Una chica del CLU colabora en una tarea educativa en un centro penitenciario de Coronda, cerca de Santa Fe. Algunos hechos ocurridos este año durante las actividades del Aula de educación a distancia universitaria de la cárcel
A final de año pasado, organizamos una actividad con los presos que estudian distintas carreras a distancia en la cárcel de Coronda. Les invitamos a mirar el recorrido que cada uno de ellos había hecho durante el año. Utilizamos la analogía con un viaje para plantearles una serie de preguntas. ¿A dónde fuiste? ¿Cuál fue tu punto de partida? ¿Qué equipaje llevaste? ¿Te sirvió? ¿Tuviste que cargar otro? ¿Con quién/es lo emprendiste? ¿Qué itinerario habías armado? ¿Lo cambiaste en el transcurso del viaje? ¿Qué fotos sacaste? ¿Regresaste? ¿En qué otros viajes estás pensando?
Ellos y yo
Me conmovió sobremanera el resultado: habían respondido en primera persona juzgando su experiencia. Para cada uno de ellos, la educación, el poder estudiar y la ayuda y compañía que les ofrecemos mis dos compañeras y yo, son un tesoro. Algo que les está cambiando la vida. Algo que les anima a afrontar las múltiples dificultades de la vida en el penitenciario. Por eso acuden al taller que tenemos todos los miércoles. Verles me ha ayudado a entender lo que dijo el ciego de nacimiento del Evangelio: «Antes no veía y ahora veo», y me siento parte de un milagro. Entendí también lo que dice la Escuela de comunidad sobre la disponibilidad, la “pobreza de espíritu”: es razonable seguir cuando reconozco un bien para mi vida, que responde a mi necesidad y a mi deseo.
Hay una canción de Andrés Calamaro dedicada a los presos, que siempre me gustó. Se titula “La libertad” y dice: «Todos los marginales del fin del mundo, esclavos de alguna necesidad». Cuando la escucho, siempre me pregunto: ¿cuál es esa necesidad, que tienen ellos y que tengo yo también? La de ser queridos, perdonados y amados, como dice Benedicto XVI.
Cuando desborda la alegría
Ser amados es realmente lo único que hace justicia a cada persona, lo que puede salvar también a la humanidad hecha pedazos de los que se ven despreciados, rechazados por sus familias y por la sociedad. Poco a poco voy entendiendo (no encuentro otra explicación certera) que eso sólo es posible porque el Amor se hizo carne en un momento determinado del tiempo y yo lo conocí y lo experimento en una compañía de amigos concretos. Para verlo bastan un corazón y ojos que se abren por el don recibido. Y cuando la alegría desborda el corazón queremos compartir lo que hemos recibido con todos, ¡con todos! Nunca pensé que eso me llevaría a visitar a unos presos en la cárcel, donde aprendo a mirar mi vida y las de los demás sin la frialdad de los balances entre lo bueno y lo malo, el debe y el haber, como si todo fuera cuestión de coherencia y equilibrio.
Walter y Francisco
Walter, un hombre que desde chico estuvo en correccionales, es muy espontáneo, gritón y discutidor. A veces peleo con él porque está a favor de Chávez, y yo le digo que se olvida de mirar unos cuantos factores. Me impresionó su respuesta. Para él estudiar había sido una audacia, porque siempre estuvo luchando, pero antes como delincuente y ahora como hombre. Se conmovió cuando dijo con la voz entrecortada que quería que sus hijos lo vieran así y que pudieran estudiar algún día. Dijo que había viajado solo «porque siempre estuve solo y eso es lo más triste», y como ya está por salir en libertad, añadió: «Ahora me queda otro viaje, va a ser largo: criar a mis hijos».
Francisco, un hombre mayor, muy estructurado y meticuloso, dijo que «no importa el origen social de cada uno, si es bueno o malo, hoy todos estamos acá. Yo decidí hacer el viaje de estudiar Derecho buscando reinsertarme en mi familia, no en la sociedad, porque ésta no perdona; la familia sí. Mis hijos son profesionales y me odian, no me quieren ver. Las fotos que saqué son estas chicas que nos ayudan a estudiar: su esmero, cariño, paciencia. Nosotros estábamos en el fondo de la laguna y no nos pusieron una pata encima, nos dieron la mano».
Jorge, Salvador y Gustavo
Jorge, un correntino que se incorporó a mitad de año y que parecía tímido, decía que la educación es clave. Él está en el pabellón de los evangélicos, aunque es católico, y dice que allí no les gusta que estudien porque es como una competencia para la religión, o lo uno o lo otro. En cambio, para él es importante abrirse y saber, interesarse. Salvador, un hombre que tiene nueve hijos y que es un padre en la granja de la cárcel, donde “acoge” a los más pibes enseñándoles a trabajar, dice que él empezó este viaje para aprender a usar la computadora solamente. Y que se sorprende por «las chicas que fueron el eje central, cómo nos trataron, hacían que debatiéramos, que preguntáramos. Yo antes no tenía en cuenta eso, en una reunión familiar, por ejemplo, nos imponíamos. Hoy escuchamos a los demás. A lo mejor acá empezaron a despertar algo que estaba adentro dormido. (…) Mi itinerario cambió, fue como meterme en un río que te va atrapando. Nosotros somos vagos, no nos gusta estudiar, mucho de lo que sucede es por lo que ellas hacen».
Gustavo, que trabaja en la radio de la cárcel y estudia Letras, decía «estoy con una ansiedad bárbara de todo lo que estoy aprendiendo. Todo es importante, nunca alcanza el saber: es lo único que realmente cambia la vida de las personas, te quita el velo, la ignorancia que hace cometer crímenes. Hay que sacarse el sombrero ante estas chicas, porque vienen, no tienen un mango, y la paciencia y la armonía que pusieron».
La pregunta por la justicia
Una de las preguntas que desde que empezamos a ir el año pasado me planteo a menudo es ¿qué es la justicia?, ¿quién “hace” justicia? Porque veía a estos alumnos tan atentos, tan expectantes de algo nuevo, que nos escuchaban con mucho respeto y abrieron sus personas tan tímidas, tan inhibidas por años de soledad. Ahora puedo empezar a entender que el cristianismo es una novedad que pasa por un encuentro: a través de él el Señor entra como un acontecimiento que cambia la mirada, que salva la vida.
Allí donde estemos podemos verle obrar y llevarle en la mirada siendo así una esperanza real para el otro. La vida cristiana es la verdadera justicia, como me ayudaba a comprender Aníbal. Y a veces me siento tan chiquitita, tan frágil… pero no puedo dejar de preguntarme con Leopardi: «Naturaleza humana, ¿cómo si tan frágil y vil en todo, si polvo y sombra eres, tan alto sientes?». Visitando estas personas mi corazón no puede quedarse quieto, y todo resulta una provocación para buscar la verdad y trabajar con ellos.
Creo que la esperanza real para ellos es la misma que hemos conocido nosotros encontrando un lugar y una vida que encarnan la expresión del salmo: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder?». Sé que hay que «correr el riesgo de ser hombres nuevos». A un amigo, que cantaba una canción que repite «no se puede confiar en nadie», le pregunté si de verdad creía eso. Le dije que necesitamos confiar en lo que somos porque, si no, sería inútil que existiéramos.
Si sos Vos…
Tengo muy presente el cuadro de la Vocación de Mateo de Caravaggio (¡bellísimo!). Su cara de asombro, su mirada hacia Aquel que lo llama, que lo elige. A veces experimento un vértigo grande, porque pienso que no soy nada y que no puedo nada frente a todo lo que vivo. Pero me pregunto: «¿Sos Vos, Señor? Si sos Vos el que me llama, yo me lanzo, no tengo miedo».
En un acto por la Memoria, el 24 de marzo del año pasado, cantaban bellamente canciones muy tristes y una de ellas repetía todo el tiempo «no tenemos miedo». Pensaba cómo era posible sostener eso. Creo que hoy entiendo algo más: porque si mi esperanza depende de mis fuerzas, de mi voluntad solamente, es terrible, angustiosa. En cambio, tengo un Padre que me sostiene recordándome Su amor, su necesidad de que yo viva en primera persona.
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