Conocer a John, la boda, el traslado a Canadá, el nacimiento de cuatro hijos y muchos acontecimientos que nos abrieron a una experiencia cada vez más grande
A lo largo de estos años, nuestro matrimonio ha estado sostenido por las palabras que nos dirigió don Giussani cuando nos casamos: «La grandeza de vuestra decisión no estriba en haber elegido el matrimonio en lugar de otra vocación. La vocación es Dios quien la da, es siempre Dios quien elige. Vuestra grandeza está en no haber reducido el signo que sois mutuamente a su aspecto meramente natural y haber aceptado que esta vocación coincide con la construcción de la Iglesia, gloria de Cristo en el mundo».
Antes de casarme –hace dieciocho años– estuve dos años en Moscú, como profesora en la escuela italiana. A pesar de no pertenecer a los Memores Domini, vivía con una chica del Grupo Adulto. Durante esos dos años vivimos muy discretamente porque eran todavía tiempos de comunismo y no podíamos expresar de forma visible nuestra pertenencia a la Iglesia. Poco a poco, a medida que vivía con esta mujer percibía que reconocer la presencia de Cristo –que se manifestaba a través de ella y de otras personas– era la única posibilidad de salvar mi humanidad y de que se cumpliera la fecundidad que deseaba para mi vida.
Invitados a todas horas
Poco después conocí a John. A raíz del noviazgo, consideramos la posibilidad de irnos a vivir a Canadá, donde todavía no había ninguna comunidad de CL. Me daba un poco de miedo porque sabía que también mi matrimonio debía ser sostenido por un ámbito de relaciones más grande. En Moscú con Elena había alcanzado la certeza de que siempre podía reconocer a Cristo, entonces a través de su rostro y más tarde a través del de John. Ahí residía, en definitiva, la posibilidad de ser feliz.
Al poco tiempo de casarnos y de trasladarnos a Canadá, fueron naciendo nuestros cuatro hijos y, al dilatarse nuestra unidad, creció el deseo de conocer otras personas y abrir las puertas de nuestra casa.
Así fue. John invitaba a todas horas, sin tener en consideración el ritmo de los niños. Yo muchas veces tenía la tentación de echar el freno: nunca se sabía a qué hora se tenían que ir los niños a la cama, quién tenía que ir al colegio, quién tenía deberes que hacer… A pesar de mi resistencia y mis dudas, me daba cuenta de que poco a poco nuestros amigos se iban convirtiendo en amigos de nuestros hijos, que nuestra compañía iba siendo un lugar que educaba, que les ofrecía una dimensión grande de la vida. Por ello, seguimos abriendo nuestra casa y continuamos conociendo a más gente: desde el director del periódico de Montreal a nuevos amigos, a personas que necesitaban nuestra ayuda de varias maneras. Recuerdo una anécdota relacionada con un obispo que estuvo con nosotros en la Asamblea Internacional.
Con monseñor Wingle
Carras había conocido a monseñor Wingle, entonces obispo de Nueva Escocia, un paraje precioso bañado por el Atlántico. Allá por mayo o junio John me dijo: «Este año no he podido ir a verle porque he tenido muchos compromisos. ¿Por qué no vamos con los niños a pasar las vacaciones a su casa?». Me quedé un poco perpleja, y pensaba para mis adentros: «¡Es imposible!, ni siquiera se puede hablar tranquilamente, ¡con lo que cuesta que se porten bien!». Llegamos allí, tras dieciocho horas de viaje y encontramos a monseñor Wingle pertrechado con pistolas de agua, dispuesto a jugar con nuestros hijos…
Las madres del colegio
Otro sitio en el que he conocido a mucha gente fue el colegio de nuestros hijos. Dado que Canadá es un país bilingüe, decidimos llevarles al colegio francés, donde iba conociendo a muchas madres a las que invitaba y con las que empecé una amistad. Me daba cuenta de que la fidelidad a la amistad con ellas era un gesto totalmente gratuito. En Norteamérica existe una enorme presión sobre las madres: deben ser perfectas y educar a los hijos para ser los mejores de la clase. Tarde o temprano no soportan este peso. A pesar de mis invitaciones, ninguna pertenece al movimiento, pero se dan cuenta de que hay algo misterioso en la compañía que les ofrecemos, de forma que muchas quieren que sus hijos estén con los nuestros.
Para esta forma de concebir nuestra casa ha sido fundamental la llegada a Montreal de una chica del Grupo Adulto. Por una serie de circunstancias tuvo que vivir durante seis meses en nuestra casa. Su estancia ha sobrepasado totalmente cualquier expectativa porque, según pasaba el tiempo, me iba dando cuenta de que había entrado en nuestra casa para ser la compañía inesperada de Cristo y, por tanto, para recordarme que los demás (mis hijos, John y los amigos que me rodean) son Su presencia para nosotros.
Estas reflexiones manifiestan mi gratitud por lo que dice la Escuela de comunidad: el valor de cada gesto está en su ofrecimiento. Aunque a veces no lo recuerde, es una certeza que me da paz y a la que siempre puedo volver para experimentar el perdón que regenera.
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