Va al contenido

PALABRA ENTRE NOSOTROS

«Simón, ¿Me amas?» El inicio de una nueva moral

Luigi Giussani

Anticipamos un capítulo del nuevo libro de Luigi Giussani, Stefano Alberto y Javier Prades, titulado Generare tracce nella storia del mondo (Ed. Rizzoli)

El capítulo vigésimo primero del Evangelio de Juan es la documentación fascinante del nacimiento histórico de la nueva ética. La historia concreta que se relata es la clave de la concepción cristiana del hombre, de su moralidad en la relación con Dios, la vida y el mundo.
Los discípulos volvían, al alba, tras una larga noche en el lago en la que no habían pescado nada. Al acercarse a la orilla ven en la playa una figura ocupada en encender un fuego. Después verían que sobre las brasas había peces prepara­dos para ellos, para saciar su hambre a esa tem­prana hora de la mañana. Tras un momento de intenso silencio, Juan le dice a Pedro: «¡Es el Señor!». Entonces los ojos de todos se abrieron y Pedro se tira al agua, tal y como está, y llega el primero a la orilla. Le siguen los demás. Ha­cen un corro, en silencio: ninguno se atreve a preguntarle quién es porque todos saben que es el Señor. Sentados para comer, cruzan alguna que otra palabra, y todos están intimidados por la excepcional presencia de Jesús, Jesús resuci­tado que ya se les había aparecido más veces.
Simón, cuyos muchos errores le habían con­vertido en el más humilde, sentado también en el suelo frente a la comida preparada por el Maes­tro, mira al que tiene al lado y con asombro y te­mor ve que es Jesús. Entonces aparta la mirada y se queda así, cohibido. Pero Jesús le habla. Pe­dro piensa para sí: «¡Dios mío, Dios mío, cuán­tos reproches me merezco! Ahora me va a decir: "¿Por qué me has traicionado?"». La traición ha­bía sido su último gran error, pero toda su vida, incluso en la familiaridad con el Maestro, había sufrido tribulaciones debido a su carácter impe­tuoso, a su temperamento fuerte por le hacía lan­zarse sin medir las consecuencias. Se juzgaba a sí mismo a la luz de sus defectos. Aquella trai­ción había sacado a relucir todos sus fallos, que él no valía nada, que era débil, débil hasta dar lástima. «Simón... » - quién sabe qué escalofrío le recorrió el cuerpo mientras escuchaba esa pa­labra que le llegaba al corazón -, «Simón ... - y quiso levantar la mirada a Jesús - ... ¿me amas?». ¿Quién se podía esperar esa pregunta? ¿Quién habría sospechado algo así?
Pedro era un hombre de cuarenta o cincuenta años, con familia e hijos, y sin embargo, ¡era como un niño frente al misterio de ese compa­ñero que había encontrado al azar! Imaginémo­nos cómo se sentiría traspasado por esa mirada que le conocía hasta el fondo. «Te llamarás Ce­fos»: (1) su genio estaba plasmado en esa palabra, "piedra", y lo último que se podía esperar era lo que el misterio de Dios y misterio de aquel Hombre - Hijo de Dios - iban a hacer con esa piedra, de aquella piedra. Desde el primer encuentro Él se hizo dueño de su ánimo, invadió su corazón. Con esa presencia en el corazón, con la memoria continua de Él, miraba a su mujer, a sus hijos, a los compañeros de trabajo, a amigos y extraños, a personas y multitudes, con Él pen­saba y se dormía. Aquel Hombre se había con­vertido para él en una gran, inmensa revelación aún sin esclarecer.
«Simón, ¿me amas?». «Sí, Señor, yo te amo». ¿Cómo podía decir eso después de todo lo que había hecho? Ese «sí» era la afirmación del re­conocimiento de un bien supremo, de una supre­macía innegable, de una simpatía que arrollaba a todas las demás. Todo quedaba recogido dentro de aquella mirada entre los dos: la coherencia y la incoherencia pasaban por fin a un segundo plano frente a la fidelidad que sentía como carne de su carne, frente a la forma de vida que ese en­cuentro había plasmado.
De hecho, no hubo ningún reproche. Resonó la misma pregunta: «Simón, ¿me amas?». Seguro, pero tímido y temblando, respondió de nuevo: «Sí, te amo». Pero, la tercera vez, la tercera vez que Jesús le dirigió la misma pregunta tuvo que pedirle al mismo Jesús que se lo confirmara: «Sí, Señor, tú lo sabes, tú sabes que te amo. Mi entera preferencia es por ti, la preferencia de mi alma, toda la preferencia de mi corazón. Tú eres la preferencia absoluta de mi vida, el bien su­premo de las cosas. Yo no sé cómo, no sé cómo decirlo y no se cómo es, pero a pesar de todo lo que he hecho, a pesar de todo lo que pueda hacer todavía, te amo».
Este "sí" es el origen de la moralidad, el pri­mer soplo de moralidad en el desierto árido del instinto y de la pura reacción. La moralidad hunde sus raíces en ese "sí'' de Simón y este "sí'' puede arraigar en la tierra del hombre sólo gra­cias a una Presencia que domina, que se com­prende, se acepta, se abraza y a la que se sirve con todo el impulso del propio corazón que sólo así puede volver a ser como un niño. Sin esta Presencia no existe el gesto moral, no existe la moralidad.
Pero, ¿por qué el "sí'' de Simón a Jesús es el origen de la moralidad? ¿No están antes los cri­terios de coherencia e incoherencia?
Pedro había caído mil veces y, sin embargo, sentía una simpatía enorme hacia Cristo. Consta­taba que todo en él tendía a Cristo, que todo estaba encerrado en esos ojos, en ese rostro y en ese corazón. Los pecados cometidos no podían constituir una objeción y, menos aún, toda su inimaginable incoherencia futura: Cristo era la fuente, el lugar de su esperanza. Aunque le hu­bieran objetado todo lo que había hecho y lo que habría podido hacer, Cristo seguía siendo, en medio de la niebla de esas objeciones, la fuente de luz de su esperanza. Y le estimaba por encima de cualquier otra cosa, desde el primer momento en el que se había sentido mirado por Él: le amaba por esto.
«Sí, Señor, tú sabes que eres el objeto último de mi simpatía, de mi estima suprema»: así nace la moralidad. Y sin embargo, la expresión es genérica: «Sí, te amo»; pero es tan genérica como generadora del cambio de vida perseguido. «Quien tiene esta esperanza en Él, se purifica asimismo como Él es puro». (2) Nosotros espe­ramos en Cristo, en esa Presencia que, por muy distraídos y desmemoriados que estemos, no conseguiremos eliminar - por lo menos no com­pletamente - de la tierra de nuestro corazón por toda la tradición mediante la cual Él ha llegado que hasta nosotros. Espero en Él antes incluso de haber contado mis errores y mis virtudes. Aquí no cuentan los cálculos numéricos. En la rela­ción con Él el número no tiene importancia, el peso medido y mensurable no cuentan y todo el mal que podemos realizar en el futuro tampoco cuenta, no consigue usurpar el lugar principal que ocupa ante los ojos de Cristo el "sí" de Si­món, repetido por mi. Entonces nace un torbe­llino del fondo de nosotros, como un respiro que sale del pecho y embriaga a la persona y la hace actuar, la hace desear actuar de una manera más justa: surge, nace del fondo del corazón, la flor del deseo de la justicia, del amor verdadero, au­téntico, de la capacidad de gratuidad. Igual que el comienzo de cada uno de nuestros movimien­tos no proviene de un análisis de lo que los ojos ven, sino de un abrazo a lo que el corazón es­pera, así la perfección no es el cumplimiento de la ley, sino la adhesión a una Presencia.
Sólo el hombre que vive esta esperanza en Cristo se mantiene toda su vida en la ascesis, en el esfuerzo por tender al bien. Y aún siendo cla­ramente contradictorio, desea el bien. Esto vence siempre, ya que es la última palabra sobre si mismo, sobre la jornada transcurrida, sobre lo que se hace, sobre lo que se ha hecho y sobre lo que se hará. El hombre que vive esta esperanza en Cristo es capaz de mantenerse en las ascesis. La moralidad es una tensión continua a la «per­fección» que nace de un acontecimiento en el que se señala la relación con lo divino, con el Misterio.

La razón última del "sí"
Cuál es la razón última del "sí" dicho por Simón a Cristo? ¿Por qué el "sí' dicho a Jesús vale más que enumerar todos los errores propios y que hacer un elenco de todos los posibles errores futuros que conlleva la propia debilidad? ¿Por qué este "sí' es más decisivo y más grande que toda la responsabilidad moral traducida en detalles en la práctica concreta? La respuesta a estas preguntas revela la esencia última del mandato del Padre. Cristo es el «enviado» del Padre y Aquel que revela al Padre a los hombres y al mundo. «Esta es la vida verdadera: que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a Aquel que has enviado, Jesucristo». (3) Lo más importante es que «te conozcan a ti», que te amen porque Tú eres el sentido de la vida.
«Sí, te amo», dijo Pedro. Y la razón de este "sí' consistía en que había vislumbrado en aque­llos ojos que le habían mirado, aquella primera vez y después, muchas otras veces durante los días y los años sucesivos, quién era Dios, quién era Yaveh, el verdadero Yaveh: misericordia. En Jesús se le desvela la relación de Dios con su criatura, como amor y, por tanto, como miseri­cordia. La misericordia es la posición del Miste­rio frente a cualquier debilidad, error y olvido del hombre: Dios, a pesar de cualquier delito del hombre, le ama.
Esto es lo que sintió Simón, de aquí nace su «Sí, yo te amo».
El sentido del mundo y de la historia es la mi­sericordia de Cristo, Hijo del Padre, enviado por el Padre para morir por nosotros. En el drama de Milosz, el Abad, en un determinado momento, le dice un poco impaciente a Miguel Mañara, que iba todos los días a lamentarse ante él por sus pecados pasados: «Acaba con estos lamentos de niña. Todo esto no ha existido jamás». ¿Cómo que «no ha existido jamás»? Miguel había asesi­nado, violado, había sido injusto ... «Todo esto no ha existido jamás. Sólo Él es». (5) Él, Jesús, se dirige a nosotros, nos sale al encuentro pregun­tándonos una sola cosa: no «¿qué has hecho?», sino «¿me amas?».
Amarle sobre todas las cosas, entonces, no quiere decir que yo no haya pecado o que no vaya a pecar mañana. ¡Qué extraño! Hace falta un poder infinito para tener esta misericordia, un poder infinito del cual - en este mundo terreno, en el tiempo y en el espacio en los que vivimos, durante los pocos o los muchos años que se nos concedan - podemos tomar, obtener la alegría. Porque un hombre, consciente de toda su peque­ñez, se alegra frente al anuncio de esta miseri­cordia: Jesús es misericordia. Él ha sido enviado por el Padre para hacernos saber que la esencia de Dios tiene como actitud suprema hacia el hombre la misericordia. «Te has inclinado sobre nuestras heridas y nos has curado - dice un pre­facio de la Liturgia Ambrosiana - dándonos una medicina más fuerte que nuestras heridas, una misericordia más grande que nuestra culpa. Así también el pecado, en virtud de tu invencible amor, ha servido para elevarnos a la vida di­vina». (6)
De esta alegría nace la paz, la posibilidad de paz. Incluso en medio de todos nuestros infortu­nios, de toda nuestra maldad, de todas nuestras incoherencias, de toda nuestra debilidad, en me­dio de esa debilidad mortal que constituye al hombre, podemos realmente respirar y esperar la paz, generar paz y respeto hacia el otro.
Y respetar al otro quiere decir mirarlo teniendo la mirada puesta en otra Presencia. «Los cristia­nos» como dice la Carta a Diogneto del siglo II " «se tratan los unos a los otros con un respeto in­concebible». (7) La palabra "respeto" (respectus, de re-spicio) tiene la misma raíz que aspicio (mirada) y el re- indica que se sigue teniendo la mirada dirigida a, como alguien que, mientras camina, tiene la mirada fija en un objeto. "Res­peto" quiere decir: «mirar a una persona te­niendo presente a otra». Es igual que mirar a un niño cuando está su madre cerca: la profesora no lo trata igual que siempre, está más atenta si es que tiene un poco de pudor (tal vez, hoy, también esto se ha perdido). Sin respetar lo que tengo en­tre manos, lo que me es útil, lo que aferro para poder usarlo, no es posible tener una relación adecuada con nada. Pero el respeto no puede na­cer del hecho de que lo que tengo delante me sirve: de esta manera lo domino. No, el respeto me permite llegar hasta el fondo de lo que uso. Así el trabajo adquiere dignidad, una ligereza de ánimo mayor incluso en medio de todas las difi­cultades con las que nos levantamos por la ma­ñana. Un hombre que mire a su mujer perci­biendo y reconociendo a Otro, a Jesús, dentro y más allá de la figura de su mujer, puede respe­tarla y venerarla, estimar su libertad que es rela­ción con el infinito, relación con Jesús.

El origen de la moralidad humana es un acto de amor
El "sí' de Simón a Jesús no se puede considerar como la expresión de un sentimiento, sino que es el inicio de un camino moral que se abre con ese "sí", o no se abre. El origen de la moral humana no es el análisis de los fenómenos que llenan la existencia del yo, ni el análisis del comportamiento humano con vistas al bien común; esto podría ser el principio de una moral laica abstracta, no de una moral humana.
Santo Tomás afirma que «la vida del hombre consiste en el afecto que principalmente la sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción». (8) El origen de la mora­lidad humana es un acto de amor. Por eso es ne­cesaria una presencia, la presencia de alguien que conmueva nuestra persona, que recoja todas nuestras energías y las dirija hacia un bien des­conocido, y sin embargo, deseado y esperado: ese bien que es el Misterio.
El diálogo entre Jesús y Pedro acaba de una forma extraña. Este, que empieza a seguir a Je­sús, está preocupado por el más joven, Juan, que era para él como un hijo: «y, viéndolo, le dijo a FALTA PAG.V
vinculada a mi destino. Cuando Juan y Andrés le vieron por primera vez y le oyeron decir: «Venid a mi casa. Venid y veréis», y se quedaron con él durante todas aquellas horas para oírle hablar, no entendían, pero presentían que esa persona es­taba ligada a su destino. Habían oído hablar a to­dos los que hablaban en público, a los de todos los partidos, habían oído sus opiniones, pero sólo aquel Hombre estaba ligado a su destino.
La moral cristiana es una revolución en la tie­rra, porque no es un elenco de leyes, sino un amor al ser: podemos equivocarnos mil veces, pero siempre se nos perdonará, comenzaremos siempre de nuevo nuestro camino, si nuestro co­razón parte con un "sí". Lo importante de ese «Sí, Señor, te amo» es la tensión de toda nuestra persona, determinada por la conciencia de que Cristo es Dios y del amor a este Hombre que ha venido por mí: toda mi conciencia está determi­nada por esto y me puedo equivocar mil veces al día, hasta avergonzarme de levantar la cabeza, pero esta certeza no me la quita nadie. Sólo le pido al Señor, le pido al Espíritu que me cambie, que me haga imitar a Cristo, que mi presencia sea como la de Cristo.
La moral es amor, es amor al Ser hecho hom­bre, acontecimiento en la historia, que me al­canza mediante la misteriosa compañía que his­tóricamente se llama Iglesia, Cuerpo misterioso de Cristo o Pueblo de Dios: yo le amo dentro de esta compañía. Me pueden reprochar cien mil errores, me pueden mandar a los tribunales, el juez me puede enviar a la cárcel sin ni siquiera examinarme, cometiendo una injusticia patente, sin considerar si lo hice o no lo hice, pero no me pueden quitar este afecto que continuamente me hace exultar de deseo de bien, es decir, de adhe­sión a Él. Porque el bien no es el «bien», sino que es adherirse a Él, es seguir ese rostro, su Presencia, llevar su Presencia a todas partes, anunciarlo a todos para que esta Presencia do­mine el mundo - el fin del mundo llegará cuando esta Presencia sea evidente para todos -.
Esta es la nueva moral: es un amor, no reglas que cumplir. Y el mal es ofender al objeto de este amor u olvidarlo. Después se puede decir, analizando con humildad el curso de la vida de un hombre: «Esto está mal, esto está bien», enu­merar, ordenándolos, todos los errores en los que el hombre puede caer: se puede hacer un libro de moral. Pero la moral está en mi, que amo a Aquel que me ha hecho y que está aquí. Si no fuera esto, la moral serviría exclusivamente para afirmar un beneficio para mí; en cualquier caso sería desesperante. Habría que leer a Pasolini o a Pavese para entenderlo; no, basta acordarse de Judas.

La permanencia de la moralidad nueva
Si el origen de la moralidad nueva es un acto de amor, de adhesión y esto exige la Presencia de alguien que nos conmueva y que atraiga todas nuestras fuerzas - como Jesús hizo con Simón -, es fundamental responder a la pregunta: ¿cómo se mantiene este acontecimiento vivo y presente en nuestra existencia? La respuesta establece la posibilidad de que se dé esta nueva moral en el presente, aquí y ahora; de lo contrario, ésta se realizaría en nosotros de forma intelectual, abstracta o discursiva. La respuesta está en ese término cristiano que pertenece a la experiencia del presente, sin el cual no podríamos saber si nuestra experiencia es concreta o fantasiosa: el término «memoria». En la memoria, el acontecimiento que experimento en toda su riqueza entra en el flujo del tiempo y del espacio, forma parte de una historia.
La primera condición para que se dé la nueva moralidad es hacer memoria de esa Presencia que excede los límites del conocimiento humano, es decir, reconocer aquí y ahora la Presencia que no se puede reducir a ninguna hipótesis humana.
Esta Presencia es una realidad que está ante nosotros y que, por la fuerza de su Espíritu, ha­bita en nosotros. Está permanentemente en nues­tra vida y es tan poderosa que hace posible, cuando nos abrimos a ella, que se desarrolle en nosotros una nueva creación. De esta manera po­demos renacer, a pesar de la imperfección y del error, al final de cada acción que siempre es des­proporcionada e imperfecta, dando un paso más justo, porque seguimos recibiendo su gracia, como un manantial fresco que ningún límite nuestro puede frenar.
La permanencia de esta Presencia es una gra­cia, un puro acontecimiento, al que no nos resisti­mos a adherirnos aquí y ahora. Lo reconocemos y nos adherimos. Es una gracia, igual que lo es el encuentro, el estupor, la permanencia de este es­tupor, el ímpetu de adhesión: y esta gracia se hace nuestra porque la aceptamos. Aceptar esta novedad absoluta, que vuelve a suceder mil veces al día, es la característica suprema de la libertad.
Como para Juan y Andrés, para Simón y para Zaqueo, el comienzo de nuestro cambio es una gracia, un don. Hemos tenido un encuentro que tiene como objeto cambiarnos y realizarnos y nos hemos adherido a esta Presencia que corresponde de una manera excepcional a nuestras exi­gencias, con una adhesión firme, como en Za­queo, que ya no estaba definido por su imperfec­ción porque esa Presencia estaba allí para traspasar como un arroyo fresco y puro toda la maleza del bosque de su humanidad. (12)
La sorpresa del encuentro, la continuidad de esa sorpresa, la adhesión a esa Presencia que permanece, tienen como fruto el abrazo a todos y la unidad con aquellos a los que esa Presencia pone cerca de nosotros. Esta ha querido ser el objeto de nuestra mirada para que a través nues­tro, con nuestros defectos y nuestro dolor por ellos, y con el ímpetu, poco frecuente, que nace, sea más conocida y amada.

Notas
(1) Cf. Jn 1,42
(2) I Jn 3,3
(3) Jn 17,3
(4) Un texto de San Ambrosio puede iluminar sobre esto. En su largo comentario a la Creación, al llegar el día sép­timo en el que Dios descansó, afirma : "Doy gracias al Señor nuestro Dios que ha creado una obra tan maravi­llosa en la cual encuentra su descanso. Creó el cielo y no leo que descansase; creó la tierra y no leo que descan­sase; creó el sol, la luna y las estrellas y tampoco leo que entonces descansase; pero leo que creó al hombre y que entonces descansó teniendo alguien a quien perdonar los pecados" (San Ambrosio, Exameron, IX, 76)
(5) Cf. O. Milosz, Miguel Mañara, Ediciones Encuentro, Madrid 1991.
(6) Prefacio del Domingo XVI del tiempo ordinario, en Messale Ambrosiano Festivo, Marietti Jaca Book, Turín­ Milán 1976, p.653.
(7) Carta a Diogneto, PG 2, 1167-1186.
(8) Cf. Santo Tomás, Summa Theologiae, II, Ilae, 179, art.1.
(9) Cf. Jn 21, 20-22.
(10) Jesu tibi vivo, canto medieval. II l Jn 4,8.
(11) Cf. Lc 19, 1-10.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página