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Huellas N.11, Diciembre 2011

BdS TESTIMONIOS / El desafío de la realidad

Ventanas abiertas

A cargo de Davide Perillo y Alessandra Stoppa

La crisis entra en la vida, tenga el rostro que tenga. Un marido que se va de golpe. Unos negocios familiares que se evaporan. O un hijo adolescente condenado por homicidio. Pero junto a la dificultad se introduce algo distinto. Algunos testimonios de la trama de relaciones que está creciendo en torno a los Bancos de Solidaridad

El pasado 3 de diciembre tuvo lugar en Milán la Asamblea nacional de los Bancos de Solidaridad (a la que se sumaron cincuenta y cuatro ciudades en conexión directa). En la realidad de los Bancos de Solidaridad, la red de asociaciones que redistribuye alimentos a los pobres en toda Italia llevándolos a sus casas y entrando en sus vidas, hay mucho más que una organización capaz de implicar a seis mil voluntarios y de ayudar a cincuenta mil personas. Se trata de un gesto de caridad enorme, capilar, de gran difusión. Existe además una educación fuerte (y tan ligada al recorrido de la Escuela de comunidad que es difícil separarlas) destinada a darse cuenta del origen de esta caridad: la presencia de Cristo en el mundo. Y existe también una documentación continua, también capilar y sorprendente, de la verdad que expresa el manifiesto de CL. De cómo la crisis –cualquier crisis– puede ser un desafío, una ocasión para retomar el hilo de la propia vida, si se parte de la certeza razonable y no sentimental de que la realidad es positiva. Y de un encuentro y una compañía que te reclaman a mirar a las cosas así –a la vida–, con esta razonabilidad de fondo, incluso cuando la misma vida asume una forma dolorosa y llena de dificultad.
Las cinco historias que contamos en estas páginas (con algunos de sus nombres modificados) nacen de ahí, de la dinámica que hemos explicado otras veces (véase Huellas, n. 11/2008 y 11/2010) de las “cajas”, llevadas de dos en dos a las casas, y de amistades que van mucho más allá de la ayuda material. Y que muestran un camino que vale para todos.

LA VIÑA DE ANTONELLA
En la vida de Antonella, la crisis entró de golpe una tarde de hace dos años. Su hijo Andrea tardaba en volver a casa. «Por la mañana se había despedido de mí como hacía de pequeño: “Adiós, mamá. Te quiero”. No lo hacía desde hacía años. Me quedé ahí un rato». Pero no imaginaba que aquel saludo encerraba un drama que afloraría ya por la noche. Después de recorrer la ciudad en busca de su hijo, de dieciocho años, cuya adolescencia había sido siempre «un interrogatorio, un toma y daca sin tregua», había llegado al último lugar en donde se esperaría encontrarlo: la Comisaría de Varese. Pero allí estaba. Acusado de homicidio junto a otro chaval de su edad. La víctima: un chico de su panda. Una noche de pesadilla, veinte días sin poderle ver. Y en seguida un vaivén de abogados, los interrogatorios, los titulares en los periódicos, antes de saber por Andrea que era verdad. Estaba allí, en el lugar del delito. Él no había matado, pero no había hecho nada para impedirlo.
Un mazazo tremendo. Sobre todo si tienes a tus espaldas un divorcio y tu hijo es “la” razón de tu vida. «Pero en esos días me di cuenta de que no estaba sola». Llamadas de teléfono. Mensajes de apoyo. Compañeros que hacen una colecta para ayudarla. «Hoy puedo decir que eran los primeros signos de la presencia de Cristo. Encontré dentro de mí una fuerza que desconocía».
Entre esas llamadas telefónicas, llega también una un poco extraña, de una desconocida: Elisabetta. Ha leído acerca de Andrea en los periódicos: «Me dije: cómo debe estar su madre. Y busqué tu número. Me gustaría conocerte, hacerme amiga tuya». Hablan por teléfono durante un largo rato («yo tenía muchas dudas», explica Antonella), y luego se encentran. Y nace de verdad una amistad profunda. «Porque comprendí que me estaba ofreciendo su corazón. Me dijo: lo que te ha pasado no es la última palabra sobre vuestra vida». Ni siquiera después de la sentencia en primera instancia: veinte años de cárcel. La acusación había pedido cadena perpetua. «Por la noche volví a casa y le dije a dos amigos: me gustaría que rezáramos un Rosario. Me encontré la iglesia abarrotada». De ahí nacen un montón de relaciones estrechas. Cenas. El descubrimiento del Banco de Solidaridad, «que ha sido la ocasión de conocer a gente estupenda». La Escuela de comunidad. Hasta la invitación a Rimini, a los Ejercicios Espirituales. Título: “¿Acaso puede un hombre nacer de nuevo siendo viejo?”. «Allí cedí, de una vez por todas. Y mi vida cambió».
Y entonces se acuerda de su padre, Antonio, que tiene ochenta y ocho años y que ha pasado toda su vida trabajando la tierra en Martis, un pueblo de cuatrocientas almas en la provincia de Sassari con viñas, olivos, y un viento del noroeste que barre las viñas. Una, la más grande, había sido abandonada. Demasiado trabajo para un hombre mayor y con marcapasos. Pero después de haberse enterado del asunto de Andrea, ha tomado de nuevo la azada y ha vuelto al trabajo. Fuera las viñas viejas o lo que quedaba de ellas. Quinientos esquejes nuevos de Monica, Pascale y Cannonau. Treinta olivos nuevos. Rodeados de cipreses, para frenar el viento. A su hija, que le decía: «Pero papá, tienes tres hijas, ¿por qué lo haces?», una única respuesta: «Es para Andrea. Yo no veré los frutos, pero él sí». ¿Y ella? «Verle arrodillado arrancando la grama me ha dado una fuerza enorme. Nuestra familia es como las granadas: corteza dura y granos dulces, muy pegados entre ellos. Alegrías y dolores se comparten por entero. Pero ahora todo es distinto. Para mí y para ellos». ¿Por qué? «Porque he redescubierto la Presencia de Cristo. Pero con la cabeza, con la razón. La fe ya no es cuestión sentimental. Es un juicio». Y un juicio es más difícil de arrancar.
Antonella ha vuelto a empezar su vida desde aquí, y también su relación con Andrea. «Antes no me gustaba cómo era mi hijo, no me gustaban sus amistades, cómo se comportaba... Me he dado cuenta de que era la ocasión de recomenzar la relación con él. Ahora me siento más libre. Y no estoy enfadada con el Señor. Es más, estoy convencida de que le ha apartado de algo peor».
También él se ha dado cuenta de esto. «Me lo ha confesado más de una vez. Pero está cambiando, y de qué modo. Le visito una hora a la semana, los jueves. Ahora las conversaciones son más intensas. En mi último cumpleaños me hizo llegar un ramo de rosas: algo impensable antes. Y, al mismo tiempo, me está empezando a confiar a sus amigos que salen de la cárcel, y que no saben qué hacer una vez fuera. Y también a los que necesitan ayuda dentro». Ahora Antonella lleva cajas del Banco de Solidaridad dentro de la cárcel. Ha acogido en su casa a la madre de Gianluca, otro preso: vivía lejos, y así ha podido visitarle después de dos años. Recibe cartas desde la cárcel que custodia como perlas: «Uno me ha escrito: “El Señor me ha regalado vuestra amistad. A mí, que soy un pecador. Hoy es todo tan bonito que ya no pienso en la libertad”. Ante estas cosas, ¿qué puedo decir? Solo puedo rendirme». ¿Y la viña? «Ya tiene un año. En septiembre dio algunas uvas. Pequeñas, pero vivas».

“BIEN” CON MAYÚSCULA
Pensándolo ahora, parece imposible. Demasiado distinta la vida de entonces. Una familia rica, riquísima. Los negocios entre Suiza y la región de Como. Y casas, palacios, empresas, la colección de coches de época, el Porsche y el Range Rover en el garaje... En definitiva, otro mundo. Que se ha evaporado poco a poco, en unos años, a causa de algunos familiares metidos en historias de droga y de asuntos que en un momento dado habían empezado a fallar. «Seguí metiendo dinero en el negocio, invirtiendo». Hasta que se acaba el dinero. Todos desaparecen, incluso la mujer y el hijo, que se marchan de casa ante los primeros síntomas del problema. Y la actividad, traspasada a causa de las deudas.
A Salvo solo le queda la casa en la que vive, la última («pero será subastada el 22 de diciembre, y será un palo»). La compañía de otra mujer, que trabaja de enfermera en una residencia de ancianos. Y una vieja licenciatura en Letras, que desempolva para sobrevivir con las clases de griego y latín: «Dejo anuncios en los portales, voy a la salida de los institutos para ofrecer mis clases a los chicos. Alrededor de cien euros al mes, cuando va bien la cosa. Pero es mejor que nada. Mientras, busco».
Parece nada ese busco. Pero es todo. Porque hasta hace un año y medio Salvo estaba inmóvil, como paralizado. «Miedo y vergüenza. No tenía ganas de salir. Estaba apático. Con la alfa griega, privativa: cero ganas de vivir». En ese momento lee en un periódico local una noticia sobre el Banco de Solidaridad. «Decía que ayudaban a personas necesitadas. Vencí la timidez y llamé. No pensaba en la comida, sólo pensé que me dirían una palabra de ánimo».
Pero es mucho más. Una visita al almacén. Un encuentro. «Allí conocí a Marco, una persona exquisita. Le conté todo. Mientras, veía a todas las personas que entraban, que se llevaban las cajas, y escuchaba sus historias. Me dije: quédate aquí y verás cómo también a ti te ayudará el Señor. Ya no me he movido de aquí».
Ahora también él colabora como voluntario. «He conocido gente nueva, bellísimas personas. Me quieren y me estiman por mí mismo, por las dificultades que vivo. Como Carlo, al que conocí en la Colecta. Me dijo: “No desistas, los sacrificios existen, pero nosotros valemos más que ellos”. Me habló sobre su hermano, que le había traicionado, y al que él había perdonado. Me sentí totalmente reconocido. Estos encuentros me han devuelto las ganas de no encerrarme en casa a llorar. He vuelto a abrir la puerta».
Ahora Salvo busca. «Busco de todo: portero, vigilante. Incluso limpiar baños. No me asusta la dificultad. He visto eso que antes llamaba “la Providencia manzoniana”. Ahora sé que existe un Bien. Con mayúscula, ¿eh?». Y en virtud de ese Bien puede esperar también esos días de Navidad en que se presentará el oficial del juzgado para pedirle las llaves de su casa «y no sé a dónde ir: espero tener la fuerza de tener los pies sobre la tierra. Pero sé que no estoy solo. Mis amigos me ayudarán. Ya lo están haciendo: me dicen que vaya a pedir al Ayuntamiento, a los servicios sociales. Todavía me da un poco de vergüenza, pero ten por seguro que iré. Ahora me muevo. Busco». Porque existe un Bien. Con mayúscula.

NO PEDÍA DINERO
La llamaremos Stella. Unos cuarenta años, casada, tres hijos y una vida acomodada de provincias, en un rincón precioso y agitado de Sicilia: Realmonte, Agrigento. Mar y playa y el espectáculo blanco de la Escalera de los Turcos, una roca caliza plana que se hunde en el azul. Pero pan, poco, la verdad. Y trabajo aún menos, aunque es verdad que de cincuenta mil habitante, el Banco de Solidaridad de allí, puesto en pie por Maresa y su marido Carmelo después de la Colecta de alimentos de hace seis años, asiste a ciento ochenta familias. Trescientos pobres. Muchos extracomunitarios, africanos o procedentes del Este. Muchos nuevos pobres, como Stella, abandonada por su marido de repente, después de veinte años de matrimonio. Con muchos problemas a la hora de pasarle la asignación por alimentos y muchos días en los que no salen las cuentas.
«Ha vivido momentos terribles, no se levantaba de la cama», nos cuenta Maresa que, además del Banco, ha puesto en pie una red de recogida y distribución de ropa para niños pobres. «Tenía dentro de sí una rabia grandísima, se sentía traicionada por la realidad. Conozco bien a su madre. De vez en cuando me decía: dile algo a mi hija, ya no va ni siquiera a la iglesia. Y yo: señora, dese cuenta de que su hija no está enfadada y ya está: tiene en su interior un deseo de justicia al que no puede responder nadie. Solo Jesús». Es decir, una compañía. Como la que Maresa ha empezado a hacerle. Poco a poco se han ido haciendo amigas, a raíz del tema de la ropa. «Le pedí que me echara una mano. Nos fuimos acercando y, poco a poco, está levantando cabeza». Ha encontrado fuerzas para pedir, incluso en los momentos más duros: «Muchas veces me llamaba diciendo: solo me quedan cien euros, mi marido no me ha mandado el dinero. Y yo: no te preocupes, voy a verte. No pedía dinero, sino compañía».
Esto es lo que le ha hecho empezar de nuevo, y volver a descubrir su deseo. «Es un deseo grande. Lo era antes: había sido siempre una apasionada de la belleza. Pero antes se expresaba solo en la decoración de su casa. Ahora sale, pasea, vamos a ver las iglesias, los palacios. Cuando puede, viaja con los amigos. Y me cuenta. Es otra persona. Antes también era maja, desde luego. Pero ahora tiene una conciencia de sí misma distinta. Comprende que su valor está en su existencia, no en ser la mujer de fulano o la madre de un varón. Reconoce una dignidad que antes no veía». Hay un juico que va más allá de la corteza dura de lo que se ve. «Hace algunos días, me dijo delante de casa: “Cuando mi marido se fue estaba destrozada. Miraba las paredes, el jardín tan cuidado, y decía: pero, ¿cómo es posible? ¿Cómo ha podido romperse esta familia? Ahora me digo: habrá algún motivo. Lo desconozco por ahora, pero lo habrá”».
Mientras, el jardín ha vuelto a poblarse de gallinas. Un centenar, de raza autóctona. Producción biológica y proceso completo: desde el huevo hasta la venta. Una forma de ganarse la vida, desde luego. Pero sobre todo, de volver a empezar. Porque la realidad es positiva.

TODO EN DOS PALABRAS
Ayer quería suicidarme. Luego pensé que hoy tenía que ir a cuidar a tus niños dos horas y me acordé de vuestro apoyo. Por eso no lo hice».
Nerina se acuerda del día en que Michela quiso contarle todo, hasta el fondo. La había mirado fijamente y le había dicho: «Dime que después me querrás todavía». Buscaba un perdón para su vida, como si fuese culpable de ella. De niña había sufrido violencia en su casa y de mayor, una fuerte depresión. Su marido estaba en la cárcel y sus dos hijos terminaron en una institución porque ella no podía mantenerles. Cuando fue a recogerlos, solo quedaba la hija mayor: el más pequeño había sido dado en adopción. Había perdido a un hijo, en una historia de alcohol y de palizas. «Y hoy se parte la espalda por mantener a su hija y a sus cuatro nietos», cuenta Nerina, que la conoce porque es la mujer que limpia su edificio. «Nos intercambiamos algunas palabras en la escalera. Tuve la impresión de que estaba necesitada». Quién sabe cómo la miraría.
Ahí empieza su amistad. Nerina le lleva la compra a casa, en el barrio popular de San Basilio, en la periferia romana, y poco a poco crece la libertad para compartir las cosas más dolorosas. Entre medias, visitas médicas, recibos, la búsqueda de un trabajo para ella y para su hija Sara, que tiene treinta años, carece de educación y es fragilísima. Y que, cuando se queda embarazada del tercer hijo, quiere abortar.
Ante esta decisión, Michela se enfada, deja de hablarle: merece la pena traer al mundo a ese hijo, por la novedad que se ha introducido en la vida que acaba de encontrar. Y le pide ayuda a Nerina: «Haz algo». Todo se encierra en esas dos palabras. Nerina empieza a llamar a la hija, pero no responde nadie. Una mañana, dos semanas después, coge el teléfono. Va en el autobús, camino del hospital para abortar. «No sé qué decirte, pero te quiero ayudar. Si quieres, yo me ocupo de tu hijo». No le dice nada más. Y Sara se baja del autobús. «No sabía que ese día iba a abortar», cuenta Nerina: «Solo intenté llamarla después de confiar el niño a la Virgen en la iglesia de San Carlo ai Carinari».
Por esto mismo continúa implicándose con Michela: «Es ver continuamente que la presencia del Señor es concreta, real. Yo, que estoy en el movimiento desde siempre, llegué a pensar que Dios se había olvidado de mí», dice Nerina: «Mi marido y yo también hemos atravesado épocas oscuras, los dos perdimos el trabajo cuando esperábamos el quinto hijo. Ver que el Misterio es una compañía presente es la mayor ayuda que puedo recibir en mi vida».
Como el día en que Michela le cuenta cómo se encontró con el párroco, cuando iba visitando a la gente por las casas. Pocos abren las puertas en esos barrios. Ella le pide que recen en el umbral, porque dentro no tiene luz, y se excusa: «No tengo nada para darle». Él la mira y la abraza con fuerza conmovido: «Gracias por haberme dejado entrar». Este episodio marca a Michela. «Yo solo pensé una cosa –dice Nerina–: es el Señor el que ha entrado en su casa».
Con el tiempo, la ayuda se extiende a otros amigos, a las cenas juntos con los Bancos de Solidaridad, «a un lugar en el que nadie se avergüenza de pedir, porque hay una amistad», continúa Nerina: «Lo digo por mí, porque yo no lo conseguiría: la ayuda que puedo ofrecer es nada comparada con la necesidad. Esto duele, y hace que surjan muchas preguntas». Al principio, intentaba atender una necesidad tras otra, pero descubriendo que cuando se arreglaba una cosa, surgía otra. «Hasta que escuchas a Michela darte las gracias no por la compra, sino por las palabras del Manifiesto que le regalas: “Antes pensaba que no era nada, pero ahora sé que mi vida tiene un valor”».

«¿QUÉ ES DIOS PARA MÍ?»
Les conocieron por casualidad, hace dos años. Ashraf, treinta y seis años, está en Italia desde hace ocho años y trabaja en el sector mecánico. Entra y sale del paro. Yousef, su hermano, llegó dos años después. Primero Milán, luego Desio, Brianza. Son egipcios, del Cairo. Cristianos coptos. «Vivían en la casa de una señora a la que conocíamos, y que nos habló de ellos», cuenta Fabio, uno de los responsables del Banco de Solidaridad de allí. «Empezamos a llevarles la caja cada quince días, como a todos». Pero ellos, después de dos o tres veces, renuncian a ella: «Preferimos que no la traigáis: para nosotros es una humillación». Cuestión de orgullo. De cultura. De la dificultad que se tiene para pedir, aunque sea grande el peso de la necesidad.
Pero Fabio y Antonella, su mujer, no se echan atrás. «Tenemos muy presente qué suponen los Bancos para nosotros, qué aportan. Y llevábamos en el corazón una cosa que habíamos escuchado en una asamblea con Giancarlo Cesana hace algún tiempo: “La caridad está en ese minuto de más que dedicamos más allá de la organización”. Era imposible quedarse en la forma. ¿Que no podíamos llevarles la caja? Empezamos a invitarles a comer cada quince días».
Poco a poco empieza a nacer la amistad. Salen a la luz los problemas. El permiso de residencia, por ejemplo: Yousef no lo tiene todavía. Se encuentra la forma de que lo consiga. Junto al trabajo. «Yo me dedico a una profesión liberal en el sector de las comunicaciones: cuando podía, lo llevaba conmigo para que me echara una mano». Después, el jefe de su hermano le llama para trabajar con él. También empieza a ir a la Escuela de comunidad, junto a Ashraf: «De vez en cuando interviene. Y la pregunta es siempre la misma: ¿Qué es Dios para mí?».
De este modo, Yousef vuelve a empezar, aunque debe seguir combatiendo a su enemigo más fuerte: una depresión que periódicamente le lleva a aislarse, a encerrarse en casa. «En un momento dado comprendí a qué se debía», dice Fabio: «En el Cairo tiene una novia a la que quiere de verdad. Se llama Inas. Pero la incertidumbre que vive, la preocupación por no poderle garantizar nada le ha hecho entrar en crisis. Ella estaba allí, y le había dicho: “Te esperaré toda la vida”. Él estaba tan asustado que era incapaz de asumir ningún compromiso». Vergüenza y deseo. «Vergüenza de lo que no ha conseguido obtener y deseo de algo más importante».
Era necesario un encuentro para que prevaleciese lo segundo. Y a Yousef le ha sucedido en la relación con esos extraños amigos italianos. El verano pasado estuvo en Egipto durante un mes. «Cuando volvió, nos dijo que se había prometido. Para ellos es un compromiso muy serio, casi un matrimonio. Se ha metido de lleno en el trabajo. Siempre me dice: estoy haciendo lo que tú me dices. Sigo el deseo. Y la realidad. Hasta el fondo».
Está en lucha, en definitiva. Sin garantías, porque de vez en cuando la depresión vuelve a hacer aparición. Y su novia Inas, que ha empezado a escribir a Fabio y a Antonella para darles las gracias («por el valor que le habéis dado a Yousef, sois la fuente que le empuja a vivir», ha escrito en un mail en un italiano incierto pero bien elegido), sigue pidiendo a «mi nueva familia, es decir, vosotros», que le ayuden: «He comprendido que Cristo habita en vuestros corazones, vuestra presencia es una bendición para Yousef y para mí». Para el mundo.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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