Julián Carrón participó en el Sínodo en calidad de miembro de nombramiento pontificio, invitado como Presidente de la Fraternidad de CL. Publicamos el texto de su intervención en el Aula del Sínodo. Roma, 11 de octubre de 2005
Beatísimo Padre, Venerables Padres, Hermanos y hermanas: bien consciente de mi desproporción respecto al gesto que estamos viviendo, me atrevo a ofrecer algunas reflexiones a partir de la parte IV del Instrumentum Laboris: “Eucaristía en la misión de la Iglesia”, especialmente el nº. 78.
La situación del hombre contemporáneo está plagada de complicaciones, pero nada consigue arrancar la espera del corazón. Es la naturaleza misma del hombre la que le impulsa a esperar. Al mismo tiempo, la dificultad para encontrar una respuesta en no pocas ocasiones le hace dudar de la posibilidad de un destino positivo.
El hombre de hoy tomará en serio la propuesta cristiana, si la percibe como respuesta significativa al grito de su necesidad humana. Por ello el desafío que tenemos que afrontar en el anuncio consiste en vivir el contenido de la fe, de tal modo que muestre la relevancia antropológica, es decir su sobreabundante correspondencia con las exigencias originales del corazón.
Iniciativa gratuita
1. «Tanto amó Dios al mundo que envió su Hijo único para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). El culmen de esta gratuita iniciativa del Padre lo constituye la muerte y la resurrección de Cristo, expresión última de ese amor, a través del cual Cristo reconcilió definitivamente a los hombres con Dios, haciendo posible la verdadera comunión con Él.
Al invitar a los discípulos a realizar el gesto eucarístico en memoria suya, Jesucristo hace posible para cada hombre «una misteriosa contemporaneidad» de su Presencia en cada momento histórico (Ecclesia de Eucharistia 5; Veritatis Splendor 25). A través de la acción eucarística, que hace presente su amor sin límites, Cristo mismo nos apremia «a no vivir ya para nosotros mismos sino para aquel que murió y resucitó por nosotros» (2Co 5,14-15).
El hombre que acoge con fe el don del Cuerpo y la Sangre del Señor participa de aquella novedad que Cristo ha introducido para siempre en la historia y entra en aquella comunión que Él vive con su Padre en el Espíritu. Así pudo decir el apóstol: «El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2Co 5,17). Esta realidad se experimenta como una unidad nueva, de otro modo inconcebible e irrealizable, que supera todas las divisiones que enfrentan a los hombres: «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28).
Un acontecimiento dentro de la historia
2. «La Eucaristía –ha dicho don Giussani, fundador de Comunión y Liberación– es la suprema confirmación del método que Dios ha establecido con su criatura: hacerse presente dentro de un signo visible y tangible, y por ello experimentable». Es un acontecimiento dentro de la historia: Jesús mismo es la manifestación suprema de esta modalidad con la que Dios no abandona a su criatura sino que se compadece de ella, haciendo de la humanidad de Cristo el signo eficaz de Su presencia real. El Señor ha querido hacer de la Eucaristía el sacramento de la unidad de los cristianos en Él y con Él, convirtiéndolos en testigos, en signo e instrumento del designio salvador de Dios (Lumen Gentium 1, 48). En efecto, la Eucaristía es un modo de ser que pasa de Jesús al cristiano –el bautizado– y, por su testimonio, tiende a irradiarse en la sociedad y en la cultura (cf. Mane nobiscum Domine 25-26). Según su naturaleza sacramental la Iglesia incide en la historia porque suscita y educa personas que se dejan implicar en la novedad de vida de Cristo y por ello la pueden comunicar a sus hermanos los hombres. De esta manera, a través de la vida cambiada de aquellos que pertenecen a Cristo, Dios sigue interpelando la libertad de los hombres en cualquier lugar y circunstancia (trabajo, familia y amistades, tiempo libre).
Necesidad de testigos
3. Sólo la Presencia única del Señor puede conmover a la persona en toda la profundidad de la espera de su corazón. Por esto, ante el desafío de nuestro tiempo, resulta indispensable el sacramento de la Eucaristía en toda la eficacia de sus frutos de verdadera comunión y de humanidad nueva. Nosotros vemos asombrados esa eficacia en los palafitos y favelas de Brasil, entre los universitarios del Kazajstán, los enfermos del SIDA en Uganda o en las grandes metrópolis de EEUU. Todos necesitamos hoy la presencia de aquellos testigos que viven verdaderamente en esta comunión que el Señor nos otorga sacramentalmente, la comunión de aquellos «designados, según la Providencia de Dios, para continuar, a su vez, la sucesión de sus testigos» (Newman). Así, al encontrarlos, reconoceremos con asombro y gratitud que la presencia de Cristo está en ellos y glorificaremos a Dios por la persona de su Hijo (Ga 1,24) y por el don de la Eucaristía. Nosotros mismos, por esta dinámica sacramental, nos iremos transformando según la Imagen gloriosa que atrae nuestra mirada (2Co 3,18). Podremos así, a través de toda nuestra existencia, dejar resplandecer la luz de Cristo, para que los hombres y las mujeres de nuestros días encuentren motivos para creer y esperar que se cumplirán las promesas inscritas en lo profundo de sus corazones, manifestadas y realizadas plenamente en la entrega eucarística de Cristo.
Muchas gracias.
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