grandes convicciones? Hay un largo camino que hacer para llegar a una «certeza compartida» (L’Europa di Benedetto..., op. cit., p. 62).
El largo camino que ha recorrido la Iglesia para aclarar el concepto de «libertad religiosa» puede ayudarnos a entender que defender un espacio así de libertad puede que no sea tan poca cosa. Después de un largo trabajo, la Iglesia llegó a declarar en el Concilio Vaticano II que «la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa», mientras sigue a su vez profesando que el cristianismo es la única «religión verdadera». El reconocimiento de la libertad religiosa no es una especie de compromiso, como si dijesen: como no hemos conseguido convencer a los hombres de que el cristianismo es la religión verdadera, defendamos al menos la libertad religiosa. No, la razón que ha empujado a la Iglesia a modificar una práctica vigente durante siglos, muchos siglos, ha sido profundizar en la naturaleza de la verdad y en el camino para alcanzarla: «La verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad». Ésta era la firme persuasión de la Iglesia durante los primeros siglos, la gran revolución cristiana fundada en la distinción entre las dos ciudades, entre Dios y el César. Una persuasión destinada a atenuarse tras el Edicto de Tesalónica (380 d. C.) por obra del emperador Teodosio. En su vuelta al espíritu de la Patrística, el Vaticano II puede afirmar que «todos los hombres han de estar inmunes de coacción, […] y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos». Y finalmente: «Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil» (Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 7 de diciembre de 1965, 1-2). Si esto se dice con respecto al valor más grande, ¡cuánto más con respecto a los demás!
Sólo si Europa se convierte en un espacio de libertad, en donde cada persona pueda ser inmune a la coacción, en donde cada uno pueda hacer su propio camino humano y compartirlo con aquellos con los que se encuentra en él, sólo así podrá despertarse el interés por el diálogo, por un encuentro en el que cada uno ofrezca como contribución su propia experiencia para alcanzar esa «certeza compartida» que es necesaria para la vida común.
Nuestro deseo es que Europa se convierta en un espacio de libertad para el encuentro entre quienes buscan la verdad. Merece la pena comprometerse por esto.
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