Se ha celebrado en Madrid los días 19, 20 y 21 de noviembre el VI Congreso «Católicos y vida pública» organizado por la Fundación Universitaria San Pablo – CEU. La apertura corrió a cargo del catedrático emérito D. Luis Suárez Fernández que profundizó en «Las raíces profundas de la europeidad». ¿Existe algo que podamos llamar la identidad europea, la “europeidad”?
Anticipamos un extracto de su intervención que se publicará íntegramente en la actas del Congreso
Reducir Europa a un mero espacio geográfico y económico significa olvidar que si lo que tratamos es de fundar una comunidad humana tenemos que (...) situar las relaciones económicas en el nivel y la categoría de medios. Porque una comunidad humana es mucho más que eso: reclama el asentimiento indiscutido de todos sus miembros a un orden de valores que en su propia naturaleza se reconocen como indiscutibles. Este conjunto de valores, forma de ser o cultura, a juicio de los historiadores, existe y es lo que constituye la “europeidad”.
La conciencia europea nace de la unión entre los dos herederos del Imperio romano, germanos y latinos. Pero, ¿qué tenían en común dos grupos humanos que llevaban cinco siglos luchando y que, aparentemente, no compartían esa cultura de la que hablábamos antes? El vínculo que permitía dicha unión era el cristianismo. Todos compartían la misma fe.
Cuatro grandes creadores
Así como fueron cuatro los promotores de la moderna Europa –Monnet, De Gasperi, Adenauer y Schuman–, cuatro son los santos a los que debemos la creación de la “europeidad”: Benito, quien enseñó que la libertad nace del cumplimiento del deber; Gregorio Magno, que explicó con la acción y la palabra que no deben tenerse en cuenta diferencias étnicas cuando se trata de comunicar la plenitud que reviste la naturaleza humana; Isidoro, quien nos dijo que el saber sirve para enriquecer la conciencia, permitiendo al hombre crecer; y Bonifacio, el misionero que abatió a golpes la encina de la superstición, enseñó a los germanos que Roma era, también para ellos, la cabeza suprema de donde nace la vida. (...)
Así, y tras la pérdida de las diócesis africanas, los europeos comenzaron a considerarse a sí mismos como la suma de cinco naciones: Italia e Hispania conservaban su nombre latino, y Francia, Inglaterra y Alemania (Deustchland, esto es, país de los teutones) asumían la nueva identidad germánica. Políticamente se establecía una superioridad germánica, pero culturalmente todas se servían del latín. (...) Durante toda la Edad Media –y hasta bien entrado el siglo XVI–, los usos y costumbres particulares y las lenguas vernáculas no alteraban la unidad sustancial que les proporcionaba el patrimonio heredado, patrimonio que se basaba en tres elementos bien identificables: el antropocentrismo griego, la jurisprudencia romana y el sentido de la trascendencia cristiano –que es una herencia judía–. Sobre ellos se construyó la cultura medieval europea de cuya herencia todavía vivimos.
Cambios políticos y sociales
Europa asistió, en estos primeros tiempos, a una serie de cambios, políticos y sociales. Destaca en primer lugar el concepto de ciudadanía, ya no limitado a una parte de los moradores del Imperio, sino abierto a todos: Ahora el cristianismo aportaba un valor supremo y distinto: todos los seres humanos, criaturas que portan imagen y semejanza de Dios, son ante Él iguales. Además, se sustituye la königtum germana –que sólo era un caudillaje militar– por el rex, cuya principal característica será que se encuentra sometido a la ley de Dios. El rey no tiene el “derecho”, sino el “deber” de reinar. Se pusieron entonces los cimientos para construir el nuevo edificio político que caracteriza a la europeidad (...) la ley no es la voluntad del que manda, sino la costumbre consolidada de cada nación (...) enriqueciéndola con el recurso al Derecho romano (...). A esa costumbre se hallaba sujeto el rey, que juraba cumplirla. Pero por encima de ella se impone la ley de Dios.
Los cambios sociales también son fruto del cristianismo. Nació así la figura del vasallaje, que no es una versión atenuada de la antigua esclavitud, como nos han querido hacer creer los historiadores marxistas, sino que señor y vasallo se relacionaban por medio de un juramento de recíproca fidelidad; pero sólo las personas libres pueden firmar un juramento válido. Así pues, ser vasallo significaba ser libre. De hecho, cuando este juramento se hizo global –el monarca y toda la nación se juraban fidelidad mutua–, el documento a que dio lugar se llamó Carta Magna, el mismo término que usamos cuando queremos elogiar nuestras Constituciones modernas.
Nació también la Monarquía, apoyada en el principio según el cual entre rey y reino existe una especie de pacto o relación contractual. (...) Esta forma de estado acabaría generando un régimen típicamente europeo que ha sobrevivido incluso en aquellos países que han sustituido la Corona por una presidencia de la República: se trata de separar la autoridad arbitral, que garantiza el cumplimiento de la ley, del poder sencillamente ejecutivo
La Cristiandad
Cuando en el siglo IX se desintegró el imperio carolingio, el término “Europa” pasó a un segundo plano y se comenzó a utilizar “Cristiandad”, que expresaba tanto una conciencia de comunidad (la Universitas christiana) como una forma de gobierno (Respublica christiana). (...) En ambos casos se estaba evocando el cristianismo como sustantivo y no como calificativo. Por encima de las diferencias de todo tipo subsistía la de pertenencia al cristianismo. En definitiva, ante Dios, última ratio, todos los europeos eran iguales y estaban sometidos a juicio en el fin de sus días, tanto más riguroso cuanto mejores fueran las condiciones en que pudo desarrollar su existencia, incluido el rey. Por eso, si bien la legitimidad de origen dependía del misterioso designio de Dios, la legitimidad de ejercicio era superior, pues, si faltaba, el rey se convertía en un tirano.
Tomaron cuerpo así los instrumentos que permitían controlar esta segunda legitimidad: las Cortes, en España, equivalentes al Parlamento inglés, los Estados generales franceses o la Dieta alemana. Como una maduración de las mismas pudo abrirse camino una fecunda doctrina, que también puede considerarse típicamente europea. Pues el ejercicio de la supremacía se produce en dos esferas que son muy distintas: autoridad y poder. La autoridad, buena en sí misma, es la encargada de redactar las leyes, ordenadas al bien común; el poder, un mal necesario, es el instrumento para corregir y castigar a quien incumple la norma.
La ruptura del equilibrio
En el siglo XIII, Europa parecía haber alcanzado el equilibrio. Tras la batalla de las Navas de Tolosa, el dominio musulmán en la Península pasó a ser minoritario. El IV Concilio de Letrán abrió el período que los coetáneos llamaron “la gran paz”. Pero duró poco tiempo. El crecimiento demográfico no se vio acompañado por un aumento en la producción y el hambre, la peste y la guerra se adueñaron del continente. (...) La crisis desembocó en profundos odios y causó tremendo daño a la Iglesia (...). Y sobrevino, dolorosamente, la división.
La crisis económica tuvo como consecuencia el nacimiento del primer capitalismo: la actividad comercial y el deseo de acaparar riquezas se colocaron en primer plano. Las monarquías se pusieron al servicio de los intereses económicos.
Al mismo tiempo, se produjo una escisión en el pensamiento filosófico y teológico. Por un lado, los discípulos de Tomás de Aquino, manteniendo su obediencia a Roma y la tradición de la Iglesia, descubrieron las dimensiones racionales de la naturaleza humana: la capacidad racional, que permite los conocimientos experimental y especulativo; y el libre albedrío, que guía la voluntad hacia lo que es recto. Así se llegó a definir los tres derechos naturales del hombre: la vida, la libertad y la propiedad.
En el otro lado estaban los continuadores de Guillermo de Ockham y Marsilio de Padua, que sostenían que la razón sólo puede conocer lo que le permiten los sentidos (a esto lo llamaron “ciencia moderna”, extendiendo sus dimensiones a todos los aspectos de la vida humana) y que el libre albedrío no existe, porque la naturaleza humana está sustancialmente dañada por el pecado. Europa se dividió en dos –«latinos contra germanos»– y las guerras, de dureza creciente, se sucedieron. Al final los católicos fueron vencidos gracias a Richelieu, un cardenal que pensaba que los derechos de la Monarquía francesa debían estar por encima de otras consideraciones. Y, en 1648, se negociaron en Westfalia las paces que consagraban la división definitiva de Europa. Pero, si se negaba la guía moral que hasta entonces había representado la Iglesia, no quedaba más remedio que confiar al Estado el poder absoluto, un poder absoluto sin reconocimiento del orden moral, lo que lo convierte en un monstruo –el Leviathan de Hobbes– que Inocencio X se encargó de desvelar y condenar.
Una amarga lección
La paz ya no se basaba en la Christianitas, sino en el equilibrio entre las potencias: era necesario evitar la hegemonía de una nación. (...) Había en todo esto una contradicción, pues el que se considera a sí mismo el más fuerte tiende a imponerse a los demás. Esto hizo Luis XIV en el medio siglo siguiente (...) No hubo paz, sino guerra. Ni, tampoco, unidad religiosa fuera del catolicismo. El orden moral fue sustituido por la “razón de estado”.
Europa se vio envuelta en una serie de guerras tan “normales” que llegaron a convencer a (...) von Klausewitz de que la paz no era otra cosa que un descanso entre dos guerras. La revolución francesa convirtió los derechos humanos en el resultado del consenso, lo que permite, como ahora vemos, modificarlos, introduciendo incluso normas contra natura; y desembocó en el Terror y después en la dictadura de Napoleón. Y la revolución rusa demostró que toda revolución conduce al fracaso. Al tiempo que las guerras y revoluciones se sucedían, las grandes culturas no europeas se apoderaban de su ciencia y de su técnica, «el nuevo rapto de Europa». La falta de diálogo entre dos posturas que, partiendo de la misma base, se encerraron en sí mismas sólo produjo división y muerte. No olvidemos la amarga lección.
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