El preámbulo implícito del Tratado Constitucional Europeo podría expresarse con una frase de Malraux: «No existe ningún ideal por el que podamos sacrificarnos, porque conocemos la mentira de todos, nosotros que no sabemos qué es la verdad». Es decir: intentemos ser políticamente correctos, evitemos poner en tela de juicio las diversidades, callando las identidades, respetando escrupulosamente la burocracia de las mayorías. El criterio de la convivencia parecería ser una democracia posiblemente entendida conforme a la regla de no molestar: áureo precepto de la felicidad mediocre que parece la única alcanzable. Pero se trata de una ilusión que puede resultar violenta. En efecto, la democracia, faltando un ideal reconocido por todos, no es nada más que la esterilización de la ley de la jungla: el que manda es el más fuerte, y si hace falta te elimina aunque sea asépticamente. Identificar un ideal que todos puedan reconocer nos obliga a usar una palabra hoy terriblemente obsoleta: verdad. Con ella me refiero a aquello por lo que el hombre está hecho y que, por lo tanto, no puede dejar de querer. El preámbulo de la Declaración de Independencia americana lo indica como una fe inquebrantable en la evidencia del bien que conlleva su propia tradición: «Nosotros creemos que estas verdades son evidentes, que todos los hombres fueron creados iguales y dotados por su Creador de derechos inalienables, entre los cuales están el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad».
La razón y su consecuencia –el compromiso humano, personal y colectivo– sin verdad pierden su objeto propio; vienen a ser virtuales y creen resolver la relación con la realidad mediante un juego legal. Nada más vacío, agobiante y arbitrario que un dominio absoluto de la ley: esto es la estatura reducida de la democracia europea.
La verdad no depende de los votos, aunque siempre se sujete a ellos, pues nosotros podemos aceptarla o rechazarla; sin embargo, la verdad cuenta aunque sólo una minoría la reconozca. Por lo tanto, hay que anteponerla a los votos, porque constituye su misma razón de ser, ya que los votos expresan la dignidad del esfuerzo humano por conocerla y aplicarla. También para la Constitución Europea sería necesario un preámbulo positivo y explícito, concebido no como un común denominador ideológico, sino como una evidencia que conlleva nuestra tradición europea. La verdad, en efecto, no puede ser el patrimonio definido por el acuerdo entre intelectuales pedantes, ya sean políticos, científicos, filósofos o curas; la verdad es más grande que ellos, no se puede someter a nada, es infinita. Pero se puede participar de ella a través del encuentro con hombres y mujeres que, antes que nosotros y junto con nosotros, la hayan experimentado. La tradición vale cuando constituye una historia viva en el presente para nosotros. El pasado-pasado no le interesa a nadie.
Creo que la importancia de la frase de Croce –«No podemos dejar de decirnos cristianos»– no reside tanto en el reconocimiento de los valores cristianos como sistema ideológico, sino en el reconocimiento de la fuerza de una tradición viviente, sin la cual nuestra vida y nuestra sociedad perderían su sentido. La frase de Croce sugiere, por lo tanto, la necesidad de rendirse ante un dato. Dato que la Constitución Europea no admite explícitamente, aunque –como escribió Nehuaus en Il Foglio del pasado 3 de noviembre– resulte claro que «a pesar de todo, sea el producto de una civilización cristiana». A lo mejor por esta última observación la Santa Sede “a pesar de todo” parece favorecer la firma del tratado. Hace falta una lucha cultural, no intelectualista sino de pueblo: no estamos hablando de ideas muertas sino del corazón vivo y palpitante de nuestra civilización.
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