Una palabra actual, que desde antiguo ha sido interpretada, anhelada o maldecida. Don de Dios o pretensión de independencia de Él. La “libertad” será el hilo conductor de la próxima edición del Meeting de Rímini. Algunas anotaciones para empezar a profundizar en el tema
El título de la vigésimo sexta edición del Meeting se inspira en una frase que don Quijote de la Mancha pronuncia, sin ningún tipo de retórica, dirigiéndose a su escudero Sancho Panza: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida».
La crítica literaria se ha preguntado a menudo por el sentido que daba a la palabra libertad el héroe de la homónima novela de Cervantes, una de las mayores obras maestras de la literatura moderna; pero, sea cual fuere la interpretación, en clave laica o religiosa, no podemos pasar por alto que ese “don” es atribuido por don Quijote a los “cielos” y, como es sabido, los cielos, en el mundo antiguo y especialmente en la cultura judía, son un sinónimo de la realidad que es Dios. La libertad es desde siempre uno de los grandes problemas del hombre. Corresponde a un valor cuyo contenido ha sido objeto de miles de reflexiones. Pero aunque parezca fácil e inmediato intuir el significado de la palabra libertad y se dé por descontado, tanto su aplicación en la experiencia personal como su profundización teórica han dado lugar a consideraciones discordantes, por no decir violentamente opuestas. El valor de la libertad se exalta, sobre todo, en el ámbito político. En el ámbito moral, la mentalidad moderna, y no sólo ésta, considera que el triunfo de la libertad coincide con la supresión de cualquier vínculo, con la capacidad otorgada al hombre de elegir lo que instintivamente desea.
Hacer lo que se quiere
Mientras que el escepticismo de carácter nihilista no niega al hombre la facultad de ser libre, para el hombre moderno ser libre significa hacer lo que se quiere. La experiencia humana demuestra que para ser libres y felices no basta con suprimir los vínculos y satisfacer nuestros deseos, puesto que la satisfacción del deseo nunca es total, ya que a cualquier deseo satisfecho le sigue otro y después otro y después otro. Por el contrario, el hombre siente y a veces experimenta que aquello a lo que aspira tiene una medida infinita, se trata de algo que vive en una dimensión no finita, a la cual se puede abrir desde su propia finitud.
Un ejemplo de hombre aparentemente libre es el superhombre de Nietzsche, que afirma: «La vida es sólo voluntad: voluntad de poder». Esto equivale a afirmar que el hombre libre es aquel que da rienda suelta a su propia voluntad de poder, un concepto siempre actual y aplicado tanto en el ámbito político como el económico. Pero por muy poderosa que sea la voluntad del superhombre, también ésta se desintegra inevitablemente al chocar contra una medida mensurable –se experimenta en los fracasos–, e inmediatamente queda comprometida.
Construirse a sí mismo
El concepto de libertad propio del positivismo liberal es parecido al del renacentista Pico della Mirandola. Para Pico el hombre libre es el que se construye a sí mismo. Es hombre el que es capaz de hacerse a sí mismo.
Examinemos, en cambio, la posición del cristiano. También para el cristiano la libertad es acción, es una relación activa. Es relación con Dios, activa en cuanto que está cargada de deseo, de conciencia y de espera; es una relación traspasada por la sed inextinguible de revelación y conduce a un Dios que el cristiano sabe que es inconmensurable, sin medida. «Si el hombre quiere ser libre de todo lo que le rodea, si quiere ser libre de todo lo que existe a su alrededor, debe depender de Dios. La libertad del hombre es su dependencia de Dios» (don Giussani, Meeting 1983).
La mentalidad moderna tiene el vicio de mirar con suficiencia más o menos malévola esta posición, que el liberalismo considera que es, en el mejor de los casos, abstracta y fruto de la fantasía. Con frecuencia el hombre que desea abrirse al Misterio de Dios –no al infinito que se pierde en el aire, sino al Dios encarnado que tiene el rostro de Cristo– es considerado como un loco. Y sin embargo, si nos paramos a pensar, al hombre se le garantiza la libertad únicamente a través de una relación que, en última estancia, supera su medida, va más allá de su límite. Una relación ante todo se basa en un vínculo, del cual el hombre tiene una necesidad vital para no sentirse sólo, un vínculo que no se someta a los cálculos de la pura economía humana.
Un desafío paternal
Dios desafía generosamente al hombre, incitándole a ser libre, de la forma más misteriosa, llamándole la atención sobre el don más grande que le ha concedido. Le desafía con generosidad paternal, dejándole este ancla de salvación: la libertad. Ésta se convierte para el hombre en sinónimo de liberación, salvación liberadora, capaz de superar su mensurable medida. De hecho, delante de Dios el hombre puede preguntar, aunque de modo imperfecto, la grandeza a la que el cristianismo le ha llamado, ya anticipada en un salmo: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?». La grandeza del hombre es consecuencia de la valoración completa que Dios, que cuida de él, realiza. Ninguna filosofía ni ningún pensamiento son capaces de valorar al hombre como lo hace el cristianismo, que incluso rescata cualquier acto negativo del hombre a través de la acción liberadora de la misericordia.
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