El manifiesto está dando la vuelta por toda Italia, y no sólo. Decenas de encuentros públicos. Pero muchos más entre amigos, en el trabajo, en medio de las mesas en la calle. Donde no basta con “un buen discurso”: «Tengo que preguntarme por qué es verdadero para mí»
El empresario experimentado que admite: «Mientras todos hacen proyectos abstractos, vosotros partís de la realidad». Medio pueblo del Materano (alcalde incluido) en fila, para recibir el manifiesto a la salida de misa. La lumbrera que, obligado a dejar la cátedra después de cuarenta años de enseñanza, escribe a dos estudiantes: «Vuestro documento ha sido para mí como una medicina»… El manifiesto de CL, La crisis: un desafío para cambiar, está dando la vuelta a toda Italia y – con algunas adaptaciones – ha llegado a Inglaterra, Alemania y España. De los mercados a los puertas de las iglesias, de las facultades a las plazas. Y en decenas de encuentros con docentes y personalidades públicas (dos sobre todo: en Assago el 4 de noviembre, ante siete mil personas, y en Roma el 17, donde había novecientas). Siendo de verdad, para el que lo ha tomado en serio, la ocasión de un cambio. Basta con ver los hechos que han nacido de él.
En Roma, por ejemplo, una decena de chicos del CLU ha repartido el manifiesto en la Sapienza: «Nos hemos tropezado con un desinterés difundido», cuenta Andrea, estudiante de filosofía. «Para muchos, la crisis era algo que ya sabían. Pero les venía la curiosidad en cuanto les explicábamos que, también la crisis es una ocasión» Así, una chica les dijo: «No me había encontrado nunca con una posición como ésta; lo habitual es que todos se lamenten». Otro estudiante, enterado del encuentro público con Julián Carrón, Giorgio Israel y Antonio Polito, le preguntó al que le estaba invitando: «¿Tú vas a ir? ¿Nos volveremos a ver?» Una pregunta sencilla pero que no hay que dar por descontado en el clima de indiferencia: «Le interesaba una relación con nosotros, más que lo que decíamos», cuenta Andrea.
Claudio, banquero, fue a repartir el manifiesto con unos cincuenta amigos al centro de Milán. También aquí el mismo esfuerzo para romper el hielo: «Muchos te dicen: “ya sé yo lo que hay que hacer…” o bien, se muestran desconfiados». Algunos, no obstante, se paran. Como ese treintañero que, después de un cuarto de hora de acalorado diálogo, pregunta: ¿Por qué estáis aquí repartiendo manifiestos?». Claudio se oye decir: «Nos interesa contar lo que vivimos». O como ese compañero de Claudio, al que le llega el mail de una amiga: «Es hora de dejar de lamentarse», escribía. «Tenemos que ponernos a construir». Y él aprovecha la ocasión: «Le he dado el manifiesto. Estaba muy impresionada. Ahora nos vemos a la hora de la comida para hablar de ello».
Pequeños hechos, pero que testimonian que todo parte de la persona. Como ha visto Anna, profesora de italiano en un instituto de Catania. Cuando lo leyó en clase, los chicos la interrumpieron: «El problema está en las instituciones», objetaban. «Hagamos lo que hagamos nosotros, no es más que una gota en el océano». Ella, entonces, les habló de la caritativa: «No sé si los chicos a los que ayudaba son mejores hoy. Pero lo que es seguro es que he cambiado yo». Pero las palabras no eran suficientes para convencer a los alumnos. Al día siguiente, todo el colegio iba a ir al teatro. Con ellos, una alumna discapacitada, porque la burocracia (precisamente las instituciones) no permitía que su autobús cambiase de recorrido: «Entonces me puse en marcha para obtener los permisos para llevarla en coche conmigo», dice Anna. «Ella se puso a llorar: no podía creerlo. Incluso para mis compañeros era excepcional. Yo, en cambio: “Es la cosa más natural. Pero sin este juicio no habría movido un dedo”».
Por eso, frente a la necesidad, hay personas que se ponen en marcha. Como sucedió en San Cristóbal de La Laguna, en Tenerife, donde una veintena de españoles repartió una versión adaptada a las circunstancias de España del juicio de CL, contando que todas las semanas ponían una mesa de libros usados en la universidad: con lo que recogen compran alimentos, que distribuyen a las familias con dificultades. «Hace tiempo que no voy a la iglesia», dijo uno de los que pasaban por ahí, «pero me sorprende encontrar en vosotros esta positividad».
Hay quien se refugia en la indiferencia o en el escepticismo (como Milena, de Milán, a la que una compañera le dijo: «Suerte para ti que tienes fe, a mí ese manifiesto no me dice nada…») o se encuentra con gente más abierta (como Tonino, que invitó en Nápoles a un conocido economista a mantener un encuentro público sobre el documento: «Tiene una historia muy alejada de la nuestra, pero me dijo: “Iré. Y quiero un diálogo, punto por punto”»), el descubrimiento más importante es el que ha hecho sobre sí. Ante todo, dándose cuenta de que necesito yo de la ayuda del otro.
Toma a Aurelio y Saverio, por ejemplo. Uno estudia ingeniería y el otro vende camisetas en un mercado de Bari. Mientras de las otras mesas llueven insultos («¿Crees que vas a cambiar el mundo con este folleto?»), entre los dos nace un diálogo encendido: «No le bastaba con un buen discurso», explica Aurelio. «He tenido que preguntarme por qué es verdadero para mí este documento». También Saverio habla de sí, de su alejamiento de la Iglesia y de aquel amigo que le traicionó años atrás… «Entonces le he abrazado y le he invitado a comer. Por mí, no por hacer una buena acción: me interesa volver a ver a alguien que me obliga a hacer cuentas con mi vida».
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