La vida del compositor alemán muestra cómo en la prosperidad y en la adversidad un irrefrenable deseo de felicidad le impulsó en su trabajo artístico. Y cómo cualquier prueba puede ser vivida como un desafío para cambiar
Ludwig van Beethoven (Bonn, 1770 - Viena 1827) dejó una huella indeleble en el transcurso de la historia. Hay un antes y un después de su paso por el mundo. Más que ningún otro autor en la historia del arte sonoro, su vida y su trabajo cambiaron para siempre el modo de escuchar música; de concebir el fenómeno musical; de juzgar la calidad y el valor de lo que significa la buena música. Con su arte Beethoven cambió el criterio de belleza de los hombres de su tiempo y de las generaciones posteriores, llevando a cabo en solitario y en poco más de un cuarto de siglo –entre el Septimino de 1800 y el Cuarteto op. 130 de 1825– un impulso evolutivo más propio de un par de generaciones formadas por un puñado de músicos que se conocen y se influyen mutuamente.
¿Cuáles fueron los rasgos más sobresalientes de la naturaleza humana de Beethoven, fuente de su extraordinaria potencia creativa? Podemos descubrirlo a través de los testimonios de su biografía.
En busca. Desde joven, llama la atención su precocidad, más sorprendente aún si tenemos en cuenta la ausencia de antecedentes musicales en su familia. De pronto, en una aburrida ciudad de provincias alemana aparece, como de la nada, un genio. Un músico excepcional en el que se identifican, desde el inicio, todos los rasgos propios de la excepcionalidad musical: unafina y poética intuición por la melodía, un vital sentido del ritmo, una sofisticada sensibilidad por la armonía, un expresivo gusto cromático para la orquestación. Y, junto con estos elementos, lo que le convierte en un genio más allá de su época: un deseo por ir siempre más allá, por explorar, por inventar, por probar. Un infatigable e intenso movimiento por decir al mundo algo importante, con una voz propia nunca antes oída.
Tal vez este espíritu innovador fuese reconocido por Christian Gottlob Neefe, organista de la corte, con quien Beethoven estudió en sus primeros años. Neefe se había adherido fervorosamente al vanguardismo del Sturm und Drang, y era un convencido seguidor de Klopstock y del joven Goethe. Como buen maestro, supo indicar a su discípulo un lugar en que reconocer una gran correspondencia espiritual y creativa. Beethoven permaneció fiel tanto a las ideas nacidas de estos círculos de pensadores y artistas, como a las personas que encontró en ellos. Fueron fuente de inspiración a lo largo de toda su carrera, y compañía en sus pesares, como muestran sus cartas y los cuadernos que utilizó para comunicarse con ellos en lo más sombrío de su sordera.
Desde el principio, Beethoven fue, para sus contemporáneos, singular. Dice Junker al escuchar a Beethoven con 20 años: «Su interpretación es tan diferente de la habitual forma de tocar el piano que parece haberse querido trazar un camino para él solo».
Beethoven sabe que tiene que construir su propio lenguaje. No por extravagancia, sino por verdadera necesidad interior; al joven Beethoven los recursos que conoce no le bastan. No le bastarán nunca.
El músico busca un estilo más allá de lo superficial de la música que hace furor en los salones y salas de conciertos de Europa de la época. Escribe y toca música con un lenguaje mucho más emocional de lo acostumbrado, lo cual asombra a su audiencia, fascinando e incomodando a partes iguales, sin dejar nunca indiferente a su público.
Maestros y maestría. Muchos de los grandes compositores e intérpretes de la época que se encontraron con él supieron comprender su personalidad. Karl Czerny, conocido virtuoso pianista austríaco, tras escucharlo tocar, afirma: «Sabe provocar en los oyentes un gran efecto. Hay algo maravilloso en su expresión, al margen de la belleza y la originalidad de sus ideas y el modo exaltado en que las transmitía».
Este reconocimiento de la maestría de Beethoven no está exento de dificultad para entender su obra. Ignaz Schuppanzigh, profesor de violín de Beethoven, estrenó casi todos sus cuartetos, incluso a pesar de «no entender bien» algunos de ellos.
En Viena, Beethoven busca infatigablemente maestros que le guíen. Muchos le reciben, le escuchan, le enseñan y le corrigen. Los más grandes reconocen su incapacidad para ayudarle más allá de lo técnicamente correcto, que Beethoven aprende rápidamente.
De su relación con sus maestros, Ferdinand Ries, secretario y copista de Beethoven, escribió que «todos apreciaban mucho a Beethoven, pero todos le juzgaban obstinado y muy autosuficiente». Pero Beethoven reconocerá en su madurez que «habría escrito muchas extravagancias» de no ser por ellos, refiriéndose a Haydn y Albrechtsberger, probablemente los dos mejores músicos con los que Beethoven tuvo relación en su época de aprendizaje.
De hecho, Haydn –el músico más conocido del planeta–, cuando se acerca a él el joven Beethoven, acaba recomendándole: «No sacrificaréis jamás, y haréis bien, una bella idea a una regla tiránica». Y así lo hizo, como escribe Chavantoine: «No hay una sola regla que rechazase de plano, como tampoco hay ninguna que haya quedado intacta en sus manos». Rompe las reglas, que aprende y sabe seguir, no por rebeldía, sino porque le resulta necesario hacerlo para poder expresar lo que sus sentimientos le piden.
Con voz propia. Con 23 años, Beethoven disfruta de una gran libertad en Viena, protegido por algunos nobles melómanos, que sostienen sus necesidades económicas y, sobre todo, le permiten dedicarse a explorar el mundo sonoro que anhela, al margen de las ataduras del mercado musical de la época. Es el primer compositor que lo consigue a una edad tan temprana.
Beethoven toca mucho en público, casi siempre sus propias composiciones para piano y obras de cámara, generando siempre en quien le escucha la sorpresa descrita más arriba. Es, sin embargo, mucho más cauteloso a la hora de publicar sus obras o de estrenar composiciones sinfónicas de mayores dimensiones. El genio experimenta en el terreno en que se encuentra más seguro, en busca de su propia voz, en un proceso no lineal, ni exento de dudas. Por ejemplo, entre 1799 y 1800, escribe dos obras que parecerían haber sido compuestas por autores distintos por lo distante de su expresividad: la sorprendente (aún hoy) y extravagante Sonata Patética en 1799; el delicioso pero neo-clásico Septimino en 1800.
En una carta de 1802 se muestra, sin embargo, confiado en haber enderezado los pasos en la dirección correcta: «En adelante seguiré un camino nuevo». Un camino que en realidad es para Beethoven como una misión, la de escribir la música más verdaderamente bella y humana nunca antes escrita.
Maynard Solomon, gran biógrafo de Beethoven, describe esta misión con palabras que hacen justicia a los ideales del maestro: «Una música de carácter meditativo que rehúsa caer en lo superficial. Una música que es clásica porque evita los extremos de lo trivial y lo grandilocuente. Al mismo tiempo, una música que expresa un ideal utópico: la creación de un universo que simbolice los valores de la racionalidad, la sabiduría y la belleza. En esta música se resumen algunos de los elementos contradictorios de la vida. La alegría se ve socavada por un sentimiento de pérdida; la gracia cortesana está perturbada por elementos bruscos y disonantes, y la meditación profunda se mezcla con la fantasía».
Personalidad. La impresión que dejó Beethoven en quien le conoció es indeleble, originada por su propio carácter, más que por su educación o su aspecto. Tras su primer encuentro, Goethe lo describe así: «Nunca he conocido a un artista tan poderosamente concentrado, tan enérgico, con tanta vida interior. Comprendo muy bien que su actitud sea extraña a los ojos del mundo».
Beethoven aparece constantemente en las cartas de sus contemporáneos, que recogen toda la riqueza de su personalidad. Muchos le describen afable, bondadoso, hablador, bromista. La mayoría, franco y directo. Algunos, los más cercanos, destacan su amor por el campo. Sus amigos reconocen su temperamento luchador. Todos sufren sus ataques de ira, que provocan rupturas y vehementes reconciliaciones. Pero, igualmente, disfrutan de su inquebrantable tendencia a la alegría.
El escritor Franz Grillparzer recordará a Beethoven tras su muerte con una frase que resume muy bien la hondura de su personalidad en las relaciones con sus contemporáneos: «Había en él algo tan conmovedor y noble que era inevitable tenerle gran aprecio y sentirse atraído por él».
Su hondura se hizo más patente –más noble aún, más conmovedora– a partir del desarrollo de su sordera. Presente desde al menos finales de 1798, muy severa en 1801, total entre 1816 y 1820. La enfermedad le obliga a dejar de tocar en público hacia 1810, a usar trompetilla en 1816 (algo que sabemos que le disgustaba e incomodaba), y finalmente a emplear cuadernos para comunicarse desde 1818. Sin embargo, su capacidad de composición no sólo no quedó mermada, sino que se acelera hasta el parón de 1813, en una nueva manifestación del temperamento enérgico de Beethoven, siempre fiel a su necesidad de expresarse a pesar de la dificultad, o, tal vez, a través de a dificultad.
Sordera y tristeza. Con la sordera llega la experiencia de la tristeza. El médico y amigo de Beethoven Franz Wegeler pudo leer en una carta escrita por el músico: «Debo confesar que vivo una vida triste. Durante casi dos años he abandonado la vida social, porque me encuentro incapaz de decirle a la gente: estoy sordo».
Cuatro meses después, escribe, siempre a Wegeler: «Apenas podrás creer qué vida tan vacía y triste he llevado durante los dos últimos años. Mi pobre oído me ha perseguido a todas partes como un fantasma; y he evitado toda compañía humana. Me he visto forzado a aparecer como un misántropo, cuando estoy muy lejos de serlo».
En otra carta, en este caso a su amigo Carl Amenda, confiesa: «Su Beethoven lleva una vida muy triste, y está en malos términos con la Naturaleza y su Creador», aunque reconoce que la melancolía le afecta más cuando está en compañía y desaparece cuando está tocando.
Cerca del final de su vida, en el llamado Testamento de Heiligenstadt, formalmente dirigido a sus hermanos Karl y Johann, pero en realidad escrito para la posteridad, se duele de la soledad a la que le confina la sordera, y manifiesta su sufrimiento por la impresión de quienes le rodean: «¡Oh, hombres, que me tomáis por huraño, insociable o misántropo, qué equivocados estáis! ¡No conocéis la secreta causa de lo que me hace aparecer como tal! Desde la niñez mi corazón y mi alma desbordaron tiernos sentimientos de buena voluntad (...) y generosidad».
Pero en medio de la calamidad, surge la personalidad luchadora, indómita, heroica de Beethoven. Declara, de nuevo, a Wegeler: «Cogeré al destino por el gaznate; te aseguro que no me doblegará completamente. ¡Sería tan maravilloso vivir mil veces!».
Un trabajo. Se conoce a los hombres tanto por sus palabras como por sus obras, por su trabajo. Se conoce al hombre cuando se le ve en acción. En pocos artistas como en Beethoven se encarna la magistral definición de Luigi Giussani sobre el trabajo: «El trabajo es la expresión del hombre en su relación entre el yo –yo que vivo, imagino, pienso y obro según lo que pienso y siento– y la realidad. Mediante el trabajo, el hombre usa la realidad, usa el tiempo y el espacio, y crea su vida».
En el caso de Beethoven, su modo de trabajar es tan revelador como el propio resultado de su trabajo, es decir, su obra, porque pone ante nosotros de un modo totalmente transparente su personalidad.
En lo que respecta a su proceso creador, el propio Beethoven revelaría en 1823 al joven compositor Ludwig Schlösser algunos de sus “secretos”: «Llevo mis ideas conmigo mucho tiempo, a veces demasiado, antes de escribirlas. Tengo una memoria tan buena que estoy seguro de no olvidar nunca, aunque pasen años, una idea que se me haya ocurrido (...). Modifico muchas cosas, las desecho y vuelvo a empezar cuantas veces sea necesario, hasta quedar satisfecho. Entonces empieza en mi cabeza la elaboración a lo largo y a lo ancho, en altura y en profundidad, y como tengo una idea clara de lo que persigo, la idea que surge y se desarrolla no me abandona jamás (...). Se alza ante mi alma como en una fundición, y ya no me queda más que la tarea de escribirla, lo que transcurre muy aprisa (...). A menudo trabajo en varias obras a la vez, pero estoy seguro de no enredar unas con otras (...). [Mis ideas] surgen sin ser llamadas, de inmediato o por etapas. Podría atraparlas con las manos –en la naturaleza, en el bosque, paseando, en el silencio de la noche, al amanecer... Lo que las suscita es una cierta disposición de ánimo que en los poetas se expresa mediante sonidos; resonando, bulliciosas e impulsivas, hasta que al fin se concretan en música en mí».
En su trabajo era ordenado, y creaba un ambiente de verdadera concentración, con un horario estricto de mañana completa. Si salía, era siempre con su cuaderno de notas para escribir aquello que, de pronto, sentía que podía concretarse en papel.
Cada composición. En cada obra busca la originalidad de esa pieza. Cuando la alcanza, es como si hubiera resuelto un problema, y pasa inmediatamente al siguiente. Cada composición es un fin en sí mismo, un mundo musical completo y autónomo. Por eso cada obra es tan singular, incluso cuando tiene varias piezas en proceso simultáneamente. Gracias a este método de trabajo podemos reconocer sorprendidos la enorme distancia expresiva (y muchas veces también estilística) entre piezas cercanas en el tiempo como las sinfonías Quinta –puro heroísmo, energía, vitalidad– y la Pastoral –pura descripción poética. De nuevo, la obra de Beethoven no avanza linealmente, sino movida por la necesidad de comunicar.
Su genio se expresa especialmente al volar libre, por ejemplo en las improvisaciones. Escribe el barón de Tremont: «Puedo asegurar que si no se le ha escuchado improvisando libremente no se conoce más que superficialmente su inmenso talento».
No piensa en la ejecución cuando escribe, de ahí la extrema dificultad de sus obras. En ellas, el virtuosismo o la complejidad para el intérprete es un factor expresivo –algo que se entiende al escuchar, por ejemplo las voces en la Misa Solemne o la Novena sinfonía.
Pero concede enorme importancia a la interpretación, que debe ser algo más que mera ejecución de notas escritas en un pentagrama. Esto es ya moderno en sí mismo, inaudito en su época, al menos con su claridad. El romanticismo abrazará plenamente esta categoría, inaugurando en parte nuestra experiencia actual, en la que el intérprete mueve a las masas de aficionados (en la música clásica) o de fans (en el pop y el rock).
Define su trabajo como el de un “Tondichter”, un poeta del sonido – lo que le eleva por encima de sus coetáneos músicos hasta la posición de sus admirados escritores, a la vez que explica la naturaleza de mucha de su música y de su lucha por lograr un lenguaje propio, conscientemente nuevo.
Su misión. Concibe su tarea como una “misión”, que expresa en estos términos en una carta a Bettina Brentano: «El que ha comprendido mi música debe sentirse libre de todas las miserias en que los demás se debaten». Se trata de una conciencia del valor de su obra y su vida poco común en su época, que seguramente está en la base del mito y la leyenda alrededor de su persona, una posición que se empieza a forjar ya en vida del compositor.
Sorprende que, a pesar de su densidad y profundidad, de la ausencia de concesiones, la obra de Beethoven fuese aceptada y querida inmediatamente. Algo verdaderamente importante, porque el cumplimiento de la misión del compositor requería de un público al que ofrecer su música. Los estrenos de obras de Beethoven se llenaban de oyentes que, con el corazón conmovido, seguían atentos la música para nosotros familiar pero entonces inaudita. Enseguida su obra fue reconocida como la de un genio, y desde entonces no ha dejado de escucharse y tocarse. La primera en entusiasmarse fue la generación inmediatamente posterior, ya plenamente romántica. El movimiento llega hasta hoy: músicos profesionales y aficionados coinciden –algo que no ocurre con frecuencia– para celebrar la grandeza musical de Beethoven.
Pero la grandeza del compositor es reflejo de la grandeza del hombre. Beethoven, el poeta de la música, expresa también con palabras conmovedoras su posición como hombre. Podemos escuchar su extraordinaria declaración en el ya citado Testamento de Heiligenstadt, cuando el compositor ve próximo el final de sus días: «¿Cómo me habría sido posible declarar la flaqueza del sentido que debía ser en mí más perfecto que en los demás? Un sentido que antes poseía en el más alto grado de perfección, una perfección que pocos han alcanzado alguna vez en mi profesión (...). Me veo obligado a vivir casi solo, como el desterrado (...); cuando me acerco a la gente, un intenso temor se apodera de mí, porque me veo expuesto al peligro de que se descubra mi estado (...). Qué humillación para mí cuando alguien que está a mi lado oye a lo lejos una flauta y yo no oigo nada, o alguien oye el canto de un pastor y yo tampoco oigo nada. Tales hechos me llevan a la más extrema desesperación, y poco faltó para que pusiese fin a mi existencia por mi propia mano. ¡Sólo mi arte me ha detenido! Porque me era imposible dejar el mundo antes de haber creado todo aquello que sentía en mi interior. Es por esto por lo que vengo prolongando esta vida miserable». Y concluye pidiendo a sus hermanos que, cuando muera, hagan público este documento para que «el mundo pueda reconciliarse conmigo después de mi muerte (...). Oh, Providencia, concédeme al menos un día de pura alegría... ¡hace ya: tanto tiempo desde que sentí auténtica alegría en mi corazón! Oh, ¿cuándo, cuándo, oh Dios, la sentiré de nuevo? (...) ¿Nunca? ¡Oh, no, eso sería demasiado cruel!».
La pervivencia de la obra de Beethoven es un signo de la respuesta que generaciones de oyentes han encontrado en su música al anhelo de belleza, de justicia, de bondad y de felicidad. Una correspondencia conmovedora que convierte al autor en universal y a su obra en eterna.
(* Músico. Director general de Marketing Tribe, agencia de marketing y comunicación. Profesor de marketing en la Escuela de Negocios de la Universidad San Pablo CEU)
COLECCIÓN
Escuchar a Beethoven para comprender a Beethoven
Se conoce al hombre en acción. Por eso se comprende a los músicos escuchando sus obras. Nos permitimos sugerir algunas grabaciones de la colección Spirto Gentil.
El piano fue, a lo largo de toda su vida, el instrumento que daba voz al alma de Beethoven. Las sonatas para este instrumento nos muestran al Beethoven más personal, más auténtico. El volumen 38 nos ofrece la Sonata op. 31, Tempestad, una obra de juventud pero ya profundamente dramática. Su título evoca «algo de este viento impetuoso, de la tempestad que hará que Cristo se manifieste definitivamente a todos los hombres y al mundo entero, sucede en cada momento de prueba, para que se tenga que reflexionar sobre esto: si la vida es algo serio. La prueba, que inevitablemente sucede en la vida, es una tempestad». La interpretación corre a cargo de Wilhelm Kempff, tal vez el mejor intérprete de este repertorio.
Con la Sinfonía nº 3, Heroica, estrenada en 1805, Beethoven empuja la música sinfónica hacia el romanticismo. Interpretarla en toda su intensidad y grandeza requiere una osada genialidad a la altura de pocos directores. Entre las mejores versiones de esta obra están las grabaciones de Herbert von Karajan, una de las cuales nos ofrece la colección Spirto Gentil en su volumen 35.
El volumen 49 nos ofrece el Cuarteto de cuerda op. 132, escrito hacia 1825 y que ejemplifica toda la densidad del último Beethoven. De esta composición dice don Giussani: «En este Cuarteto para cuerda se desarrolla un coloquio silencioso, intenso, denso, atormentado y dramático, pero siempre familiar y en confidencia con el Creador». Escucharlo con esta conciencia nos permite, por un momento, escuchar a Beethoven, rezar, hablar con Dios.
Bibliografía:
• Beethoven’s Letters. Dover Publications (1972).
• Clive, Peter (2001). Beethoven and His World: A Biographical Dictionary, Nueva York: Oxford University Press.
• Cooper, Barry (1993). Beethoven and the creative process. Clarendon Paperbacks.
• Landon, H. C. Robbins; Göllerich; August (1970). Beethoven: a documentary study, Macmillan.
• Ludwig, Emil; Ayala, Francisco (1994). Beethoven, Anaya & Mario Muchnik.
• Rolland, Romain (1961). Vie de Beethoven, Rauter.
• Solomon, Maynard (2001). Beethoven, Segunda revisión edición, Nueva York: Schirmer Books.
• Stanley, Glenn (ed) (2000). The Cambridge Companion to Beethoven, Cambridge: Cambridge University Press. ISBN 0-521-58074-9.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón