Apuntes de la intervención de Julián Carrón en la presentación del libro de Luigi Giussani ¿Se puede vivir así? (Encuentro, Madrid 2007). Roma, Auditorium Parque de la Música, 15 de mayo de 2008
Agradezco esta invitación porque nos permite mirar juntos un libro que es más que un libro, porque contiene la experiencia de una vida y es una propuesta dirigida a todos.
«Ciascun confusamente un bene apprende / nel qual si queti l’animo, e disira; / per che di giugner lui ciascun contende»1 (Cada cual intuye confusamente un bien en el cual se complace el alma y lo desea; y por eso todos luchan por alcanzarlo). Dante, en su genialidad, supo expresar mejor que ningún otro la espera que constituye el corazón de cada uno de nosotros. Todos –y puedo decir “todos” sin miedo a equivocarme– esperamos en secreto, a veces casi sin atrevernos a confesárnoslo, ese bien en el que nuestra alma encuentre reposo. Pero al buscar este bien, y ver que las cosas se desvanecen, que son caducas, nos encontramos ante un dilema: o todo lo que nos lleva a desear este bien es nada, porque todo acaba y por lo tanto todo nos desilusiona, o bien, incluso dentro de su fugacidad, la realidad existe y nos remite a otra cosa. Siempre tenemos delante esta disyuntiva: la nada o el ser, es decir, la realidad como signo de otra cosa. Para el que se decide por la nada, la vida está acabada: sólo le queda llenar el vacío entreteniéndose en otras cosas, porque no hay nada que verdaderamente le interese. Por el contrario, el que acepta el desafío de la realidad, tiene por delante una aventura. Pero se presenta otra dificultad. Kafka la plasmó muy bien; este bien tiene que existir (puesto que lo deseo tanto, no puede ser que no exista), existe: «Existe una meta, pero no hay camino»2. Esta incapacidad para alcanzarlo no puede dejar de tener consecuencias para el yo, para cada uno de nosotros. Lo cierto es que el yo se pone en marcha cuando entra en relación con la realidad (las cosas, las personas, la realidad que tenemos delante despiertan en él un interés), pero si la realidad del Misterio es algo lejano, si no consigue atraparme por entero, interesarme, se produce un bloqueo del yo, esa falta de interés por todo que paraliza el centro del yo: el yo no encuentra una razón adecuada para moverse, para interesarse verdaderamente por las cosas, y eso no puede sino traer como consecuencia el vaciarse de la personalidad, como describe don Giussani, su abatimiento progresivo.
Es lo que estamos viendo. Hannah Arendt lo describía en términos inolvidables: «El hombre moderno no ganó este mundo cuando perdió el otro, ni tampoco su vida salió ganando [como se pensaba]. Sino que se vio obligado a retroceder y a adentrarse en la cerrada interioridad de la introspección, donde lo más lejos que podía llegar era a experimentar los procesos vacíos de su mecanismo mental, a jugar consigo mismo». Y concluye: «Se pude decir que [como consecuencia de esto] la edad moderna –que había comenzado con una proliferación excepcional y prometedora de la actividad humana– acabará en la pasividad más mortífera y estéril que haya conocido la historia»3. El desinterés que se observa en muchos de nuestros jóvenes es porque todos reconocen, desde cualquier punto de vista o posición, que esta mortal desidia de la que hace años hablaba Citati y que incluso Scalfari admitía, es la consecuencia inexorable que experimenta el yo cuando, por la lejanía del Misterio, el hombre ya no encuentra ningún interés que le mueva.
Pero, incluso en ese momento, el dinamismo de nuestra humanidad, lo que confusamente deseamos, no disminuye y, como han intuido los grandes genios, no podemos dejar de desear que este Misterio que nos rodea revele una palabra, como decía Platón, para que podamos recorrer el camino, para poder atravesar el piélago en una barca segura. Lo dice de manera diferente, con enorme belleza, Antonio Machado: «¿Mi corazón se ha dormido? [cuando dice esto, cuando desea esto, ¿mi corazón se ha dormido?] (…) No, mi corazón no duerme. / Está despierto, despierto, / ni duerme, ni sueña, mira, / los claros ojos abiertos, / señas lejanas escucha / a orillas del gran silencio»4. No podemos dejar de desear, incluso en esta situación, una seña desde el gran silencio, porque sin esto –como reconocía Dostoievski5– la vida es insoportable.
Todos estaríamos inevitablemente condenados a esta pasividad, a esta desidia mortal oculta bajo tantas cosas que en el fondo no nos interesan, que no consiguen conquistarnos, que realmente no nos conmueven (el trabajo, el afecto, las distracciones), a las que nos entregamos para poder soportar la desidia de una vida que en el fondo no se ve cautivada por nada; nosotros también estaríamos condenados a esto si no hubiera ocurrido una novedad, un imprevisto. Este es el imprevisto del que don Giussani habla en este libro en particular, que es, como él afirma, la «transcripción literal de los diálogos semanales, celebrados todos los sábados, que he mantenido a lo largo de un año con un centenar de jóvenes que se han tomado en serio la hipótesis de dedicar su vida a Dios»6.
Pero ¿para qué puede servirnos un libro como este? ¿Qué interés puede tener para aquellos de los que están aquí que han escogido ya otro camino en la vida o sencillamente para los escépticos?
Don Giussani tiene una preocupación respecto a esos jóvenes: que “entiendan”, porque si no lo hacen no podrán continuar en ese camino. Para ayudarles a comprender emprende con ellos un recorrido humano, les propone un camino humano en el que puedan ver lo razonable de su elección. Aquí comienza lo interesante. Don Giussani, al mostrar a aquellos jóvenes lo razonable de su elección, hace una propuesta que coincide de tal manera con lo humano que nos puede interesar a todos.
El punto de partida de todo el recorrido es el hecho de que algo imprevisto ha sucedido en la historia que nos permite a todos retomar el camino, volver a empezar una aventura que de otra manera habría quedado inexorablemente bloqueada. Con frecuencia os pregunto cuántos adultos conocéis que no sean escépticos. Nosotros también estaríamos destinados sin solución al escepticismo si no hubiera sucedido y no sucediera algo en nuestra vida que despertara todo el interés y la pusiera en marcha. Este hecho ha sucedido, es el hecho cristiano. La novedad del mundo es la posibilidad de un encuentro en el que el hombre percibe –dice don Giussani en una frase del libro– que su corazón encontrará respuesta, que las exigencias de su corazón, ese deseo de bien, encontrará respuesta. El encuentro con este hecho, el encuentro con la persona de Cristo, con una Presencia absolutamente excepcional, hace que volvamos a emprender el camino, introduce una curiosidad tal, que los primeros que le conocieron no pudieron evitar ir a buscarle al día siguiente. Así empezó el cristianismo: aquellos que lo encontraron primero percibieron en aquel hombre, que todavía no sabían quién era, algo tan interesante para la vida que no pudieron resistirse al deseo de ir a buscarle al día siguiente. Podría parecer normal, pero cada uno se dará cuenta de hasta qué punto esto es excepcional si piensa en cuántas veces le ha sucedido en la vida encontrar a alguien a quien se quiera ir a buscar al día siguiente, y al siguiente, y al otro. Así es como se inicia la aventura de la vida. Y cuanto más estaban con Él, no sólo no disminuía el interés, sino que cada vez se hacía más apremiante la pregunta: «¿Quién es este?».
Dios ha salvado la lejanía y ha entrado en la historia como un hombre, «de manera que el pensamiento y toda su imaginación, la afectividad y todo su soñar se quedaran como polarizados, imantados»7. Todo se vuelve a poner en juego por la curiosidad que Él suscita. Ante esa pregunta («¿Quién es este?»), que no eran capaces de responder, pero que no podían evitar hacerse, no tuvieron más remedio que reconocer que en aquel Hombre había algo más grande que ninguna definición (profeta, rey, etc.) podía contener: tuvieron que aceptar lo que Él decía de sí mismo, que era lo más correspondiente con lo que veían sus ojos.
La fe, que es el primer punto del itinerario del texto, es precisamente el reconocimiento del Misterio presente en esa realidad humana absolutamente única y fascinante, que les llevaba a decir: «¡Nunca hemos visto nada igual!». Si «hay algo en nuestra experiencia que viene de fuera de ella: imprevisible, misterioso, pero que entra en nuestra experiencia» (p. 199) y uno lo censura, de alguna manera tiene que negar su propia experiencia. Por eso si ellos no hubiesen aceptado lo que Él decía de sí mismo, habrían tenido que negar lo que veían sus ojos, que era lo más evidente del mundo. Lo que ellos tenían delante no era el Misterio desconocido, sino el Misterio tan presente que desbordaba su humanidad. ¡Cuántas veces nos habla el Evangelio de este estupor, no ante algo inexistente, no ante algo que falta: no es un Misterio desconocido y lejano, sino un Misterio presente!
La verificación de la fe de quien ha sido cautivado por esa Presencia sin igual, es la libertad. ¿Qué es la libertad? Don Giussani nos muestra el camino para responder qué es la libertad: pensemos cuándo nos sentimos nosotros libres, partamos del adjetivo, de la experiencia de sentirse libre. Uno se siente libre cuando lo que desea se ve satisfecho, cuando se cumple lo que desea. Hasta tal punto es esto cierto que si nos topamos con alguien que contradice ese deseo, que nos impide realizarlo, decimos que es un “tirano” que no nos deja que seamos nosotros mismos, no permite que se cumpla nuestro deseo. ¿Pero qué es lo que deseamos? ¿Qué es lo que el hombre desea? ¿Qué es lo que yo deseo? ¿Qué es lo que desea cada uno de nosotros? Cuanto más avanzamos en la vida, más conseguimos lo que deseamos y más nos hacemos conscientes de que nuestro deseo es cada vez mayor. Escribe Pavese: «Lo que el hombre busca en el placer es infinito, y nadie renunciaría nunca a la esperanza de conseguir esta infinitud»8. La libertad es relación con este infinito que puede satisfacer todo el deseo del yo.
¿Cómo se despierta el deseo? ¿Cómo se hace cercano el Misterio y nos despierta el deseo? A través de las criaturas, a través de las cosas. Cuanto más nos acercamos al cumplimiento de este deseo, a ese infinito, más libres somos: el hecho cristiano, la presencia de Cristo es lo que puede cumplirlo cada vez más; no lo agota, sino que lo agranda cada vez más, continuamente. Entonces se entiende que sin la fe, si la fe no es real, no es el reconocimiento de algo real, no hay libertad posible. No se puede bromear con las palabras dejando que se deslicen hacia un puro nominalismo. El cristianismo ha dejado de interesar a las personas porque se ha convertido en nominalismo. Si no se tiene experiencia de cada una de las palabras que se pronuncian (como, gracias a Dios, gracias a Dios por lo que supone para nuestra vida, nos enseñó a hacer don Giussani a los que le conocimos), la fe se vuelve cada vez menos interesante; la vida se vuelve menos interesante. En cambio, el testimonio más evidente de la verdad de la fe es que uno experimenta cada vez más el cumplimiento del deseo.
Por eso uno le sigue –tercer punto de la primera parte sobre la fe–. Es la obediencia. Palabra maldita: de hecho, inevitablemente, a menos que uno obedezca a “lo más interesante” de la vida, uno percibe la obediencia como algo que limita la vida, como si alguien nos quitara libertad. Pero don Giussani dice: «Ante el hecho excepcional de que Aquel hombre hablaba [y actúa y me mira y me abraza y tiene conmigo esta ternura] siempre de un modo que correspondía al corazón como jamás había habido otro, la consecuencia más inmediata y lógica era seguirlo, como dijo san Pedro: “Si nos alejamos de ti, ¿adónde iremos?”» (p. 108). Nadie les obligó a obedecer. Jesús les desafió hasta el final. Todos se habían ido. «¿También vosotros queréis iros?». No les ahorró nada. ¡Qué experiencia de plenitud debieron tener frente a aquel hombre para que Pedro pudiera decir: «Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras que explican la vida»9. Así se entiende verdaderamente en qué consiste la obediencia. Pero cuando tienes esta experiencia, cuando poco a poco lo que se te dice va haciéndose uno contigo, como le sucedía a Pedro, entonces, ¿qué es obedecer? La obediencia es «seguir el descubrimiento de uno mismo» (p. 115) que Otro ha producido. Como cuando uno se enamora: no lo hace para dar gusto al otro, sigue el descubrimiento de sí mismo que se ha producido por el encuentro con el otro. ¡Es todo lo contrario a perder la vida! ¡Todo lo contrario a ceder la vida a otro! Es la plenitud del yo. Esto es la obediencia: «te sigues a ti mismo» impactado, conmovido por la presencia de Otro que hace que yo sea más yo mismo.
De esta fe –que se verifica en la libertad, en la satisfacción y en la obediencia– surge inmediatamente como consecuencia la flor de la esperanza. «La esperanza –dice don Giussani– no es sino el dilatarse hacia el futuro de la seguridad de la fe» (p. 187). Lo sabemos bien. ¿Quién de nosotros, habiendo vivido una situación familiar normal en la cual haya llegado a tener certeza sobre su madre, puede pensar que llegará un momento en la vida en el que ella ya no le quiera? ¿En qué se apoya entonces nuestra certeza sobre el futuro? En el dilatarse hacia el futuro de la seguridad que tenemos en el presente. No puedo pensar, haga lo que haga, que mi madre no me querrá, debería negar toda la experiencia que he vivido. Por eso, «si la fe es reconocer una Presencia cierta» que corresponde, «una Presencia cierta, la esperanza es reconocer con certeza un futuro que nace de esta Presencia» (p. 136). Por eso decía Péguy de manera genial: «para esperar hace falta haber recibido una gran gracia»10. ¿Cuál es esta gracia que nosotros –que hemos tenido la suerte de conocer a Cristo– hemos recibido? Es la fe. Esta gracia es la fe en Jesucristo. «La gracia grande de la que nace la esperanza es la certeza de la fe; la certeza de la fe es la semilla de la certeza de la esperanza» (p. 139). Aquello en lo que se funda la esperanza es algo presente; «pero el presente está verdaderamente presente en la medida en que tú lo posees; por eso la esperanza es la certeza del futuro que se apoya en una posesión ya dada» (p. 140), en una gran gracia recibida.
¿Y cómo nace de la fe esta esperanza? Nace porque el encuentro con la Presencia que la fe reconoce despierta todo el deseo del yo, y la certeza de la fe es lo que me garantiza que estos deseos se verán satisfechos. «Estos deseos ¿se verán satisfechos, sí o no? Aquí está la cuestión. Estos deseos, que se producen conforme a las exigencias del corazón, podemos estar seguros de que se cumplirán (…) [este es el desafío] solamente en la medida en que uno (…) confía [en el contenido de la fe] y se abandona a la Presencia [que le ha indicado la fe]» (p. 143). Yo tengo esperanza porque tengo certeza absoluta en el poder de la gran Presencia que la fe reconoce. «La exigencia de felicidad que tiene el corazón del hombre se realizará de acuerdo con la forma que establezca el misterio de la gran Presencia» (p. 146). Esta forma no es, como muchas veces pensamos, según la imagen que nosotros tenemos: identificamos este cumplimiento con un producto de nuestra imaginación. «Esta forma no es otra cosa que la misma Presencia» (p. 146). Esto se puede entender bien entre nosotros: lo que cumple la exigencia de felicidad no es la casa o el coche que alguien me regala, ¡lo que nos hace felices es la persona misma, no los regalos que pueda hacernos! Su presencia me colma de tal manera que me hace libre. De esta certeza nace la pobreza. Estoy tan lleno de esa Presencia que verdaderamente satisface el corazón, que no necesito tantas cosas para vivir.
«La pobreza, ¿en qué basa su valor? En la certeza de que Dios es quien cumple. (…) Si Cristo te da la seguridad que cumplirá lo que te hace desear, entonces serás muy libre de las cosas» (p. 189). Por eso cada palabra que decimos permite ver hasta que punto estamos hablando de Cristo cuando hablamos, qué tipo de experiencia de Cristo tenemos. Porque si uno dice: «Cristo», y luego está insatisfecho, depende de cualquier cosa, no es libre, entonces no estamos hablando de Cristo. Como si uno me dijera que se ha enamorado de una chica y no desea verla: es una contradicción. Atención, no es que uno sea incoherente, la reducción que hacemos muchas veces no es un problema de coherencia: uno puede estar absolutamente contento, lleno, y ser en ocasiones frágil, pero eso no le quita ni por un momento la certeza de qué es lo que cumple su vida. «Nace (así) la imagen de la libertad, ante todo, como libertad frente a las cosas. No eres esclavo de nada, no estás atado a nada, no estás encadenado a nada, no dependes de nada: eres libre» (p. 198) ¿Quién no desea esto?
«De la libertad frente a las cosas –que nace por la certeza de que Dios mismo lleva todo a cabo– brota otra característica del alma pobre: la leticia» (p. 190): estás contento y eres libre porque no te falta nada. «La libertad (…) no causa solamente leticia (…) sino que también te hace descubrir que no te falta nada, que no estás privado de nada porque todo es tuyo». Don Giussani se pregunta: «¿Por qué todo es tuyo? Porque tienes todo lo que necesitas» (p. 193) para vivir, para respirar, para estar realmente contento, y eso te hace confiado, porque Aquel que hace posible esa experiencia es Uno en el que se puede confiar: te puedes poner en Sus manos.
El último apartado es la caridad. «La caridad (…) señala el contenido más profundo, descubre lo íntimo, descubre el corazón de la Presencia que la fe reconoce» (p. 234). ¿Por qué es así? ¿Por qué esta Presencia me ha impactado de manera singular? ¿Por qué genera en mí una certeza y despierta en mí la esperanza? ¿Por qué puedo encontrar en ella satisfacción y puedo confiarme a ella por entero y ser libre? Porque esa Presencia es caridad. La caridad es «la forma suprema de la expresión amorosa. La gratuidad (…) implica la total ausencia de “razones” que pueda entender la razón, que la razón pueda explicar. La caridad implica la ausencia de razones, es decir, de intereses, de cálculo» (p. 235). Don Giussani utiliza una frase de Jeremías que lo resume todo: «Con amor eterno te amé, [por eso te atraje hacia mí, te hice partícipe de mi naturaleza], y tuve piedad de tu nada»11. Esta es la caridad, el don de Sí mismo que hace el Misterio, movido hasta la conmoción. Es lo que la Virgen percibió desde el primer instante, como dice en el Magnificat. Desborda de gozo, de leticia, porque el Señor «ha mirado –con ese don de Sí mismo– la humildad de su sierva»12. Esta es la piedad, y siempre está antes de cualquier otra cosa: antes de cualquier coherencia o incoherencia nuestra, antes de nuestro mal, antes de nuestros errores. Siempre está “antes” la iniciativa del Misterio que crea todas las cosas.
Este juicio –no es un sentimiento, es un juicio («tuve piedad de tu nada»)– es lo que nos permite abrazarlo todo, todo nuestro yo con todo lo que haya podido suceder, con todo nuestro mal. Esta novedad es la que el Papa nos recuerda en la encíclica Deus caritas est. «La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos»13 y que genera en el yo el mismo dinamismo al relacionarse con todas las cosas: la caridad con todo. Esta sobreabundancia de caridad que cada uno de nosotros recibe se convierte en ley, se convierte en la forma de estar frente a todo: en el fondo, nosotros damos con gratitud lo que hemos recibido en abundancia.
Por eso se puede hacer un sacrificio. El sacrificio, que parece contrario a la naturaleza, «¿cuándo se ha vuelto interesante?» (p. 275), se pregunta don Giussani. Se volvió interesante «desde que Dios se hizo hombre» (p. 276), desde que el yo encontró, en esta cercanía al Misterio, a aquel hombre, porque desde entonces afirmarle a Él, reconocerle a Él, es afirmar el yo, hacer que el yo viva. «No soy yo, es Otro que vive en mí». La vida del yo está en afirmar a este Otro.
Don Giussani concluye esta propuesta a los que quieren entregar su vida a Jesucristo hablando de la virginidad, como prueba última de la verdad de todo lo dicho –que no son palabras, sino carne y sangre, es decir, experiencia posible–. Precisamente porque Dios ha colmado la distancia que le separaba del hombre, se le ha acercado y le ha mostrado su atractivo vencedor, entregarle la vida entera puede ser lo más razonable. Los que se la hemos dado –si es que alguien lo piensa– ¡no estamos locos! Pero para que esto pueda suceder hace falta que todo lo que hemos dicho (desde la fe hasta la libertad, la obediencia, la esperanza, la pobreza, la confianza, la caridad y el sacrificio) sea verdad, pero “verdad”, no “formalmente verdadero”. Se puede usar una palabra menos equivoca: “real”. Porque no se puede dar la vida a algo que no es real.
Por eso quiero acabar repitiendo la frase de santo Tomás: «La vida del hombre consiste en el afecto que principalmente le sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción»14. La vida puede tener consistencia si uno encuentra algo que le permita sostenerlo todo. La virginidad sólo es posible porque existe esa Presencia que puede introducir en la vida una satisfacción tan grande que puede sostenerlo todo. Esto es posible para todos. El gremio de tintoreros había mandado inscribir en la catedral de Piacenza esta frase: «Si queremos dar un sentido nuevo a la realidad, si queremos una vida nueva, debemos volver a la virginidad»15 (¡el gremio de tintoreros, no un monasterio de san Benito!); no porque no fueran a casarse, sino porque sólo si se acepta, si se reconoce Su presencia con afecto, se puede introducir una novedad, una gratuidad en la manera de tratar todo, que nos hace libres de todas las cosas. Si no, acabaremos dependiendo de cualquier cosa: de cualquiera, incluso de las migajas que caen de la mesa del poderoso de turno. El problema es que estamos hechos para el todo y lo deseamos todo, y no hay poderoso que pueda dárnoslo. Sólo si algo más grande que nosotros atrae y dirige nuestra mirada podemos tratar de manera adecuada la realidad.
Por eso la virginidad es el contenido de la fe: no es sueño, sino realidad, gente impactada por Aquel que verdaderamente puede llenar el corazón. En esto consiste el desafío. El hecho de que haya personas que entregan su vida a Cristo grita, incluso dentro de la fragilidad con la que lo vivan, grita ante todos que existe, que es verdad, que el contenido de la fe es real. Por eso es un camino, es una propuesta que no se dirige sólo a los que entregan la vida a Cristo. Al responder a sus preguntas haciéndoles comprender que su camino es razonable, don Giussani establece una propuesta absolutamente fascinante para todo el que esté interesado de verdad en vivir.
Notas
1 Dante, Purgatorio XVII, vv127-129.
2 Cf. Franz Kafka, Aforismos de Zürau. Roberto Calasso (ed., prol. y epílogo), Madrid, Sexto Piso 2005.
3 Cf. Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona 1993.
4 Antonio Machado, Poesías completas. Espasa Calpe, Colección Austral A33, Madrid.
5 Cf. Dostoievski, Los Demonios, Alianza, Madrid.
6 L. Giussani, «¿Se puede vivir así?», inserto en Huellas, enero 2008.
7 L. Giussani, «Está porque actúa», suplemento a 30Dias, n. 81, 1994, p 70-72.
8 C. Pavese, El oficio de vivir, El País, Madrid 2003, p. 248.
9 Cf. Jn 6, 67-68.
10 C. Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, Ed. Encuentro, Madrid 1991, p. 20.
11 Cf. Jer, 31.3.
12 Cf. Lc, 1, 48.
13 Benedicto XVI, Deus caritas est, I, 12.
14 Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, IIa, IIae, q. 179, art. 1.
15 Citado en L. Giussani «Presentazione», en Enrico Manfredini, La conoscenza di Gesù, Marietti, Génova-Milán 2004, p. 24.
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