Historia de Andraus, uno de los mejores intérpretes de los que disponen los corresponsales italianos en la capital iraquí. La seguridad de su familia, la comida que hay que comprar, las noticias de los periódicos y las no escritas. La misa dominical, donde se reza y se escucha la esperanza
Se llama así: Andraus. A veces, en público, le llamamos Yussuf, para que no sepan que es cristiano. Es el mejor de los intérpretes que trabajan con la prensa italiana en Bagdad. Su acento revela que en el colegio aprendió francés, y esto, unido a su aspecto bonachón, un poco redondo, a su mirada despierta y a su tez pálida le haría no desentonar en cualquier placita de Provenza, mirando una partida de bolos, o atravesándola con una baguette bajo el brazo. Sólo hay un detalle que revela su pertenencia a Bagdad: su sonrisa, que es la sonrisa tímida y torcida de quien ha perdido algunos dientes, y no es el momento de sonreír abiertamente.
Las cosas que hay que hacer
Hay otras cosas que hacer: acompañar a la escuela a sus dos hijos, y recogerles a la salida, porque los secuestradores pueden codiciar incluso los pocos dólares de un intérprete. Hay que comprar comida en abundancia, como para resarcirse después de una penuria demasiado larga: es la única debilidad de Andraus, y quizás también de su señora, a quien le lleva, como si fuera una bandeja real, cajas enteras de uvas y paquetes de margarina. Todo ello desaparece en complicados platos como sólo las mujeres encerradas en casa pueden preparar, y que a Andraus le provocan algunos pinchazos en la barriga, algunos dolores de cabeza persistentes, y una pesadez en la espalda, a la altura de los riñones. Por lo demás, Andraus es perfecto. Un hombrecito que todas las mañanas atraviesa el hall de hotel con un paquete de periódicos bajo el brazo. Lee con dos miradas distintas. La primera es la mirada de sus clientes italianos, las noticias que acabarán en una crónica: los entresijos que explican un ataque en Faluya, el coche bomba contra un ministerio, las negociaciones con Moqtada. La segunda es su mirada personal, a las noticias que no acabarán en una crónica, y que constituyen una especie de horóscopo personal, respiradero del destino familiar: el atentado contra un autobús en que viajaban siete cristianos, el cierre de otra tienda de alcohol, la pintada sobre el escaparate de un modesto salón de belleza. Sólo raramente las dos miradas coinciden: se necesita un atentado contra una iglesia, o una declaración del nuncio, o la oración de un obispo por los rehenes. Y después, cuando los periódicos se cierran, listos para ser resumidos, están las noticias no escritas, las noticias que son sólo un diario personal de Andraus: la familia cristiana que está haciendo papeles para dejar el país, la noticia de que también en el nuevo documento de identidad estará impresa la religión a la que se pertenece, los rumores sobre el estado de salud de Tarek Aziz, que durante mucho tiempo fue una especie de santo protector para la minoría, y que ahora es un detenido que parece destinado a pagar no sólo las culpas del régimen, sino también este toque de presentabilidad que supo darle, y ese mísero privilegio que evitó a su minoría las persecuciones que les tocaron a otros, hoy dispuestos a pedir cuentas.
Una nacionalidad, una maldición
«Estás contento cuando ves a los americanos, ¿no?», le dijo un vecino de casa el otro día. «No», dijo Andraus sin más comentarios. «¿No son cristianos como tú?», le dijo su vecino. A veces le hablo de los cristianos de Beit Jala y de Belén, en Palestina, que no lo pasan mucho mejor, para consolarle. A veces le recuerdo la nueva constitución, en la que se enumeran los derechos de grupo e individuales. A veces le digo que podría rehacer su vida, en Francia o en Italia. Menea la cabeza, como si pertenecer a Iraq fuera una maldición que no se puede uno quitar de encima, y apuesta más bien por esos desplazamientos milimétricos de familias cristianas que cambian de barrio o de provincia, y se mimetizan en otro lugar, lejos incluso de la única caricia familiar, esa misa del domingo por la mañana donde los niños juegan en los escalones de la iglesia, antes de que sus padres les llamen, por miedo a las bombas, donde cada uno enciende una vela a la Virgen de una cueva que parece de un belén gigante, donde las chicas miran sus vestidos nuevos y los viejos cuentan las ausencias de la comunidad, y después todos juntos se disponen a rezar y a escuchar las palabras de la esperanza, como cualquier domingo.
*Enviado especial de Tg5 (telediario italiano de Canal 5) en Bagdad
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