El Anteproyecto de Ley que pretende defender al no nacido y ayudar a las mujeres embarazadas supone rectificar la concepción del aborto como un derecho. Se abre un debate doloroso, cargado de censuras y de abstracción ideológica. CL ha querido entrar en diálogo con todos, sin censurar ningún dato. He aquí lo que estamos viviendo
Acabamos de celebrar el décimo aniversario de un dramático acontecimiento que ha marcado la historia reciente de España: los atentados terroristas del 11 de marzo de 2004, que dejaron 192 muertos en varios trenes en Madrid. Tres días después de aquella masacre se producía un inesperado vuelco electoral que convirtió a José Luis Rodríguez Zapatero en presidente del gobierno, abriendo una etapa de revolucionarios cambios en la legislación (matrimonio gay, aborto, educación) con el objetivo de “ampliar derechos”.
La Iglesia española, y con ella la comunidad local de Comunión y Liberación, percibió aquellas leyes como un ataque directo a las raíces cristianas de nuestro país y a los valores que durante siglos habían construido nuestra convivencia. Comenzó una etapa de “batalla” que vio incluso a los obispos en la calle, al lado de los manifestantes, que un día protestaban por la desnaturalización del matrimonio (se abolía la diferencia sexual como nota característica), otro por la inclusión en la educación de una asignatura que adoctrinaba en una mentalidad positivista (Educación para la Ciudadanía) y otro por la concepción del aborto como un derecho de la mujer.
Aquella batalla dejó algunas consecuencias positivas. Por un lado, obligó a la sociedad española a decantarse a favor o en contra (o en la indiferencia) de una pertenencia eclesial hasta entonces vivida sin necesidad de tomar partido. Es decir, definió los contornos del pequeño pueblo de Dios que peregrina en España. Por otro, favoreció el inicio de una reflexión sobre la naturaleza de la Iglesia, sobre su presencia en la sociedad y sobre su misión en la historia. Comunión y Liberación, implicada en las batallas, vivió intensamente esta reflexión dentro de sus filas.
Un punto de inflexión llegó en marzo de 2008, con las Elecciones Generales. Hasta entonces aún quedaba espacio para pensar que el fenómeno Zapatero respondía a una anomalía histórica (“presidente por accidente”) extraña a la sociedad española. El resultado de las elecciones despejó todas las dudas. Después de cuatro años en los que el nuevo socialismo había mostrado abiertamente todas sus cartas, Zapatero volvió a ganar, esta vez con más votos, superando los once millones de adhesiones. Para quien quiso entender, la lección era clara. El problema no era Zapatero y su proyecto de ampliación de derechos, sino la misma sociedad española. Usando la imagen del filósofo McIntyre, había llegado el momento de dejar de apuntalar el viejo imperio y su entramado de leyes, para construir un nuevo contexto social donde la belleza del cristianismo se pusiera delante de todos con el atractivo vencedor que generó la cosmovisión de la civilización que ahora se hundía.
Han pasado ya algunos años y el viento de la historia (tal vez mejor, el de la economía) se ha llevado por delante a aquellos jóvenes revolucionarios. Pero sus leyes y la mentalidad de la sociedad española permanecen. En la aparente “pax romana” que ha provocado la crisis y el perfil bajo del gobierno conservador de Rajoy, el movimiento de Comunión y Liberación se ha caracterizado por un florecer de obras sociales que, de forma capilar, está saliendo al encuentro de las necesidades de nuestros conciudadanos, mostrando, en acto, la belleza del cristianismo, abrazando todo el dolor humano que la autocensura del problema religioso hace, entre nosotros, más grave.
Hace tres meses saltó la noticia, verdaderamente sorprendente: el gobierno de Rajoy, a través de su ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, presentó un Anteproyecto de Ley destinado a dar marcha atrás a la Ley socialista de 2010, que consagraba el aborto como un derecho. En la práctica se trataba de volver a una ley de supuestos como la que existe en la mayoría de los países europeos, aunque el ministro apostaba por abolir el supuesto eugenésico (abortar por malformaciones en el feto). Las reacciones no se hicieron esperar: la izquierda cultural, por un lado, y el mundo liberal, por otro, se unieron en una campaña sin precedentes en los medios de comunicación en contra de este «paso atrás en los derechos de la mujer» (y del hombre, que tiene derecho a que su pareja no le cargue con un problema más).
Un drama real. Comunión y Liberación había aprendido la lección (por lo menos en esta ocasión). Ya no se trataba de batallar por una ley sino de salir al encuentro de una sociedad herida y necesitada. Con una genuina pasión por nuestra sociedad y por todo lo que en ella sucede, hemos sido testigos del triste y doloroso espectáculo de un debate privado en gran parte de fundamento en la realidad, cargado de censuras, rico en imágenes abstractas de lo que es la mujer, su libertad y su felicidad. ¿Por qué triste y doloroso? Vivir al margen de la realidad pasa factura. Y hemos querido decir públicamente una palabra. Por amor hacia todos y cada uno de los hombres y mujeres de nuestra sociedad. ¿Qué palabra? ¿De dónde ha nacido nuestro juicio?
Hemos querido partir del drama de la mujer real que está ante un embarazo no deseado, aquella que ya conocemos en muchas de nuestras obras o familias acogedoras. Es sorprendente que este drama es censurado por las dos partes que contienden en el debate. Los que reclaman el aborto como un derecho dibujan a una mujer independiente, sin vínculos, que para ser libre reivindica el derecho a decidir sobre su cuerpo. Del otro lado, muchos de los que gritan que el aborto es un asesinato se niegan a reconocer el drama y abandono que vive la mujer en esas circunstancias. Estos últimos han llegado a calificar el manifiesto de CL como “locura ingenua y bienintencionada” y “ejercicio de idealismo calamitoso” por partir de este drama.
¿Cómo es posible que se pueda percibir y abrazar de forma concreta la situación que vive la mujer, abandonada por su contexto familiar y abocada al aborto? Primera invitación a reconocer la presencia de lo divino entre nosotros, lo único que salva lo humano. Una médico de familia cuenta su experiencia en la presentación pública del manifiesto: «Tengo que reconocer que ha cambiado mi mirada hacia las mujeres embarazadas que se plantean el aborto. Antes lo único que veía era su error, y esto me separaba de ellas como un muro: “Yo no te puedo ayudar, soy objetora, vete a otro médico”. Y las seguía dejando solas. Ahora veo su decisión equivocada pero veo también su drama. Creo que pocas mujeres toman esa decisión de forma frívola. Y el momento en el que vienen a la consulta se convierte en ocasión de diálogo. Ellas perciben una mirada distinta y, de hecho, se abren, me cuentan cosas que no cuentan a nadie más».
El primer derecho. Hace unos meses llega una mujer con trastorno de personalidad, alcohólica y toxicómana, bien conocida en el ambulatorio por sus “malos modales” en consulta. Nuestra amiga médico le ha cogido afecto. En lágrimas confiesa: «Estoy embarazada, ¿qué voy a hacer con mi vida? No puedo tener este hijo». Es un caso claro de aborto para todo el personal sanitario. «Va a ser muy difícil. Pero no es imposible. Yo te ayudo», le responde la médico, para sorpresa de la mujer que no daba crédito a lo que oía. Lo que no había hecho la fuerza de voluntad lo consiguió aquel niño que llevaba en su seno y la mirada humana de aquella doctora: con una obediencia pasmosa, dejó de beber y de consumir, tuvo al bebé, de quien dice, «es un regalo de Dios, me lo ha dado para que yo cambie, yo no me merecía esa vida».
Estos hechos nos abren los ojos: «Lo que más desea una mujer, su primer “derecho”», dice el manifiesto de CL, «no es “quitarse de encima” una vida molesta sino ser amada de tal modo que pueda acoger con el mismo amor el hecho imponente de una nueva vida que crece en su seno. Cuanto más se subraya abstractamente el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo, más se la abandona a una soledad contraria a su misma naturaleza. Nuestra experiencia nos dice que somos libres cuando amamos y somos amados, es decir, cuando estamos necesitados y dependemos del afecto de otro».
La segunda insistencia del manifiesto sale al encuentro de la dificultad de la sociedad española para usar correctamente la razón, pues la «ejercita abstractamente, sin partir de la experiencia real, censurando sistemáticamente datos del problema». Se habla de derechos de la mujer, de forma abstracta y se censura el hecho de que ya existe una vida en su seno. Lo más dramático es que «una sociedad que no ayude o eduque a afrontar toda la realidad, sin censurar ninguno de sus factores, es una sociedad que sufrirá gravemente los reveses de la vida, aquellos en los que el problema no se puede eliminar». En treinta años, desde el primer debate sobre el aborto, marcado por la discusión en torno a las evidencias científicas, hasta la actual controversia, centrada en los derechos de la mujer, la sociedad española «se ha ido alejando paulatinamente de la realidad».
Realismo. Pero somos muy conscientes de que esta mentalidad también nos afecta personalmente. Tercera insistencia del manifiesto: seamos realistas, «¿quién es capaz de estar ante el drama de un embarazo producto de una violación o de un hijo que llega con malformaciones? ¿Quién puede acoger una vida así?». Hay que decirlo bien alto: nos parece imposible. Como al resto de la sociedad española. Pero un dato testarudo viene a nuestro encuentro: el creciente número de familias entre nosotros que acogen a estos niños. Una de esas familias, con hijos naturales, hace algunos años acogió en casa a un niño fruto de una violación, con graves taras y ciego. Algún tiempo después acogió a otra niña, también con graves deficiencias. Y hace pocos meses recibieron una llamada en la que se pedía acoger con urgencia a una chica joven, abandonada por sus familiares, que necesitaba una familia para poder continuar su cuarto embarazo evitando el cuarto aborto. No encontrando otra opción decidieron acogerla ellos. El ambiente que se respira en esa casa es de otro mundo, dominado por la alegría y el afecto hacia estas personas, afecto que a su vez construye a la familia.
En este mundo. Uno que ve que lo imposible está delante de sus ojos no puede no dirigirse a esta familia y preguntarles: ¿Cómo podéis ser así? Y esperar la respuesta. Que no es otra que el relato del acontecimiento cristiano que les ha alcanzado. Es el último acento del manifiesto. No podemos ahorrar a la sociedad española esta pregunta. Es más, nuestra contribución al bien de todos consiste en ofrecer una mirada sobre lo humano que, ahora más que nunca, no es de este mundo. Y no podemos hurtar a la sociedad española la respuesta a esta pregunta: el Misterio que ha hecho todas las cosas ha entrado en la historia como misericordia en la carne de Jesús de Nazaret, que se ha inclinado sobre una madre viuda que había perdido a su hijo, diciendo: «Mujer, ¡no llores!». El mismo que no había condenado a la prostituta sino había sabido leer su deseo oculto de ser amada y preferida como algo único en este mundo.
¿Y la ley del ministro Gallardón? Ojalá salga adelante. Pero durará poco sin un respaldo social. El realismo dice que llegará al debate parlamentario ya mutilada: se volverá a introducir el supuesto eugenésico. Ni una buena parte del partido de gobierno, ni la mayoría de la sociedad española (un 85% según las encuestas) está preparada para aceptar y acoger una vida con malformaciones. Dicho de otro modo: una mayoría aplastante de la sociedad española ya no conoce la mirada que Jesús dirigió a aquella joven viuda de Naín y que permite una razón y un afecto nuevos sobre la realidad. Nos espera un tiempo apasionante. Como lo fue para aquellos rudos pescadores galileos que desembarcaron en la capital del Imperio Romano, cuna del Derecho y heredera de la gran filosofía griega que, con todo, arrojaba los recién nacidos al Tíber.
Aquel puñado de hombres, con el paso del tiempo, llegó a cambiar la faz del Imperio, construyendo una civilización que amaba la vida porque la propia vida era bella. Y generó un entramado de leyes que daban expresión pública a aquella experiencia social. Sabemos lo que sucedió más adelante, en tiempos de la Ilustración: Kant, Lessing y otros autores pretendieron conservar todos los valores que la civilización cristiana había alcanzado considerándolos autoevidentes para la razón y eliminando su sustento: Cristo. La razón había alcanzado su edad adulta, según estos autores, y podía poseer por sí sola los grandes valores de Occidente, desprendiéndose de algo que parecía ir contra la razón: que un hombre, Jesús de Nazaret, fuera Dios. Se decían todavía cristianos, porque el cristianismo representaba el culmen de la moral: aquel en el que el hombre llama a Dios padre y hermano a su enemigo. Pero eliminaban el acontecimiento y la novedad cristiana: Cristo, compañía de Dios al hombre.
Conviene aprender. La Ilustración consiguió que los grandes valores nacidos en el seno de la civilización cristiana pasaran a ser patrimonio civil y a poblar las Constituciones y declaraciones de derechos humanos. Pero en el arco de tiempo de pocas generaciones aquel castillo de naipes empezó a perder sus fundamentos. Hemos ido viendo cómo en la medida que el acontecimiento cristiano ha dejado de ser un factor vivo y real, incidente en la sociedad, los valores que había ayudado a sostener han ido cayendo uno a uno. En nuestro país hemos sido testigos de esta dinámica en un proceso acelerado en las últimas décadas. Conviene sacar enseñanzas de este proceso histórico: defender los valores sin Cristo está destinado al fracaso.
También entre nosotros, delante de este manifiesto, se ha sentido la tentación de considerar autoevidentes los valores que defendemos. Algunas voces habrían preferido eliminar toda referencia a Jesús de Nazaret o al Papa Francisco en el manifiesto. «Eso no acerca, la gente lo va a tirar en cuanto lea esa parte». «Estoy de acuerdo con todo, pero eliminaría esa parte». ¿Qué experiencia hemos hecho de Cristo? ¿En qué medida entra en la definición de mi persona? ¿En qué medida es la experiencia que deseo comunicar por el bien de los que tengo delante? Moverse repartiendo un manifiesto enseña mucho, porque saca a la luz el fundamento de cada uno.
«Los cristianos no tenemos nada que imponer a nuestra sociedad», termina diciendo el manifiesto, afirmación que también suscitó algunas reticencias. La verdad es que cuesta reconocer en público que en algún momento de nuestra historia la Iglesia de un modo u otro lo ha intentado. No está de más recordar que, como Jesús, la Iglesia ama la libertad de los hombres y su vocación es la de testimoniar la fe como propuesta a la libertad del otro. Y concluye nuestra declaración: «comienza para nosotros una nueva responsabilidad histórica, marcada por el abrazo a todas las necesidades de nuestros hermanos (…). La gran noticia es que esta caridad, eco de aquella mirada del hombre de Nazaret, ya está en medio de nosotros. Nuestra existencia es un abrazo incondicional a todas las personas, sea cual sea su situación, para decirles: “es bueno que tú existas”». El tiempo se nos da para esto.
«¡Qué bello!», fue la primera reacción de una persona al leer el manifiesto. Después de dos meses leyendo y escuchando opiniones sobre el aborto y la nueva ley, por fin encontraba algo razonable, que abrazaba todos los factores de la realidad, introduciendo algo de aire en esta casa cerrada que es el espacio público. «¿De dónde sale esto?». Sólo lo divino salva lo humano.
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