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Huellas N.4, Abril 2014

ÁFRICA / Testigos

Las mujeres de Rose

Alessandra Stoppa

Agnes, Teddy, Ketty, Florence. Criadas en los slums o raptadas por los rebeldes y abandonadas por sus familias. Todas ellas seropositivas. Habían renunciado a vivir. Y no fue suficiente ayudarles a conseguir las medicinas para que todo cambiase. Junto con Rose Busingye, responsable del Meeting Point de Kampala, nos cuentan cómo ha renacido en ellas la vida y su valor

«Incluso un valor decisivo como el de la vida se puede oscurecer. Sólo en el encuentro cristiano es despertado de nuevo en toda su belleza». Últimamente Julián Carrón ha ofrecido a todos aquello que ha aprendido de nuestra amiga ugandesa Rose Busingye, Memor Domini y enfermera. Es la responsable del Meeting Point International de Kampala, la pequeña ONG nacida hace más de veinte años para acompañar a los enfermos, pobres y niños, muchos de ellos huérfanos, que van a la escuela gracias a las adopciones a distancia. «Rose quería responder a la provocación de las mujeres enfermas de Sida ayudándolas a conseguir las medicinas», cuenta Carrón. Pero seguían sin cuidarse. «Sólo anunciando a Cristo ha vuelto a despertar en ellas la conciencia del valor de la vida».

Picapedreras. Teddy, Agnes, Florence y Ketty están con Rose en su oficina. Bellísimas. Teddy se inflama de repente: «¡La felicidad nos ha hecho bellas y jóvenes!». Todas estallan en risas. Un par de veces, mientras hablan de sí mismas, se pondrán a cantar: empieza una y las otras la siguen. Ellas se donan siempre, también así, con una canción a través de Skype. Ahora bien, hay que saber que “las mujeres de Rose” tienen vidas duras y llenas de gracia. Han crecido entre la miseria de los slum o fueron raptadas por los rebeldes, abandonadas por todos, y todas, al final, positivas al VIH. Pero este final ha marcado el inicio. Por eso siguen diciendo «gracias», también por poder romper con el martillo las rocas de las canteras entre las inestables colinas de tierra de Kireka. Pican duramente a pleno sol hasta convertirlas en piedrecitas para vendérselas a los constructores. Están sentadas durante horas sobre las piedras, con los pies desnudos, los vestidos de colores, como los pañuelos de la cabeza. A su alrededor, barracas y cobertizos.
Agnes tiene cuarenta y seis años, la cara redonda sonriente, jamás dirías que está enferma. «Me sentía nada». Los rebeldes la tuvieron secuestrada tres años en la selva. De vuelta a su pueblo, «ya no era nadie, sólo una asesina a sueldo». Salía de casa y la gente le tenía miedo, la evitaba. Así decide escapar a la ciudad, a casa de una tía, quien cuando descubre que está enferma, la mete en un cobertizo fuera de casa. Sin comida ni medicinas. Unos vecinos que conocían el Meeting Point la envían a la «tía Rose». Ella está en la cama. Rose le lleva, como a todos los enfermos, las medicinas. «Pero sucedía muy a menudo», añade Rose, «que cuando volvía a visitarlos, todas las píldoras seguían todavía allí. Estropeadas».
Cuenta Agnes: «Siempre me decía que yo tengo un valor, pero yo no comprendía lo que decía. Después me invitó a venir aquí, a conocer a las demás. Encontré mujeres felices, que no parecían enfermas, entonces pensé que me había equivocado de sitio, porque no podía pertenecer a esta gente. Seguía sintiéndome nada. Hasta que conseguí reunir veinte mil chelines para volver al pueblo a morir». Nunca se fue, porque cuando se lo dijo a Rose, ésta se puso a llorar. Agnes, en lugar de irse a morir, se quedó aquí con ellas. Se ha cuidado, está mejor. Todavía está enferma, pero está curada de su mal. «Cuando empecé a ir a Escuela de comunidad descubrí el valor del que Rose me hablaba. Porque Giussani dice que ninguno es nada frente a Dios. He pecado, he asesinado, pero soy alguien para Él. Este es mi valor. La vida que Dios me ha dado. No estoy definida por ninguna otra cosa. Gracias a ese amor he comenzado a tener una energía que las medicinas no me daban. Ahora, mientras hablo contigo, soy libre. Lo siento. Soy libre, aunque esté enferma».
Rose está con ellas todos los días desde hace años, pero ella no da nada por descontado. Siempre ha estado contenta por poder dar su vida de esta manera. Pero veía que los enfermos seguían quejándose. Algunos se ahorcaban o se dejaban morir. A los pobres no les bastaba nunca nada. Los chavalines no querían ir a la escuela, aunque era gratis. «Empecé pensando que el problema eran las medicinas y la comida. Pero se lo daba y nada. Me derrumbé, porque ¡yo debía solucionar la epidemia!». La tentación surge: sustituir al otro con aquello que debemos o logramos hacer por él. «En cambio, llegado un punto, todo partió del descubrimiento de mí misma». Pero se detiene, lo contará después, antes están sus mujeres.

Otra pregunta. Teddy ve que ha cambiado por el hecho de que ya no tiene miedo de nada, ni siquiera de morir. «Porque Dios sabe todo lo que soy». Lo ha descubierto con la fe, en el camino de Escuela de comunidad. Perdió a sus padres de pequeña y pensó que cuando se casara, todo volvería a su sitio. «En cambio, ahí empezaron los problemas mayores. Para mí ya no tenía sentido estar en el mundo: no había visto nada bello en la vida». Rose lo dice así: «La infelicidad llega cuando decides que ya no es posible ser feliz». Y Teddy era infeliz. En el Meeting Point encontró trabajo como asistente social, pero sucumbía bajo los problemas. «La Escuela de comunidad puso ante mí otra pregunta: ¿quién soy yo?». Desde la primera vez, aquello que leían hablaba de ella. Se sentía como la samaritana junto al pozo, que encuentra a un desconocido que la conoce mejor que su marido. Con él la relación es dramática. Es alcohólico y cuando bebe se pone violento: hay noches en las que ni siquiera la deja dormir en casa. «Sigues yendo a ese sitio, te hacen un lavado de cerebro, deberías pensar en el dinero...». Ella le responde que si siguen juntos es únicamente gracias a esto. «Cuando está sobrio se da cuenta y me dice: “Don Giussani es un hombre inteligente.”», sonríe Teddy. ¿Por qué no lo has dejado? «Jamás podría. Si yo tengo un valor infinito, entonces también lo tiene él».
Ketty lo comprende. Recuerda que apestaba cuando llegó al Meeting Point, pero a ninguno le daba asco. Se casó a los 13 años, entonces era musulmana. Estuvo un año y medio con los rebeldes, que le quitaron a su hijo de un mes, le hicieron comer carne humana y la violaron. Cuando se quedó embarazada, ya no les servía a ninguno. «Así que me echaron». Tenía 17 años y gritaba no se sabe qué, como una loca. Era un esqueleto de 25 kilos y sin embargo la gente tenía miedo de ella. Luego, cuando le diagnosticaron el Sida, su familia la abandonó. ¿Qué te hizo desear vivir? «Rose me miró como algo que yo ignoraba que fuera. Y la Escuela de comunidad me ha liberado, he descubierto que incluso en la selva valía como ahora». Y ha pedido el Bautismo.
Florence se presenta así: «Tengo 40 años, vengo del Este de Uganda y soy seropositiva». Cuando se hizo las pruebas sus parientes temían que les hubiese infectado y contaban los días para su muerte. «Por aquel entonces también yo pensaba sólo en morir». Se trasladó a Kampala para someterse a terapia, «pero ya había renunciado a vivir». Aunque le hablaban del Meeting Point, no iba allí: «Si todos mis parientes me han abandonado, ¿quién me puede querer?». Pero un día, mirando a sus hijos siempre encerrados en casa con ella, comprendió que debía hacerlo por ellos. «Llegué aquí y encontré a las mujeres que aprendían a leer y a escribir. Empecé enseguida el tratamiento». Cuando se presentó el problema del alquiler, se escapó. Pero Teddy fue a buscarla. «Me trajeron de vuelta con ellas». Hoy sus parientes la ven feliz, ven a sus hijos que van a la escuela y le preguntan cómo es posible: «¿Quién ha conseguido estar contigo?». «Yo les digo: ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí».
«Dios me hace de la nada». Rose desde hace años está inmersa todos los días en una realidad sufriente y está como una niña que se abandona a su papá. «Ni con las medicinas ni con las palabras cambiaba nada en ellos. Sin vivir el hecho de que yo soy amada no puedo ayudar a los demás». Ha debido tomar conciencia del modo con el que Jesús la mira. «Su valor podía “decírselo” sólo si conocía el mío. Por tanto, ha sido un camino juntos, descubriéndolo ellos y yo». Un valor para ella inseparable del modo con el que Giussani la trataba: «Me miraba como algo especial, más grande que todo, incluso que mis límites. Pensaba siempre: ¡no ha comprendido quién soy! Intentaba explicárselo, pero él no me escuchaba: “Mira, Rose”, me dijo, “tú no sabes que si fueras la única persona sobre la faz de la tierra, Dios vendría y moriría por ti”. Después rectificó: “Ha venido y ha muerto por ti”».

«No se ha detenido». Lo que hizo y hace Rose es dejar espacio a esta mirada con la que se ha encontrado. «Hoy sigo a Carrón, interesada por qué es lo le hace a él ser él». Y así sigue adelante, encontrando «problemas, contradicciones o mi incapacidad. Pero incluso el límite se convierte en un trampolín para el infinito». Sentada entre sus mujeres, relata cómo se percata de ello: «¿Qué he hecho hoy afirmando a Dios? Nada. Ni siquiera en misa, o rezando, he afirmado a Dios. Pero Él no se ha detenido, ha seguido estando ahí para mí, contando mis células. Yo no me he acordado de Él, pero Él también hoy ha hecho una cosa que no debía hacer: ha salido de Sí mismo para arrancarme de la nada. Cuando lo olvidamos, nos perdemos en banalidades. Pero ¡si supiésemos qué grandeza somos, qué grandeza es el otro! Lloraríamos». Y de esta manera se encuentra de nuevo a sí misma, porque el agradecimiento se convierte en conmoción y conciencia; dice: «¿Quién es Rose, Señor, para que cuides de ella?».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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