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Huellas N.5, Mayo 2005

CL GS Triduo pascual / Inserto

El atractivo vencedor

Julián Carrón

Apuntes de la intervención de Julián Carrón en el Triduo pascual de Gioventú Studentesca. Rimini, 26 de marzo de 2005

Estoy muy contento y agradecido por vuestra invitación, porque me permitís compartir con vosotros este momento, porque también hay un sitio para mí entre vosotros. Lo que más deseo es estar con vosotros, que seamos compañeros hacia el destino, que pueda veros como compañeros hacia mi destino, y que cada uno de vosotros pueda ver en mí a un compañero hacia el destino, es decir, la felicidad, esa intensidad en el vivir para la que hemos nacido, esa vibración intensa de lo humano por la que merece la pena vivir.
Me alegro de estar aquí porque me dais la posibilidad de contaros dónde está el origen de esta intensidad, como nació en mí la pasión por Cristo en la relación con don Giussani.
Mi relación con don Giussani tenía este único objetivo, solo me interesaba la relación con él por esto: por la intensidad cada vez mayor de la relación con Cristo, que hacía que todo adquiriera una intensidad antes desconocida. Antes de conocerle, cayó entre mis manos uno de sus primeros textos, era el primer libro que se publicó en español, Huellas de experiencia cristiana. Una de las cosas que rápidamente me llamó la atención era su manera de concebir la soledad, porque todos, también yo, concebíamos la soledad como algo sentimental. En cambio don Giussani decía que la soledad es sinónimo de impotencia, esto es, de que uno no sabe qué hacer en la vida, cómo vivir, y por eso se siente solo, porque nadie le acompaña. Puede estar rodeado de mucha gente, incluso gente simpática, con la que se encuentra bien, pero que está tan confusa como él; por eso estar juntos no anula la soledad, porque ésta es otra cosa: es la impotencia. Para responder a esta impotencia necesitamos a otro, diferente, muy diferente, que tenga algo que decir a mi impotencia. Por eso comencé a amar a don Giussani antes de conocerle, cuando empezaba a familiarizarme con su propuesta, porque respondía precisamente a mi impotencia ante la vida.
Lo primero que me impresionó fue cómo hablaba de la experiencia. Experiencia no era sólo probar algo, sino tener un juicio, llegar a formar un juicio sobre lo que estaba viviendo, y existía un criterio para juzgar: el corazón, único capaz de percibir cuándo algo corresponde a la propia humanidad.
Atención, se trata de una absoluta novedad, porque todos nos dicen y os dicen: «Pobrecillos, no entendéis nada, yo os lo explico». La única réplica posible es decir: «¡No!», don Giussani dice: «¡Tú!, Tienes algo dentro de ti que te permite comprender, juzgarlo todo, y es tu corazón».
Jamás había encontrado tal exaltación de mi yo. Nunca había experimentado una exaltación de mi persona que la pusiera en juego de esa manera. Y además esto me proporcionaba un instrumento para vivirlo todo, para lanzarme a la vida y ver cuándo algo correspondía con las exigencias de mi corazón y cuándo no lo hacía. Constantemente se lo decía a don Gius: «Siempre te estaré agradecido, porque desde que te conocí comencé a hacer un camino humano, a vivir la vida como una aventura que me conduce a algún sitio, que me permite dar pasos, comprender cada vez más, poder decir: “Esto es verdadero o esto no es verdadero”». Empecé a juzgar, a aprovecharlo todo, incluso –y esto es escandaloso– los errores. Porque cuando uno se equivoca es como si dijera: «¡Esto no es, pero es esto otro!»; es como un paso. Por eso, no tengáis miedo de equivocaros, porque todo es útil si uno es leal con la experiencia del corazón, con el juicio que procede de él; solo es preciso no tener miedo de cometer un error, no ser formales sin poner en juego la propia humanidad, el propio corazón, porque el corazón comprende, mejor que cualquier otra cosa, cuándo algo le corresponde.
Desde entonces no he vuelto a tener miedo de mi humanidad, de mis deseos, de mis exigencias, porque mi humanidad era mi aliada, no el enemigo que me producía confusión, algo que había que silenciar o apartar constantemente, sino algo que me ponía en marcha. Siempre estaré agradecido por esto, porque sin esta humanidad, sin el desvelarse de esta humanidad, sin el estremecimiento que produce en mí esta humanidad, no habría sabido decir seriamente quién es Cristo. Porque a Cristo no le comprenden las piedras, a Cristo solo le comprende el corazón, porque se propone a nuestro yo como respuesta a nuestro corazón, a las exigencias de nuestro corazón, de nuestra humanidad. Tú comprendes mucho mejor a tu chica que las piedras, porque la vibración que produce en ti su presencia la sientes tú, la experimentas tú, la sorprendes en ti y por eso la quieres; por eso te das cuenta de que es diferente. Porque es ella, y se conmueve ante esta vibración de tu yo y ella también vibra. Es algo único. Sin esto todo es formal, como tantas veces todo es anodino: se dicen cosas pero falta la humanidad, falta la vibración, no se entiende nada; nada te interesa, nada consigue interesarte y conmover toda tu humanidad.
Pero cuando sucede, todo el yo se estremece. Entonces Cristo, cuyo nombre yo decía desde pequeño, pero estaba como fuera, como fuera de mi humanidad, en cierto sentido fuera de la realidad, fuera de las cosas que vivía, fuera, como yuxtapuesto, como adosado, entraba, comenzó a entrar en la vida, hasta las entrañas, hasta el fondo de mi yo, de mi humanidad y de mi vida.
Y fue él, precisamente él, don Gius, el que me introdujo en todo esto. Y se daba esta exaltación de la carne de la que hablaba antes don Giorgio, sucedía y yo veía en el presente esta victoria de mi yo, de mi humanidad. Y por eso los demás la percibían
también, como luego os contaré.
¿Por qué sucedía esto? Porque cuando me acercaba a don Gius… me acuerdo de una vez que fui a verle porque quería comentarme algo que le preocupaba: ¡me sentí mirado de una manera que nunca olvidaré! A veces, en los últimos meses, cuando comía con él me decía: «¿Pero no te acuerdas?». ¿Cómo no me voy a acordar? –le decía yo– ¡mi vida está marcada por ese día!» porque nunca había encontrado una mirada sin medida. Había conocido gente grande, grandes cristianos, pero algo así, una mirada sin medida, no lo había visto nunca. Luego recordé algo que me gustó desde el principio, se lo volví a leer una de las últimas veces mientras comíamos; don Giussani había dicho que la mirada de Cristo es una mirada humana, y que es esta mirada de Cristo la que da forma a una mirada humana (cf. L. Giussani, Un café en compañía, Rizzoli, Milán 2004, pp. 63-64). Años más tarde comprendí que en aquel momento del que os he hablado esa mirada con la que fui mirado –sin medida– era la mirada de Jesús. Cristo ha resucitado porque esa mirada permanece, y uno se encuentra ante una persona, un hombre que te mira así. No sólo quedan los relatos de los Evangelios, de algo que sucedió en el pasado. Yo había leído muchas veces sobre la mirada con la que fue mirado Zaqueo, pero solo cuando un hombre te mira así comprendes que Cristo ha resucitado y permanece entre nosotros. No como un recuerdo, porque hay muchos que te pueden hablar de Zaqueo, pero ninguno te mira así. Alguien que te cuente cosas, que te hable del pasado, eso no basta; hay mucha gente que te habla del pasado, pero nadie te mira así en el presente. Para poder mirar así en el presente hace falta otra cosa, es necesaria otra cosa. Por eso, como hemos estudiado en la Escuela de comunidad, lo que queda no es solo la obra de Cristo, no son solo Sus enseñanzas, Su inspiración, el conjunto de las reglas cristianas, porque esto no sería suficiente para ninguno de nosotros, para las exigencias del corazón de ninguno de nosotros. Hace falta Él, Él quien permanece vivo entre nosotros, y yo lo sé gracias a esta mirada. Y cuando uno recibe, cuando uno acoge esta mirada todo, todo, comienza a ser diferente, porque una vibración empieza a entrar en la vida.

¿De qué está hecho el yo? De la razón; no es una cuestión sentimental, ¡es la razón! Entonces se nos introduce, al igual que nos ha pasado a nosotros, en un uso de la razón completamente diferente, con una profundidad que antes ni imaginábamos, como conciencia de la realidad teniendo en cuenta todos los factores, porque alguien hace que experimentes algo que convierte la razón en una potencia, que te permite reconocer ciertos factores que sin aquella presencia no serías capaz de reconocer. Es como si se impulsara a que la razón sea lo que verdaderamente es, que tenga la capacidad de entrar en la realidad, de reconocer la realidad teniendo en cuanta todos los factores, pero ¡pobres de nosotros!, siempre nos quedamos en la apariencia. Por eso hay alguien que despierta todo nuestro afecto y nos hace entrar en la realidad de una manera impensable antes. Y entonces la razón es capaz de reconocerlo.
Y así la vida es otra cosa. Por eso don Gius nos decía: «Yo veo todo lo que vosotros veis, pero vosotros no veis todo lo que yo veo». Nos hacía ver lo que él veía. Porque estaba, estaba. Pero solo si alguien te acompaña a conocer la totalidad de lo real, del Misterio, todo se convierte en signo, todo se vuelve ocasión de entrar en el Misterio. Recuerdo que en una ocasión estaba en mi habitación, harto, no podía más, pero como ya había empezado a hacer el trabajo de utilizar la razón así, no me encerré en mi disgusto, en soportar mi aburrimiento, sino que utilizando la razón hasta el final, en un determinado momento, me encontré con el Origen de la realidad que estaba allí; sabía que había llegado al final, a reconocer al Misterio presente en mi habitación, incluso estando solo, por el cambio que vivía, porque Su presencia, reconocer Su presencia, llena de alegría, de gozo.

Después empecé a desafiar a los demás. Un día me llamó una amiga que estaba ingresada en un hospital psiquiátrico; estaba preocupada, y comenzamos a charlar; en un momento dado yo le desafié, porque las personas, cuando están enfermas, siguen siendo personas y viven la relación con el Infinito; incluso si están en un hospital psiquiátrico, no están determinadas solo por su enfermedad, son personas, por eso la desafié diciendo: «¿Qué diferencia hay entre tú, que estás en la habitación del hospital, y yo, que estoy en mi habitación? Ambos tenemos la posibilidad de reconocer el Misterio ahora –ahora-, yo puedo no reconocerlo estando fuera del hospital igual que tú puedes no reconocerlo estando allí. No somos diferentes». Eran las ocho de la tarde y acabamos la conversación. A la mañana siguiente, a las siete, me llamó y me dijo: «¿Sabes lo que me pasó ayer? Después de hablar contigo hice lo que me habías dicho y me quedé dormida tan plácidamente que dormí cuatro horas seguidas, hasta media noche, y aunque solo habían pasado cuatro horas, cuando me desperté estaba tan relajada que me parecía un sueño. Después, como los médicos no querían que estuviera sin dormir, me dieron una pastilla». Yo le dije: «Ya ves, incluso el hospital psiquiátrico puede ser un lugar de vida, si uno reconoce a Cristo».

¿Quién te impide ahora rezar Laudes? Nadie. ¿Quién puede obligarte a que los reces? Nadie. ¡Ponte en marcha! Todo se ha confiado a tu libertad y a la mía. Y este uso de la razón es el que exalta la libertad, porque entonces, cualquier circunstancia, hasta el hospital psiquiátrico, se convierte en un lugar de vida, porque incluso aquello, si yo reconozco a Cristo, puede ser el lugar de mi libertad, donde yo experimento la satisfacción total en la que consiste la libertad; por eso cada vez que yo recorría este camino de la razón, ¿sabéis qué ocurría?, que me sorprendía siendo libre en las circunstancias, libre, libre.
¿Qué significa esto? Que uno no depende de las circunstancias, ya sean más o menos malas, ¡porque lo que da satisfacción a la vida está siempre, en las circunstancias malas y en las buenas! Incluso irse a las Islas Canarias, sin Cristo, es un asco, te aburres una barbaridad, porque si falta Él ¿Qué puede hacer nuestro corazón, que es deseo de infinito? En cambio, con Cristo, soy libre en las circunstancias, libre del éxito o el fracaso, libre.
La libertad es un bien muy escaso hoy en día; todos hablan de la libertad, pero no de esta satisfacción total, por eso hay gente tan poco libre que tiene que cambiar en cada circunstancia: cuando está en clase tiene que poner cara de estar en clase, con los amigos pone otra, en casa otra diferente ¿Dónde es él mismo? Allí donde uno se expresa finalmente tal y como es.
Esto es literalmente así. Son muchos, también los que se llenan la boca de la palabra “libertad”, los que uno tras otro se pliegan a las circunstancias. Por eso la libertad o está en las circunstancias o ¿dónde está? Si no somos libres en clase, si no podemos ser nosotros mismos con los amigos o cuando las cosas no salen bien, si debemos siempre cambiar de cara plegándonos a lo que dicen todos, nuestra libertad es de boquilla.

En cambio, cuando sucede lo que he descrito, todo se convierte en el ciento por uno, porque siendo libre, como yo me sentía libre dando clase, comenzaba a conmoverme por todo lo que sucedía. Esta verdadera liberación me permitía ser yo mismo, y así ir a dar clase y disfrutar con ello. No me preocupaba la cara que debía poner o si los chicos respondían. No, iba para ser yo mismo. Muchas veces habría pagado por no dar clase, porque estaba cansado o desanimado, pero debo reconocer que cuando iba a clase así, volvía a mi habitación al final del pasillo conmovido por lo que el Señor hacía a través de mí; no le importaba si estaba desanimado o preocupado: hacía que sucedieran cosas increíbles y por eso cada vez yo estaba más apegado, más contento. Mientras los demás curas buscaban cualquier coartada para escapar y no dar clase de religión, el único que siguió durante diez años fui yo, cada vez más contento. La última vez que di clase, el primero que habló dijo: «Yo era ateo, ¡Y al final voy para cura!».
Es una intensidad de vida que antes no podía imaginar. Yo se qué significa la victoria de Cristo en la carne. Antes no sabía estas cosas, he tenido que rendirme a la evidencia que tenía delante de mis ojos, como los discípulos. Por eso cuando alguien me dice que los Evangelios no son verdaderos, yo digo: «¡Estas loco!» porque lo que escribieron los discípulos no podrían ni habérselo imaginado; para poderse inventar algo hay que imaginárselo y os juro que estas cosas que os he contado no me las había podido ni imaginar antes; puedo contar muchísimos ejemplos solo porque son hechos que han ocurrido. Esto es lo que me volvía “loco” por Cristo: no solo meditar sobre Cristo, sino ver qué es lo que Cristo introduce en la vida: una pasión; como decía santo Tomás, «la vida del hombre consiste en el afecto que principalmente le sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción». Mi afecto a Cristo creció porque encontraba en Él mi mayor satisfacción, por eso se convirtió en la cosa más querida; por eso me sorprende que cuando sucede algo todo me remite a Él, me Lo hace presente. Hace unos días fui a cenar con un grupo de universitarios de la Estatal de Milán. Comenzaron con un canto, Lela, después empezaron a hablar, a hacer preguntas. En un momento dado les detuve y les pregunté «¿Os ha sucedido algo mientras escuchabais Lela? Yo echaba de menos algo». El que estaba a mi lado respondió: «Me he acordado de mi novia». Yo echaba de menos a Cristo; todo me Lo hace recordar, todo se vuelve ocasión de memoria, no de recuerdo, como pensamos muchas veces, ¡No!, todo se vuelve ocasión de memoria porque todo me Lo hace presente, me Lo acerca, ¡no Lo invento para consolarme! De todos los demás chicos que había allí, ninguno había pensado en nada, solo el que estaba enamorado pensó en su novia: los demás no pensaron en nada, no les vino nada a la mente, no inventaron a Cristo, porque Cristo existe y ha entrado en nuestra vida y todo te Lo recuerda, todo te Lo hace presente.
Este es un punto sin retorno: una vez que entra en la vida, no se puede ver ni una puesta de sol sin Él, sin que te Lo haga presente; ¿cómo se puede escuchar una bella canción, o sorprenderse por un día fabuloso, o estar en medio de un atasco, o estar cansado sin que todo esto te Lo haga presente? Es como si desde dentro de la experiencia –es una frase de don Gius que me encanta– el Misterio te dijera al oído, desde las entrañas de tu experiencia: «Yo soy el Misterio que echas en falta en cada cosa de la que gozas».
Por eso quiero que entendáis que cuando me llamó don Giussani para venir a Italia, ¿Qué iba yo a decir? Estaba estupendamente en España, era profesor ordinario de la facultad de Teología de Madrid, tenía una casa estupenda en la mejor zona de Madrid, y una legión de amigos. Cambiar de país a los cincuenta y cuatro años, ¿entendéis? Pero desde el primer día dije a don Gius: «Mira, a ti no te puedo decir que no a nada, y no porque tenga que ser un buen sacerdote, o un buen ciellino, sino porque después de esta intensidad de vida a la que me has llevado no puedo decirte que no. Durante cinco años pensé que no iba a ser posible, porque tenía que poner de acuerdo a todos, incluyendo a mi cardenal, que no quería que me fuera. Pero luego hizo una apuesta un tanto audaz: escribió al Papa, entonces me asusté un poco, porque a lo mejor lo conseguía. ¡Y al final lo consiguió! Ante todas estas cosas para mí era evidente que estaba por medio el Misterio, no se trataba solo de darle gusto a don Gius, porque para poner a todos de acuerdo… no es que faltara el Espíritu Santo, es más, ¡allí estaba! Y me daba cuenta de que no se trataba de una cuestión de gustos, porque era el Misterio el que me llamaba a responder y sin ello no habría tenido una razón adecuada para semejante cambio. Por eso en cuanto intuí que estaba por medio el Misterio, dije: «Aquí estoy».
Todo lo que ha sucedido desde entonces ha alcanzado unas dimensiones únicas, pero todo estaba ya en el inicio: yo he querido decir sí, y estoy agradecido de que nadie haya querido ahorrarme el drama de decir sí, de la misma manera que ahora no quiero estar aquí con vosotros de un modo formal; quiero estar todo yo con vosotros, igual que quiero decir Tú al Misterio cada vez, a Cristo cada mañana, con todo mi yo, con toda la vibración de mi yo y así quise decir sí a don Gius; dentro de mi pequeñez, dentro de mi mal, pero decir sí.
Cuando me preguntan por mi responsabilidad, respondo que ahora mi única responsabilidad es la misma que antes: decir sí a Cristo, porque el movimiento no es una organización, no se trata de ocupar un puesto dentro de la organización, sino que es el sí. Esto es lo único que genera el pueblo, como hemos visto, y que genera la unidad, no es una organización, no es un cargo, sino que es un atractivo que vence. Por eso es importante este particular, este punto histórico que ahora pasa a través de mí –¡solo de pensarlo me dan escalofríos!–. Por eso espero que al menos recéis algo por mí, porque este sí mío, que ya he dicho y vuelvo a decir ahora de la manera más consciente de la que soy capaz, es la modalidad en la que me hago compañero en vuestro camino. Esto me interesa porque éste es el método que don Gius nos ha enseñado siempre: la preferencia, una cuestión humana, un atractivo humano es lo único que puede trastocar todo nuestro yo, y si no, ¡pobres de nosotros!, pobres de verdad. Si no hay algo que nos fascine y conmueva todo nuestro yo, no hay nada que hacer.
Esto es un desafío a la libertad de todos. No he venido para ahorraros vuestro sí, sino para desafiarlo. Cada uno debe responder: no lo digo para reprocharos nada, sino para que no os perdáis lo más bello, ¡que es decir sí y sentir la vibración de este sí! Porque si no se hace vuestro, si el sí no es vuestro, si no sentís la emoción de dar este sí, os perdéis lo mejor, porque quiero ser yo el que experimente el bien, quiero ser yo quien te diga: «¡Te quiero!» Y en este sentido no queremos que nadie nos lo ahorre: es fácil, es muy fácil, se llama sencillez de corazón.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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