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El corazón, campo de batalla entre la salvación y la ruina

Metropolita Filaret
23/08/2010

Eminencia Reverendísima, señor cardenal Peter Erdö, estimados participantes y organizadores de este forum cristiano europeo, muy queridos hermanos y hermanas:
Este año el Señor nos ha reunido aquí en Rimini para que nuestra mirada interior pueda escrutar en lo más profundo de nuestros corazones. No en los corazones de los que nos han precedido o de aquellos que tenemos a nuestro lado… No, el hombre sólo puede encontrar la verdad sagrada en su propio corazón.
Esta verdad abre a cada uno de nosotros al misterio futuro: ¿qué será del mundo, de Europa, de mi patria y, en definitiva, de mí? No se trata simplemente de la forma que tendrán las desventuras o la prosperidad por venir. En lo más profundo del corazón, todas las preguntas se llevan hasta el extremo y el futuro determina de forma categórica: será la salvación o la ruina, la muerte.

La conciencia, semilla de la salvación
Según la palabra de Nuestro Señor Jesucristo, es del corazón de donde sale a través de la boca todo lo que contamina al hombre: pensamientos malvados, mentiras y malas palabras (Mt 15, 18-19). Pero al mismo tiempo, el corazón del hombre es también el órgano de su comunión con el Creador en el lenguaje de la conciencia.
(...) Una persona que busque la luz puede madurar y crecer en santidad, mientras que otra que se deje llevar por vicios y pasiones puede llegar a ahogar su propia conciencia y perder el interés por cualquier ley moral. Pero la conciencia es inmortal, como el alma. En un incendio puede arder hasta el corazón más endurecido, y llegar en un instante a tal punto de arrepentimiento al que quizá uno de los justos no llegaría en toda su vida…

El corazón como un campo de batalla
(...) Hay un significado profundo y muy simbólico en el hecho de que el lema central del Meeting de Rimini se haya formulado bajo la influencia del genio creativo del escritor ruso Fëdor Michajlovic Dostoievski. Y más concretamente, bajo la influencia de las revelaciones fundamentales de su conciencia, de su fe cristiana y de su naturaleza ortodoxa.
No dudo de que todos aquí conocéis bien el pensamiento de Dostoievski sobre el corazón como un campo de batalla… El mundo ortodoxo ruso y el del pensamiento tienen gran estima por esta afirmación del escritor. Pero me permito recordar el contexto en que nace, en la novela Los hermanos Karamazov, de los labios de uno de los personajes centrales: “¡La belleza es algo terrible, espantoso! Aquí las dos orillas se juntan, aquí todas las contradicciones coinciden... Lo que a la mente puede parecer ignominia, al corazón le parece pura belleza… Lo que da miedo es que la belleza no sea sólo espantosa sino también misteriosa. Aquí el diablo combate contra Dios, y el campo de batalla es el corazón del hombre” (Parte 1, Libro 3).
El protagonista del relato observa con horror que la belleza es un concepto indefinible y que lo que para uno es bellísimo para otro puede ser repugnante. Y viceversa. Y no estamos hablando en absoluto de categorías estéticas, sino más bien morales, el objeto del discurso es la belleza del ser humano. Si tratamos de llevar esta idea a nuestra vida cotidiana y a los acontecimientos que suceden en el mundo, veremos cómo la fórmula de Dostoievski sobre el corazón humano como campo de batalla entre el diablo y Dios es perfecta y universal. En las contradicciones familiares y en los conflictos internacionales, en la lucha entre los que se esfuerzan por mantener el orden y los que infringen las normas de la convivencia civil, en los enfrentamientos étnicos y nacionalistas, en los procesos de formación y desarrollo de los sistemas democráticos en Europa y en el mundo, vemos que en todas partes, como dice Dostoievski, las “dos orillas se juntan” y “todas las contradicciones coinciden”.

Permanecer con Cristo
Me parece que Dostoievski es uno de los escritores más amados y conocidos del mundo porque en todos sus argumentos y personajes habla a los lectores sobre la conciencia (...). Tenemos el derecho de preguntarnos dónde habrá encontrado el criterio auténtico para valorar la belleza y la deformidad de la vida humana. ¿Dónde ha visto el ideal perfecto, que permita al mundo renacer? ¿En qué consiste esa belleza que salvará al mundo, como creía firmemente Dostoievski?
En torno al 20 de febrero de 1854, cuando acababa de cumplir su condena a trabajos forzados, Dostoievski escribió en una carta su reconocimiento más hermoso: “He forjado un símbolo de fe, para mí claro y sagrado. Un símbolo sencillísimo: creer que no hay nada más bello, profundo, amable, razonable, sólido y perfecto que Cristo; y no sólo que no existe sino... que no puede existir. Hasta tal punto que si uno me demostrase que Cristo está fuera de la verdad, y efectivamente fuese así, es decir, si la verdad estuviera fuera de Cristo, yo preferiría permanecer con Cristo antes que con la verdad”.

La conciencia como hilo conductor de la historia
Puesto que estamos hablando de la conciencia, debemos ser honestos los unos con los otros, y juntos frente al mundo que nos rodea. La historia de los cristianos es una historia de hombres, es también nuestra historia, con nuestros impulsos hacia el bien y nuestras caídas, con nuestras lágrimas, sudor y sangre, con nuestras contradicciones y paradojas. Nuestra conciencia cristiana a veces da testimonio contra nosotros mismos, pues no existe un hombre libre de pecado.
Así pues, tanto la Iglesia de Occidente como la de Oriente atestiguan una verdad en su disputa histórica. De nuestra falsedad interior preferimos hablar en voz baja y en la intimidad. La actitud diplomática que católicos y ortodoxos asumen entre sí a menudo no sirve más que para acallar las contradicciones que gritan al Cielo pidiendo una solución que no encuentran.
Precisamente por eso la Persona de Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad es el ideal indiscutible, el criterio perfecto, la belleza incorruptible que está por encima de todos, en todo y para todos.

La eterna pregunta sobre la posibilidad de creer
(...) Me atrevo a suponer que la ausencia de un ejemplo personal de vida en la fe, la falta de experiencia personal de un seguimiento afectuoso de los preceptos evangélicos no constituye sólo una profunda tragedia personal para el cristiano sino que es el arma más destructiva en la batalla que el infierno ha declarado contra la Iglesia terrena.
En mi opinión, sobre esta contradicción se fundamenta el problema formulado por Dostoievski en los cuadernos de la novela Los demonios, en relación a la figura de Stavrogin: “La fe se reduce a este problema angustioso: un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, creer verdaderamente en la divinidad de Jesucristo, el hijo de Dios?”.
Reducir esta pregunta a una correlación dialéctica entre creer y saber, entre fe cristiana y cultura laica, significaría reducir considerablemente el problema. Estamos hablando del pensamiento del hombre europeo, de la íntima conciencia religiosa de los habitantes del Viejo Continente. Es interesante destacar que Dostoievski hace esta pregunta al inicio de los años setenta en el siglo XIX, pero es algo que ya se había madurado antes, al menos en los dos siglos precedentes, el XVII y el XVIII.
Y ahora, al terminar la primera década del siglo XXI, lo volvemos a poner en el orden del día. En todo este tiempo Europa ha cambiado completamente, el hombre europeo ha cambiado hasta hacerse irreconocible… Pero la pregunta sigue siendo la misma. ¿Por qué?
Porque las dudas son inseparables de la fe. Pero superar las dudas y mantenerse en la fe sólo es posible a través del trabajo de una conciencia viva, que no calla sino que quema la mentira en la que el corazón está atrapado y esconde el pecado que inquieta al alma. Si se acalla la conciencia (se puede hacer, ¡hay muchas maneras!), como consecuencia nace el deseo de eliminar la fe, como un obstáculo que impide “corromperse y seguir pasiones engañosas” (…).

“¡Creo, Señor! Ven a ayudarme en mi incredulidad”
La situación de la conciencia europea actual encuentra un punto sin parangón en la historia de la curación del joven sordomudo endemoniado, que narra el apóstol y evangelista Marcos (Mc 9, 14; 29). Los escribas y discípulos de Cristo discutían sobre por qué ninguno de ellos era capaz de cazar al espíritu maligno que desde pequeño atormentaba al muchacho, sacudiéndole en el suelo, haciéndole escupir espuma, rechinar los dientes, endurecerse, que lo tiraba al fuego o al agua para hacerlo perecer. Hablando con su padre, éste le pide que lo cure, y Jesús le dice: “Todo es posible para el que cree”. A lo que el otro responde entre lágrimas: “¡Creo, Señor! Ven a ayudarme en mi incredulidad”. Jesús grita al espíritu impuro, que dejó al niño (…).
Me parece importante llamar la atención sobre las palabras clave de esta historia: “Todo es posible para el que cree”; y: “¡Creo, Señor! Ven a ayudarme en mi incredulidad”. Esta provocación de Dios al hombre y esta respuesta del hombre a Dios representan el modelo universal de relación con Dios. Teniendo en cuenta todo lo anterior, podemos ver en este modelo la posibilidad de superar, con la ayuda de Dios, la duda, esta eterna compañera de una fe ardiente y de una conciencia aguda.
El hombre de hoy es un ser muy ingenuo. Su seguridad infantil en la perfección del saber adquirido, su credulidad adolescente en los estereotipos del pensamiento y comportamiento dominantes serían inicuos si no se valiese de ellos el espíritu impuro, si no animaran su deseo de hacer perecer al hombre. El problema no es si el hombre se da cuenta de todo esto: llegará el momento en que entenderá todo de inmediato. Para nosotros, cristianos de Europa, lo importante es que al menos algunos de nosotros sean capaces de pedir a Dios la curación de este niño enfermo.
¡Es importante que nosotros tengamos fuerza y coraje para creer y pedir al Señor! Pedir que nos ayude en nuestra incredulidad frente a la posibilidad de que el bien triunfe incluso para el pecador más inveterado, que nos ayude en nuestras dudas sobre la justicia del destino que Dios nos ha preparado, que nos ayude en nuestra conciencia, que se esconde bajo las brasas, para que pueda estallar con ardor y eliminar nuestra indiferencia, nuestra timidez y nuestra ambigüedad.
En definitiva, pedir que el Señor nos ayude en nuestra fe en el hecho de que todo es posible para el que cree. Porque no es en palabras sino en hechos donde nosotros podemos corroborar la afirmación de Dante Alighieri, según la cual las líneas que dibujan el rostro humano se pueden sintetizar en las letras de dos palabras: Homo Dei – Hombre de Dios.
Entonces estaremos en condiciones de explicar al mundo el significado de las palabras que San Agustín dirige a Dios: “Nos has hecho para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que encuentra descanso en Ti”.
Fragmentos de la intervención del Metropolita de Minsk y Sluck sobre el tema “Un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, creer verdaderamente en la divinidad de Jesucristo, el Hijo de Dios?”

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