Lorenzo Ornaghi, rector de la Universidad Católica del Sacro Cuore de Milán interviene sobre el segundo factor de Educar es un riesgo: «Se trata de mostrar lo más concretamente posible que entre hablar de la tradición y obrar en el presente no hay ningún grado de discontinuidad afectiva ni de incoherencia ética»
Giussani afirma que el modo de comunicar la tradición y el pasado debe ejercer una fascinación sobre el presente, es decir, debe mostrar las razones que permiten captar su valor y su incidencia...
La clave es ciertamente la palabra “razones”. Dar las razones es siempre mostrar, conforme a la categoría de la evidencia. En el ámbito educativo, se trata de mostrar lo más concretamente posible que entre hablar de la tradición y obrar en el presente no hay ningún grado de discontinuidad afectiva ni de incoherencia ética. Esta conexión –que siempre se da a nivel de la experiencia– constituye, entre otras, la apertura más sincera hacia el futuro y el ingreso verdadero en el mañana. El presente, en efecto, no es un paréntesis aislado. La rica formulación de don Giussani permite salvaguardar la experiencia presente como una disposición continua a la novedad perenne. Resulta así imposible caer en la peligrosa concepción que considera el futuro ya del todo contenido en el pasado (lo cual es una verdadera declaración de esterilidad, a la que se inclina con demasiada frecuencia la cultura occidental).
Se entiende, entonces, que la pregunta justa que hay que suscitar en los jóvenes no es “¿qué tengo que hacer?”, sino “¿qué soy yo?”.
Exactamente. La pregunta “¿qué soy yo?” supone el reconocimiento progresivo de mi ser. A partir de ahí, comprendo que el deber no es algo que se me impone desde fuera (a lo mejor, de manera violenta) y, por lo tanto, inevitablemente limitante, sino más bien una consecuencia deseada de mi ser. Las modalidades con las que voy a realizar luego el poder-ser y el deber-ser emergerán de algún modo por sí mismas, mediante los signos de la realidad. En fin, si somos educados en la modalidad verdadera del método de la respuesta, mucho más sencilla resulta la pregunta “¿qué soy yo?”; al contrario de las primeras dos que, más allá de la apariencia, resultan mucho más difíciles e insidiosas, porque nos llevan a una maraña de hipótesis carente del criterio de un orden unitario.
¿Cómo describiría la raíz de una falsa educación?
Utilizando las palabras de Giussani en Educar es un riesgo, diría que es «el prevalecer de la ideología sobre la observación». La ideología –es algo que se aprende de todas las ideologías de la historia y de la política– se presenta siempre como una “verdad” comunicada y propuesta para creer (o impuesta) prescindiendo de su mayor o menor aproximación a la realidad. La observación constituye, en efecto, un válido antídoto contra todo contenido mentiroso o pseudo-realista. La observación no tiene un carácter espontáneo, sino que es una observación educada, educada en la inteligencia del ser.
En su experiencia personal de docente en relación con un alumno, ¿dónde está el límite entre proponer e imponer?
Se encuentra en cultivar la libertad: si reconozco que soy libre y la misma e irreducible libertad la reconozco en quien tengo delante, el límite entre proponer e imponer me resulta claro inmediatamente. De lo contrario, el confín se vuelve malévolamente lábil o, como decíamos antes, ideológico.
Giussani identifica dos factores imprescindibles para que pueda darse un auténtico renacimiento cultural: un interés por todo y una certeza de fondo. ¿Qué opina de ello como rector?
Lo comparto plenamente. Quiero destacar que no se trata sólo del interés por todo y de la certeza de fondo del individuo; sólo cuando esta doble experiencia personal llega a ser colectiva y se difunde –más aún y mejor expresado–, llega a ser comunitaria, se produce un renacimiento cultural auténtico. Repetir que la universidad, como vida y como institución, se apoya en una pertenencia comunitaria fuerte, explícita y aceptada, es la tarea a la que todo rector debe sentirse llamado.
¿Es una vocación educar?
Si queremos mantener el sentido pleno de la palabra vocación (“ser llamados” y a nuestra vez “llamar”), debemos responder con convicción que sí. No importa discutir luego si se trata de una vocación preeminente con respecto a otras. Ciertamente, no es un oficio para farsantes.
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