El fundamento teológico de la esperanza. De la alianza con Abrahán al cumplimiento de la promesa en Jesús de Nazaret, en la realidad de la Iglesia
«Qué no será mi gracia y la fuerza de mi gracia,
para que esta pequeña esperanza… sea invencible,
inmortal, imposible de apagar»
(Ch. Péguy)
¿Quién puede llevar en el corazón y testimoniar las razones de una esperanza que no tema el camino y las contradicciones de la vida, el desafío del mundo y de la historia? ¿Cuánto coraje es necesario para sostener la esperanza de los hombres, de modo que puedan recibir cada nuevo día como un don, como una promesa de verdadero bien?
Una certeza de otro modo imposible
La esperanza verdadera existe en el mundo por obra de Dios, que la hace brotar en el corazón del hombre, como certeza de otro modo imposible de que la realidad entera, el universo y la historia, está destinada a cumplir el deseo del propio ser, que, por tanto, no se arredra ya ni ante la vida ni ante la muerte.
La esperanza implica, pues, la superación de una desproporción que el hombre percibe inevitablemente pero no puede resolver, pues su conciencia de ser una pequeñísima parte del universo y de la historia es evidente, e implica paradójicamente, al mismo tiempo, la propia conciencia y, con ella, el deseo de la totalidad.
El constituirse de la esperanza, de una vinculación positiva y motivada del propio ser y del propio vivir con el destino del universo, es el fruto de la intervención de Dios, que viene al encuentro del hombre con una promesa de comunión y de infinito.
Precioso a los ojos de Dios
La primera revelación a Abrahán testimonia ya que la relación iniciada por Dios es siempre particular, con una persona concreta, que adquiere así un valor único e inimaginable. La relación establecida con Abrahán lo hace tan precioso a los ojos de Dios que su persona concreta queda vinculada, de modo sorprendente, con el horizonte universal: «por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra»1. La relación es concreta, a la medida de la persona de Abrahán, no le exige proezas inalcanzables; el horizonte y la promesa, sin embargo, no tienen límites.
La intervención divina se presenta ofreciendo a Abrahán la posibilidad de que su historia no pertenezca simplemente al conjunto del acontecer mundano, cambiante y pasajero, insuficiente para reafirmar el valor pleno de su vida; sino que su historia pertenezca a una relación verdadera con Dios, recibiendo así la promesa de una fecundidad de horizonte universal, a la medida del destino del mundo.
La pedagogía divina le ofrece desde el principio una compañía estable, que inscribe su vida en una alianza con Dios. Sobre esta base puede nacer una esperanza real, que, en cambio, no surgiría sobre otros fundamentos, ni aunque Dios hubiese proporcionado a Abrahán el conocimiento pleno de las leyes que rigen el mundo y la historia: ello no hubiese superado, sino acaso agudizado su percepción de la desproporción entre el propio pequeño ser y la grandeza del universo, de los designios divinos.
El reconocimiento de la iniciativa de Dios
La esperanza nace, pues, del establecimiento por Dios de una relación precisa con una persona determinada. Por ello, tiene inevitablemente su centro en el reconocimiento de la iniciativa de Dios, cuyo sentido sólo puede ser entendido por el hombre como gesto de amor gratuito.
Así lo reconocerá el pueblo de Israel a lo largo de su historia, en la que aprende poco a poco a poner su confianza en la misericordia y en la fidelidad de Yahveh, que da formas diferentes a la relación con el pueblo –a veces la forma de castigo–, pero que no rompe nunca su alianza ni abandona definitivamente al pueblo.
Esta fe y esta esperanza permitirán la supervivencia de Israel en medio de culturas e imperios muy superiores a los suyos, impidiendo que su camino concluya en su desaparición, en su disolución en el flujo de una historia hecha por multitud de pueblos y naciones.
La Encarnación, forma de la esperanza
La forma plena de la esperanza aparecerá en los hombres con el manifestarse de la plena cercanía de Dios en su Hijo hecho carne, en Jesucristo. En Él se revela definitivamente el amor de Dios, la veracidad de sus promesas, su fidelidad al hombre y el poder de su intervención salvadora.
Pues Jesucristo, «muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerzas por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación»2, reivindica la dignidad y devuelve la esperanza de un destino feliz a quienes desesperaban ya de alcanzarlo3.
«Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado»4, en quien encuentra su razón la historia y recibe un centro el género humano. Se hacen posibles así el gozo y la plenitud de las aspiraciones del corazón; pues el hombre sabe que, unido a Él, camina hacia la plenitud de la historia humana, de acuerdo con el designio de su amor5.
En otros términos, la forma definitiva de la esperanza nace en el hombre por el encuentro con Jesucristo, con el Verbo de Dios hecho carne, que ilumina definitivamente lo que es el hombre, su dignidad y su destino, poniéndolo en relación con la realización del designio divino sobre el universo.
Mediante en un encuentro histórico
Por ello, puede decirse con todo rigor que la raíz de la esperanza está en un encuentro histórico; es decir, el de una persona concreta con la forma de presencia real de Jesucristo en la historia. Sin el encuentro con el amor de Aquel en quien reposa el destino del mundo, nunca se podrá asentar razonablemente en el corazón de la persona la certeza de que su existencia responderá verdaderamente a las propias exigencias de dignidad, de sentido y de plenitud.
El encuentro debe ser, por supuesto y ante todo, real, para poder sostener la tarea de la vida. Debe ser también siempre el encuentro con el amor gratuito del Señor, pues sólo esta gratuidad hace verosímil la grandeza de un don semejante y, por otra parte, sólo el amor hace digno de la propia libertad aceptar una vinculación tan profunda de la propia existencia: quae enim per amicos possumus, per nos aliqualiter possumus6.
Por ello, en este encuentro se juega radicalmente la libertad de la persona, que es invitada a decidir también del nacimiento de la propia esperanza, de la adhesión personal al designio de amor del Señor sobre el universo.
Firme germen de esperanza para todo el género humano
Con el don de su Espíritu, Cristo revela la profundidad de su victoria sobre todo lo que limita al hombre, sobre el pecado y la muerte, la pérdida de la relación con Dios y con los hermanos, la pérdida del valor y del sentido de la vida en el mundo. Pues con el don de su Espíritu, Jesús introduce a los suyos al conocimiento verdadero de su Persona y de su misión, a la unidad verdadera con Él, y los constituye en una «comunión de vida, de caridad y de verdad», en un «pueblo de Dios» que, aunque muchas veces parezca un pequeño rebaño, «es un germen firmísimo de esperanza» para todo el género humano7.
El hecho mismo de la presencia de la Iglesia de Cristo en medio del mundo sirve para evitar que los hombres olviden al Padre, para que permanezca de algún modo la memoria de su Amor, comunicado en Jesucristo. La existencia de la Iglesia es ya así un principio de esperanza para el género humano, impide que se clausure el horizonte del mundo sobre sí mismo, ahogando el corazón del hombre.
El encuentro real, personal, con la vida del Pueblo de Dios, con la “comunión fraterna”8 surgida de la presencia y del abrazo misericordioso de Cristo, reconforta el corazón humano, lo levanta a una vida nueva y hace surgir poderosa la esperanza, que no encuentra fundamento en las propias fuerzas, pero puede sostenerse para siempre apoyada en el amor inconmovible del Señor.
Así pues, el testimonio de Cristo, dado por aquellos que han sido introducidos en la comunión con Él, es el instrumento por el que el Espíritu sigue suscitando en la historia la esperanza verdadera. El encuentro en la vida con la comunión cristiana, como un hecho real, que no expresa sólo las capacidades limitadas de uno mismo o del prójimo, sino la iniciativa de Cristo que une a los hombres en su Cuerpo y en su Sangre, en la Eucaristía, es el principio de la propia salvación, que se experimenta personalmente como esperanza.
Toda gracia, todo don y carisma del Espíritu están destinados a esta obra principal: introducir a la verdad del amor de Jesucristo y, así, hacer presente en el corazón de los hombres la luz de la esperanza, para que ilumine toda la casa, para que otros puedan caminar hacia su destino. Porque, de hecho, no es noche cerrada, sino que sigue brillando la luz en el mundo.
Notas:
1 Gn 12,3b
2 GS 10
3 Cf. GS 18.21
4 GS 22
5 Cf. GS 45
6 Tomás de Aquino,
Summa theologiae, I-II, q. 5, a. 5, ad1
7 Cf. LG 9
8 GS 32
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