La homilía pronunciada por Benedicto XVI durante la misa que presidió en la explanada de Marisabella al clausurar el XXIV Congreso Eucarístico Nacional italiano
«Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba Sión a tu Dios» (Salmo responsorial). La invitación del salmista, de la que también se hace la Secuencia, expresa muy bien el sentido de esta celebración eucarística: nos hemos reunido para alabar y bendecir al Señor. Ésta es la razón que ha llevado a la Iglesia italiana a reunirse aquí, en Bari, con motivo del Congreso Eucarístico Nacional. Yo también he querido unirme hoy a todos vosotros para celebrar con particular relieve la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo y de este modo rendir homenaje a Cristo en el Sacramento de su amor, y reforzar al mismo tiempo los vínculos de comunión que me unen con la Iglesia que está en Italia y con sus pastores. En esta importante cita eclesial también hubiera querido estar presente mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II. Sentimos que él está cerca de nosotros y que con nosotros glorifica a Cristo, buen Pastor, a quien él puede contemplar ya directamente.
Este Congreso Eucarístico, que hoy llega a su conclusión, ha querido volver a presentar el domingo como «Pascua semanal», expresión de la identidad de la comunidad cristiana y centro de su vida y de su misión. El tema escogido, «Sin el domingo no podemos vivir», nos remonta al año 304, cuando el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, so pena de muerte, poseer las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y construir lugares para sus asambleas. En Abitene, pequeña localidad en lo que hoy es Túnez, en un domingo se sorprendió a 49 cristianos que, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía, desafiando las prohibiciones imperiales. Arrestados, fueron llevados a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino.
En particular, fue significativa la respuesta que ofreció Emérito al procónsul, tras preguntarle por qué habían violado la orden del emperador. Le dijo: «Sine dominico non possumus», sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades cotidianas y no sucumbir. Después de atroces torturas, los 49 mártires de Abitene fueron asesinados. Confirmaron así, con el derramamiento de sangre, su fe. Murieron, pero vencieron: nosotros les recordamos ahora en la gloria de Cristo resucitado.
Tenemos que reflexionar también nosotros, cristianos del siglo XXI, sobre la experiencia de los mártires de Abitene. Tampoco es fácil para nosotros vivir como cristianos. Desde un punto de vista espiritual, el mundo en el que nos encontramos, caracterizado con frecuencia por el consumismo desenfrenado, por la indiferencia religiosa, por el secularismo cerrado a la trascendencia, puede parecer un desierto tan duro como ese desierto «grande y terrible» (Dt 8, 15) del que nos ha hablado la primera lectura, tomada del Libro del Deuteronomio. Dios salió en ayuda del pueblo judío en dificultad con el don del maná para darle a entender que «no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor» (Dt 8, 3). En el Evangelio de hoy, Jesús nos ha explicado cuál es el pan al que Dios quería preparar al pueblo de la Nueva Alianza con el don del maná. Aludiendo a la Eucaristía, dijo: «Éste es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 58). El hijo de Dios, haciéndose carne, podía convertirse en Pan y de este modo ser alimento de su pueblo en camino hacia la tierra prometida del Cielo.
Tenemos necesidad de este Pan para afrontar los esfuerzos y cansancios del viaje. El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerza de Él, que es el Señor de la vida. El precepto festivo no es por tanto un simple deber impuesto desde el exterior. Participar en la celebración dominical y alimentarse del Pan eucarístico es una necesidad para el cristiano, quien de este modo puede encontrar la energía necesaria para el camino que hay que recorrer. Un camino que, además, no es arbitrario: el camino que Dios indica a través de su ley va hacia la dirección inscrita en la esencia misma del hombre. Seguirlo significa para el hombre realizarse a sí mismo, perderlo es perderse a sí mismo.
Una cercanía real
El Señor no nos deja solos en este camino. Él está con nosotros; es más, desea compartir nuestro destino hasta ensimismarse con nosotros. En el coloquio que nos acaba de referir el Evangelio, dice: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Jn 6, 56). ¿Cómo no alegrarnos por una promesa así? Sin embargo, hemos escuchado que, ante aquel primer anuncio, la gente, en vez de alegrarse, comenzó a discutir y a protestar: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (Jn 6, 52). A decir verdad, aquella actitud se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Parecería que, en el fondo, la gente no tiene ganas de tener a Dios tan cerca, tan disponible, tan presente en sus vicisitudes. La gente quiere que sea grande y, en definitiva, más bien alejado. Se plantean entonces cuestiones que quieren demostrar que en definitiva una cercanía así es imposible. Pero mantienen toda su claridad gráfica las palabras que Cristo pronunció precisamente en aquella circunstancia: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6, 53). Frente al murmullo de protesta, Jesús habría podido retroceder con palabras tranquilizadoras: «Amigos –hubiera podido decir–, ¡no os preocupéis! He hablado de carne, pero es sólo un símbolo. Lo que quiero decir es sólo una profunda comunión de sentimientos». Pero Jesús no recurrió a estos endulzamientos. Mantuvo con firmeza su afirmación, incluso ante la defección de muchos de sus discípulos (cf. Jn 6, 66). Es más, se mostró dispuesto a aceptar incluso la defección de sus mismos apóstoles, con tal de no cambiar para nada el carácter concreto de su discurso: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67), preguntó. Gracias a Dios, Pedro dio una respuesta que hoy asumimos también nosotros, con plena conciencia: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).
Realmente presente
En la Eucaristía, Cristo está realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una presencia dinámica, que nos hace suyos, nos asimila a él. Lo había comprendido muy bien Agustín, a quien, al provenir de una formación platónica, le había costado mucho aceptar la dimensión «encarnada» del cristianismo. En particular, él reaccionaba ante la perspectiva de la «comida eucarística», que le parecía indigna de Dios: en las comidas comunes el hombre se hace más fuerte, pues es él quien asimila la comida, haciendo de ella un elemento de la propia realidad corporal. Sólo más tarde Agustín comprendió que en la Eucaristía sucedía exactamente lo opuesto: el centro es Cristo que nos atrae hacia sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de nosotros una sola cosa con él (cf. Confesiones, VII, 10, 16). De este modo, nos introduce en la comunidad de los hermanos.
La gran lección del perdón
Aquí afrontamos una ulterior dimensión de la Eucaristía, que quisiera tocar antes de concluir. El Cristo con el que nos encontramos en el sacramento es el mismo aquí en Bari, como en Roma, como en Europa, América, África, Asia, Oceanía. Es el único y el mismo Cristo quien está presente en el Pan eucarístico de todo lugar de la tierra. Esto significa que sólo podemos encontrarnos con él junto a todos los demás. Sólo podemos recibirle en la unidad. ¿No es esto lo que nos ha dicho el apóstol Pablo en la lectura que acabamos de escuchar? Escribiendo a los corintios, afirma: «Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1Co 10, 17). La consecuencia es clara: no podemos comulgar con el Señor si no comulgamos entre nosotros. Si queremos presentarnos a Él, tenemos que salir al encuentro los unos de los otros. Para ello es necesario aprender la gran lección del perdón: no hay que dejar que se apodere del espíritu la polilla del resentimiento, sino abrir el corazón a la magnanimidad de la escucha del otro, de la comprensión, de la posible aceptación de sus excusas, del generoso ofrecimiento de las propias.
Sacramento de unidad
La Eucaristía, repitámoslo, es sacramento de la unidad. Pero, por desgracia, los cristianos están divididos precisamente en el sacramento de la unidad. Con mayor motivo, por tanto, apoyados por la Eucaristía, tenemos que sentirnos estimulados a tender con todas las fuerzas hacia esa plena unidad que Cristo deseó ardientemente en el Cenáculo. Precisamente aquí, en Bari, ciudad que custodia los huesos de san Nicolás, tierra de encuentro y de diálogo con los hermanos cristianos de Oriente, quisiera confirmar mi voluntad de asumir como compromiso fundamental el de trabajar con todas las energías en la reconstitución de la plena y visible unidad de todos los seguidores de Cristo. Soy consciente de que para ello no bastan las expresiones de buenos sentimientos. Se requieren gestos concretos que entren en los espíritus y agiten las conciencias, invitando a cada uno a esa conversión interior que es el presupuesto de todo progreso en el camino del ecumenismo. Os pido a todos que emprendáis con decisión el camino de ese ecumenismo espiritual, que en la oración abre las puertas al Espíritu Santo, el único que puede crear la unidad.
Sacramento del mundo renovado
Queridos amigos venidos a Bari desde distintas partes de Italia para celebrar este Congreso Eucarístico, tenemos que redescubrir la alegría del domingo cristiano. Tenemos que redescubrir con orgullo el privilegio de poder participar en la Eucaristía, que es el sacramento del mundo renovado. La resurrección de Cristo tuvo lugar el primer día de la semana, que para los judíos era el día de la creación del mundo. Precisamente por este motivo el domingo era considerado por la primitiva comunidad cristiana como el día en el que tuvo inicio el mundo nuevo, el día en el que con la victoria de Cristo sobre la muerte comenzó la nueva creación. Reuniéndose en torno a la mesa eucarística, la comunidad se iba modelando como nuevo pueblo de Dios. San Ignacio de Antioquia llamaba a los cristianos «aquellos que han alcanzado la nueva esperanza», y los presentaba como personas «que viven según el domingo» («iuxta dominicam viventes»). Desde esta perspectiva, el obispo antioqueno se preguntaba: «¿Cómo podremos vivir sin aquél a quien esperaron los profetas?» («Epistula ad Magnesios», 9, 1-2).
Nuestra oración
«¿Cómo podremos vivir sin él?». Escuchamos el eco de la afirmación de los mártires de Abitene en estas palabras de san Ignacio: «Sine dominico non possumus». De aquí surge nuestra oración: que los cristianos de hoy vuelvan a encontrar la conciencia de la decisiva importancia de la celebración dominical y que sepamos sacar de la participación en la Eucaristía el empuje necesario para un nuevo compromiso en el anuncio al mundo de Cristo «nuestra paz» (Ef 2, 14). ¡Amén!
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