Persiguiendo un coche
A Giovanni se le sube fácilmente la sangre a la cabeza. Tiene un carácter impulsivo, un temperamento fogoso. Viene de Calabria. Se trasladó al Norte de Italia cuando era un chaval. Pasó unos años en la calle buscando pelea. Luego empezó a trabajar en una empresa de mantenimiento de carreteras, se casó y nacieron sus hijos. En estos tiempos de crisis, la empresa se ve obligada a despedir a gente.
También Giovanni se queda sin trabajo. Pero no se queda parado. Tiene cuarenta y cinco años y dos hijos. Empieza a buscar pero no es fácil. Para nada. Además, si uno se queda solo, ya es imposible salir del atolladero. En estos días crece la amistad con su vecino de casa, Vincenzo. Un día, éste, para ayudarle, le presenta a Maximiliano que, junto con algunos amigos, dedica su tiempo libre a acompañar a quien se queda en paro a buscar un trabajo. Pasan los días, y Giovanni y Maximiliano se sorprenden mutuamente de la amistad que va creciendo entre ellos. «Jamás en mi vida he conocido alguien así», dice Giovanni, «Ni siquiera mi mejor amigo me trata de esta manera. Pero aquí hay “gato encerrado”, hay algo más…». Tanto que Giovanni cambia «hasta en el carácter».
Una mañana, acompaña al colegio a su hija Noemí. Aparca, le da un beso y se queda mirándola cruzar la calle. De repente, un fuerte ruido, un frenazo, el choque. Por un pelo no le ha pillado a Noemí. El corazón late enloquecido, pierde la cabeza, empieza a insultar al conductor del coche: «¡Baja!». Éste, aterrorizado, sale pitando.
No lo piensa ni un instante, empieza a perseguirle, pocos metros y ya está a punto de alcanzarle. En ese preciso momento, le viene a la cabeza Maximiliano. Su rostro. Sus conversaciones. «¿Pero qué estoy haciendo? ¿Qué haría él». No sabe de dónde le viene este pensamiento pero no puede evitar la mirada de su amigo. Antes de responder siente aflorar un sentido de culpabilidad, «algo que no había probado nunca. Me sentí pequeño, demasiado pequeño». El auto que va por delante se aparta y se para. También Giovanni se para, baja del coche y se acerca al otro. Llama a la ventanilla: «Discúlpeme, por favor. He perdido los papeles, me he equivocado». Le saluda y se va con el corazón contento. Vuelve a su casa y se lo cuenta enseguida a su mujer. María le mira incrédula: «¿Le has pedido perdón? ¡No me lo puedo creer! A ti te ha pasado algo importante».
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