TRES DÍAS DELANTE DEL INSTITUTO
Primeros de diciembre. Cristina cierra el coche, mientras una voz a su espalda le grita: «Profe, hoy no estamos. Nos vamos a casa». Se da la vuelta, justo a tiempo para reconocer a un alumno suyo de bachillerato. Acelera el paso, dobla la esquina y se encuentra con el espectáculo que, lamentablemente, se esperaba. En la verja del instituto profesional donde da clase penden unas sábanas con el lema: “Escuela ocupada”. Los estudiantes llenan la plaza delante del instituto, mientras los profesores hacen corro en una esquina. En la puerta, algunos estudiantes gritan su protesta en contra de la crisis y de la enseñanza que no funciona… Por tanto, nada de clases, nada de profesores. Los estudiantes quieren la autogestión. Cristina se lo olía. Se acerca a los chicos que impiden el paso en la entrada. «¿Me dejáis entrar? Quiero dar clase». La miran estupefactos: «Ni hablar». Ella se queda hablando con ellos. Los colegas, al cabo de un tiempo, se van: «Es inútil que nos quedemos». Algunos murmuran: «En el fondo tienen razón los chicos».
Cristina se queda hasta el final del horario de clase. Y a la mañana siguiente se presenta de nuevo, con los libros bajo el brazo, para volver a pedir: «¿Me dejáis entrar? Yo estoy aquí para dar clase». Un chico le contesta en broma: «Si tanto le importa dar clase, sacamos una cátedra del instituto y la ponemos allí afuera…». Cristina no se desanima. «Mirad, si creéis de verdad en vuestra protesta, yo estoy dispuesta a acompañaros incluso a Roma a ver al Ministro de Educación. Pero dejadme dar clase». «No, profe. ¿Por qué no se va a su casa?». «No, yo me quedo».
Al tercer día, algún profesor se asoma a la plaza y luego se va. Cristina sigue allí, delante de la entrada. Pide lo mismo. En un determinado momento, uno de los jefes de la protesta salta: «Venga, déjala pasar. Esta si no da clase se muere». Otro chico mira a Cristina y luego a su jefe: «Me he dado cuenta. Pero si entra ella, entran todos». «Ya. Y, ¿qué hacemos?». Algunos instantes de silencio, luego el chico saca del bolsillo del abrigo un silbato y sopla. Es la señal. Luego lanza un grito: «Se acabó la protesta. Podéis entrar».
Algún día después, Cristina está en el aula de profesores. Se le acerca la secretaria: «Profesora, tendría que sustituir a un colega en la clase 5B». Es la clase de los jefes de la protesta, que durante tres días no la han dejado entrar en el instituto. Está franqueando el umbral de la clase, cuando oye a un estudiante que dice: «Chicos, nos han enviado “esa” profe». «¿La que quiere dar clase?». «Sí». En un momento están todos a su alrededor. «¿De qué nos va a dar clase, profe?». Cristina ve que no hay ninguna ironía en esa pregunta, sino una verdadera espera. «Me he traído un libro que quiero leeros». Todos toman sus sillas y se disponen en torno a la cátedra para escuchar.
Antes de las vacaciones de Navidad, en el pasillo, Cristina se encuentra con uno de estos chicos: «Profe, me compré ese libro y lo he leído. Quiero que nos veamos para hablar de ello. Gracias».
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